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jueves, 20 de octubre de 2011

JUAN ANTONIO HORRACH MIRALLES: SOBRE EL CONCEPTO DE CIUDADANÍA, HISTORIA Y MODELOS. UNIVERSIDAD DE LAS ISLAS BALEARES (ESPAÑA) QUINTA PARTE

2.4.1. Cristianismo y ciudadanía

La estructura jerárquica adoptada por la Iglesia católica no predisponía a que la ciudadanía pudiera arraigar con cierta fuerza.

La caída del Imperio provocó que los obispos asumieran no sólo el poder espiritual sino también el político en cada diócesis. El cristianismo adoptó una posición poco mundana, en el sentido de que se despreciaba e infravaloraba la vida en el mundo material (como dice una famosa cita evangélica, “mi reino no es de este mundo”, Juan 18, 36); la vida no es una finalidad en sí misma y, aunque tampoco se rechace el vivir en comunidad, no se valoran fuertemente algunos de sus aspectos más inmanentes. El cristianismo advierte de la inevitable corrupción que caracteriza al mundo temporal; el mundo verdadero, en este sentido, no puede ser el real, donde los hombres viven unos al lado de otros. Por tanto, éste, en cualquier caso, es un tránsito hacia el mundo espiritual, el único verdadero, el “reino de los cielos” (Mateo 11, 11). Mientras que, como ya hemos dicho, en el mundo griego la virtud se daba en el ámbito de la polis, de la vida en común, en el cristianismo, aunque hay una fuerte vida comunitaria, no se trata en este caso de una comunidad política, sino religiosa, con todo lo que ello conlleva. La idea de justicia, por ejemplo, conecta en este caso con la dimensión divina, lo que no permite que prospere un sentido de lo justo que pretenda anclarse en una dimensión puramente humana, como es la que tiene que ver con la  política.

San Agustín (s. IV-V) fue el autor que, dentro del cristianismo, dio un mayor peso a esta concepción, que ya partía de los orígenes de esta religión. La finalidad del hombre no consiste, según Agustín, en atenerse a los deberes ciudadanos, sino en rezar; el hombre debe relativizar el vínculo que lo une a los demás hombres (pues de ello sólo sacaría maldad) y tratar, por el contrario, de vincularse más con Dios. Sin embargo, Santo Tomás (ya en el siglo XIII) no es tan duro como Agustín al referirse a la realidad terrena, pues cree que ésta es, en cierta manera, la expresión de la voluntad divina; por tanto, no puede ser tan nociva y, en consecuencia, debería ser atendida de forma seria. En este cambio de actitud dentro del cristianismo fue decisiva la recuperación, por vía árabe y judía, de la figura de Aristóteles, olvidada durante muchos siglos en Europa.

2.4.2. Las ciudades-estado italianas A finales de la Edad Media, en el norte de Italia se organizaron una serie de ciudades-estado independientes, desvinculadas de los Estados pontificios y de los modelos caciquiles reinantes, que llegaron a adoptar regímenes republicanos.

Nacieron de esta manera las repúblicas de Florencia, Venecia, Pisa, Génova, Milán, Bolonia, Siena, etc., que contaban con autoridad propia tanto política como judicial, y que también prosperaron a varios niveles durante siglos; florecieron las artes, las letras, el comercio, etc. Prueba de su importancia es que, poco después, surgió en sus dominios nada menos que el Renacimiento. En cada caso se seguían criterios diferentes para conceder el estatus de ciudadanía, pero una condición se repetía en la mayoría: la de poseer alguna propiedad en la ciudad correspondiente. Esto permitía que cualquier persona no nacida en la ciudad podía convertirse en ciudadano adquiriendo alguna propiedad. El modelo político era, más o menos, de democracia directa, pues los ciudadanos tenían la posibilidad de elegir a los miembros de las asambleas y de los consejos que estructuraban el Estado. Otro caso de zonas organizadas como ciudades-estado lo encontramos en Suiza, en los llamados cantones helvéticos, confederados desde el
año 1291, destacando las repúblicas de Ginebra y de Berna, aunque su importancia fue inferior a las ciudades del caso italiano.

2.5. La era de las revoluciones

En el siglo XVIII cambia drásticamente el panorama relativo al principio de ciudadanía y, por extensión, a la política en general. La herencia de la Ilustración fue clave en este renacimiento de la democracia y de las luchas sociales, en esta vigorización que se imprimió a la esfera de lo político. Los principios que definían el funcionamiento de la política comienzan a cambiar, a la vez que se abre el ejercicio efectivo del poder. Por ejemplo, mientras que en épocas anteriores se remarcaba la importancia de las obligaciones, en esta nueva etapa histórica el lenguaje de los derechos cobra una relevancia que no volverá a perder, almargen de la efectividad o no de sus planteamientos. En este escenario se demarcan dos perspectivas de pensamiento que se convierten en las dos principales tradiciones políticas de Occidente, en pugna durante siglos: el republicanismo y el liberalismo (sobre los que se hablará más adelante). Este nuevo lenguaje de los derechos se acabaría plasmando, históricamente, en dos revoluciones decisivas: la americana y la francesa, proclamadas como Declaración de Independencia de los Estados Unidos (1776) en el primer caso, y como Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789) en el segundo. No puede decirse que estas revoluciones representen respectivamente a cada una de las dos tradiciones anteriormente citadas, la republicana y la liberal, pero sí que ambas son combinaciones de cada una de estas.

2.5.1. La Revolución Americana

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sábado, 1 de octubre de 2011

JUAN ANTONIO HORRACH MIRALLES: SOBRE EL CONCEPTO DE CIUDADANÍA, HISTORIA Y MODELOS. UNIVERSIDAD DE LAS ISLAS BALEARES (ESPAÑA) TERCERA PARTE

2.2. Roma
El modelo representado por Roma, a diferencia del griego (tanto en su vertiente espartana como en la ateniense), mucho más concentrado en el tiempo, ha mantenido una prolongada vigencia (material o teórica) durante unos quince siglos. Sea considerada como una forma de gobierno democrática o no desde el punto de vista de la actualidad (recordemos que república y democracia no siempre son la misma cosa), lo que no puede discutirse es que ha permitido mantener un camino que es el que nos ha conducido al momento en el que nos encontramos.

El modelo romano no fue estático, sino que evolucionó en varias y diferentes fases. En la primera, los Graco (Tiberio y Cayo), creadores del partido popular, llevaron a cabo una serie de reformas que se basaban en elementos democráticos pero también en otros de corte más demagógico. Por ejemplo, Cayo amplió la ciudadanía a los latinos que vivían en la misma península itálica o en las colonias. Posteriormente, el general Mario, nombrado cónsul el año 105 a.C., lleva a cabo una extensión de la ciudadanía a todos los miembros del ejército, que eran de procedencias muy diversas. Después de una sublevación del año 90, la condición de ciudadanía fue ampliada a todos los pueblos itálicos.

La época que significa el tránsito al modelo de Principado y su consolidación fue la más importante de todas. Tras las dificultades motivadas por la constitución en el año 56 del llamado Triunvirato (formado por César, Pompeyo y Craso), el Senado escoge como cónsul único a Pompeyo (Craso ya había muerto), que se convierte en el primer Princeps (después le seguirían César y Octavio). De cualquier manera, y aunque esta solución era en principio circunstancial, acabó convirtiéndose en algo permanente.

En el Principado se resolvió el problema de tener en el Imperio dos códigos legales: uno para los ciudadanos romanos (que incluía a los pueblos itálicos) y el otro para los habitantes de los pueblos conquistados.

Básicamente, el modelo romano implicaba la creación de distintos grados de ciudadanía. Por ejemplo, se permitía a los esclavos que en algún momento pudieran conseguir esta condición, y también podían tener acceso a ella individuos pertenecientes a las tierras conquistadas por el imperio. Un punto de inflexión para la creación de una ciudadanía romana se dio en el año 494 a.C., cuando las protestas de los plebeyos en el monte Aventino permitieron establecer un pacto con los patricios. Como resultado de este acuerdo se comenzaron a nombrar los primeros Tribunos del Pueblo, que otorgaban a los plebeyos una cierta protección contra abusos e injusticias.

El modelo romano se transmitía por vía paterna, de modo que cualquier hijo de ciudadano obtenía nada más nacer, de forma automática, el estatus de ciudadanía. El emperador Augusto ordenó que se establecieran controles en este sentido, como fue el caso de un registro escrito, que en la práctica era un “certificado de ciudadanía”. De esta manera, el ciudadano vivía bajo la esfera del derecho romano, tanto en la vida privada como en la pública.

La condición de ciudadanía implicaba una serie de derechos y también, como es natural, de obligaciones: bajo la esfera de los deberes se incluían, básicamente, la realización del servicio militar y el pago de determinados impuestos; en cuanto a los derechos, el que tiene que ver con pagar menos impuestos que aquellos que no eran ciudadanos era el más destacable fuera del ámbito estrictamente político. También un ciudadano podía realizar diversas cosas: casarse con cualquiera que perteneciera a una familia a la vez ciudadana; negociar con otros ciudadanos; un ciudadano de provincia podía exigir ser juzgado en Roma si entraba
en conflicto con el gobernador de la provincia de residencia, etc. En el ámbito más político, la ciudadanía implicaba tres tipos de derechos: votar a los miembros de las Asambleas y a los magistrados, poseer un escaño en la Asamblea y poder convertirse en magistrado. Pero, como señala Derek Heater,3 no todo se reducía a algo formal, sino que funcionaba algo más profundo: “detrás de las obligaciones específicas que conllevaba la ciudadanía se encontraba el ideal de virtud cívica (virtus), 3Heater (2007) es una obra muy útil para entender el desarrollo histórico de la idea de ciudadanía que era similar al concepto griego de areté”
(Heater 2007: 63).

Un elemento específico del modelo romano es que el poder político no estaba ni mucho menos tan repartido en Roma como en Grecia. En el período de la República el poder residía en el Senado y en los cónsules, mientras que durante el Imperio la figura del emperador era la que más atribuciones acaparaba. A pesar de la escasa capacidad política con que contó la Asamblea popular, el título de ciudadanía contó en Roma republicana con bastante prestigio. Los
derechos que confería no eran tantos, en cantidad y también en calidad, como los que tenían que ver con las polis griegas, pero pertenecer a la realidad romana era motivo de orgullo, como puede verse en la declaración “Civis Romanus sum” (soy ciudadano romano); en este caso podríamos decir que la condición de ciudadanía imprimía en el individuo unos atributos más vinculados al reconocimiento social que una efectividad de ejercicio sociopolítico. Otra diferencia con respecto a la realidad griega tiene que ver con las dimensiones territoriales de la condición de ciudadanía: en este caso los límites de la ciudadanía romana se extendieron más allá de la capital imperial, y esa extensión, como todo el mundo sabe, fue infinitamente superior al de las polis griegas. Roma nació precisamente como una ciudad-estado, pero la rapidez de sus conquistas alteraron radicalmente su naturaleza.

En el año 338 a.C., con motivo de sus ya múltiples conquistas, Roma puso en funcionamiento un nuevo tipo de ciudadanía, de segunda clase, una especie de semiciudadanía, que no implicaba los mismos derechos que los de la de primera clase. Por ejemplo, el derecho al voto no estaba incluido, lo que, entre otras cosas, impedía que uno pudiera convertirse algún día en magistrado. También, para evitar conflictos con pueblos vecinos que ambicionaban la ciudadanía romana, y como modo de obtener su lealtad, se aprobó la llamada lex Julia (90 a.C.), que otorgaba una ciudadanía recortada a cientos de miles de personas de toda la península itálica; “La ciudadanía romana era ahora algo parecido a un estatus ‘nacional’, en ningún caso limitado geográficamente a la ciudad de Roma” (Heater 2007: 69). Julio César introdujo la condición ciudadana también en las tierras galas del norte de lo que ahora es Italia (la llamada Galia Transalpina), pero aplicó medidas de similar estilo en el propio interior de sus fronteras, como es el caso de los médicos, que obtuvieron en este mandato el derecho al voto.

En la época del principado, se produjeron tres fases en los que la ciudadanía aumentó en número:

1. Entre el 27 a.C. y el 14 d.C., cuando Augusto otorga la condición ciudadana a los soldados que, no siendo ciudadanos, finalizaban su actividad militar. En esta época aumentó el censo electoral.

2. Durante los reinados de Claudio (41-54) y de Adriano (117-138). El primero otorgó la ciudadanía a muchos no itálicos, además de animar a los galos a formar parte del Senado y a ocupar cargos públicos. Sin embargo, en esta época las diferencias de clase, entre los de clase superior (honestiores) y los de inferior (humiliores), eran mayores que nunca.

3. La tercera fase es la más importante. El emperador Caracalla (211-217) promulgó la Constitución Antoniana (o Decreto Antoniniano) el año 212, que se convirtió en la ley más importante y reconocida relacionada con la ciudadanía romana. Mediante este edicto la condición de ciudadanía ampliaba los límites geográficos y
alcanzaba a la totalidad de los habitantes libres del Imperio. Se conseguía así integrar el ius gentium (derecho internacional) dentro del ius civile (derecho civil). La ciudadanía alcanzaba su máximo nivel de igualdad y amplitud, lo que determinó una cierta pérdida de valor simbólico (anteriormente señalado en el caso de la proclamación del Civis Romanum Sum), pues, al estar al alcance de cualquiera, la ciudadanía ya no permitía defender planteamientos elitistas de ningún tipo por parte de quienes la hubieran obtenido. También se reconocía de alguna manera la doble ciudadanía (romana y cosmopolita) que defendían los estoicos, pues el concepto de ciudadanía se adaptaba a un espacio político en cierta forma mundial (para los romanos el Imperio alcanzaba las dimensiones del mundo conocido).

2.3. El cosmopolitismo estoico 

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miércoles, 17 de septiembre de 2008

* LUIS LOAIZA RINCÓN ESCRIBIÓ: EL ENCUADRE GEOPOLÍTICO DE VENEZUELA CON RUSIA. CAYENDO EN BRAZOS DEL IMPERIO


* LUIS LOAIZA RINCÓN ESCRIBIÓ: EL ENCUADRE GEOPOLÍTICO DE VENEZUELA CON RUSIA. CAYENDO EN BRAZOS DEL IMPERIO
Domingo 14 de septiembre de 2008
Publicado por Espacio Plural Universitario

La creciente factura por compra de armas, el anuncio del establecimiento de bases rusas en Venezuela, el apoyo oficial brindado a Rusia en su conflicto con Georgia y la inminente visita oficial de una parte de la flota naval rusa a Venezuela, constituyen claros indicadores del encuadre geopolítico de Venezuela con una potencia de histórica vocación imperialista.
Si tuviéramos que caracterizar a Rusia utilizando un solo término, ese sería "expansionismo". Con ello, aunque reduciríamos las múltiples dimensiones culturales de una nación a una de sus expresiones, también estaríamos señalando uno de sus aspectos más importantes.

Durante siglos el imperio ruso se rehizo constantemente de forma tal que no deja de producir admiración la persistente voluntad histórica del liderazgo y del pueblo ruso por expandir sus posesiones territoriales e influencia. Hoy, al observar el mapa de Rusia y de la ex Unión Soviética y al contemplar la magnitud continental del espacio ocupado y las direcciones y modalidades de la expansión primigenia de Moscovia y de Kiev; sólo nos queda pensar en la epopeya de millones de hombres y mujeres que realizaron una verdadera hazaña.


Cabe señalar, no obstante, que los rusos, antes de ser amos, fueron siervos. Sus señores por más de dos siglos fueron los Tártaros y, aún, mucho después de la batalla de Kulikovo, tuvieron que pagar tributos para mantener intacta su identidad cultural y religiosa.

Cuando esta situación cambió, gracias al uso de mosquetes y cañones, el proceso de expansión resultó indetenible. La conversión rusa en uno de los imperios de la pólvora le permitió llevar sus fronteras hasta Astrakán en el sur y hasta Siberia en el este. Ya para el siglo XVIII la magnitud e importancia de Rusia la convertían en una potencia europea y su expansión continuó indetenible durante los siglos XIX y XX.

Aparte de la voluntad expansionista, Rusia se ha caracterizado también por enmarcar la convivencia y síntesis de lo distinto. En efecto, aunque la convivencia y la síntesis nuca fueron perfectas, es innegable que esa zona ha estado siempre marcada por la tensión que genera el contacto y asimilación de lo disímil. Por ejemplo, en el plano étnico (que es por cierto una de las claves más complejas para descifrar los problemas rusos actuales y futuros), godos, hunos, ávaros, kázaros, eslovacos, fineses y varegos o rusos no han sido sino partes de un continuo e inconcluso proceso.

Expansionismo y diversidad son, pues, dos de los datos más importantes de una compleja realidad que hoy se reconfigura para construir un imperio de nuevo tipo.

La desintegración de la URSS no sólo marcó la caída del imperio comunista, sino también la del imperio ruso, porque parte de los territorios pertenecientes a los estados recién independizados permanecieron bajo ininterrumpido dominio ruso desde los siglos XVII al XIX. Sin embargo, Rusia se declaró a sí misma heredera de los compromisos internacionales de la Unión Soviética y pasó a ocupar su lugar en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

Con la conformación de la Comunidad de Estados Independientes (CEI), formalizada a través del Tratado de Minsk, se selló definitivamente la desaparición de la URSS. Con la CEI Rusia, Ucrania y Bielorrusia sellaron una nueva en 1991. Posteriormente, se firmó un nuevo tratado para oficializar la adhesión de Azerbayán, Armenia, Moldavia, Turkmenistán, Uzbekistán, Kazajstán, Kirguizia y Tayikistán.


Es decir, todos los integrantes de la antigua unión, a excepción de las tres repúblicas bálticas y de Georgia, que siempre se mostró renuente a seguir bajo la égida rusa.

Desde entonces la CEI tuvo que lidiar con múltiples realidades y conflictos que generaron gran tensión entre sus miembros. Algunos de esos mismos asuntos constituyen hasta el presente un enorme desafió al poder ruso: El futuro de la Península de Crimea, los conflictos en la región moldava del Dniéster (habitada mayoritariamente por rusohablantes que proclamaron la república independiente del Transdniéster), la situación de Nagorno Karabaj (enclave armenio en Azerbayán) y la suerte de la región georgiana de Osetia del Sur (que proclamó su independencia de Georgia y desea unirse a la rusa Osetia del Norte).

Ahora bien, aunque Rusia reclame para sí un rol de liderazgo en la región, no tiene planteado volver al modelo soviético, un Estado con doce repúblicas; sino de sintonizar a su favor las políticas de 12 Estados independientes. El asunto es que siempre estará abierta la posibilidad de que la hegemonía rusa, dado su peso económico, geopolítico y militar, convierta a sus aliados en satélites dependientes. Que esto no sea así, es, en gran medida, responsabilidad de Occidente.
Pese a todo, cada vez se hace más evidente la voluntad de Rusia de controlar a las antiguas repúblicas soviéticas y para ello emplea una amplia gama de presiones y alicientes políticos, militares y económicos.

El rol protagónico que de hecho desempeña Rusia en la región se articula con una política exterior inspirada en la noción del interés nacional y ello implica también la defensa y protección de las minorías rusas en los Estados de la CEI.

Diversas valoraciones sobre la política exterior rusa coinciden en señalar que se está produciendo una reencarnación parcial del imperio ruso, o, en su defecto, la conformación de una esfera de influencia bien definida como mínimo, a lo largo y ancho del territorio de la ex URSS. Está claro que para los líderes rusos, cualquiera sea su orientación ideológica, no es fácil aceptar la pérdida de territorios que Moscú gobernó durante siglos. De allí la determinación de no perder influencia en su antiguo espacio.

En síntesis, el imperio ruso de nuevo se reensambla a sí mismo, pieza por pieza, buscando con ello reafirmar la clásica ambición imperial de los tiempos de los zares, la Gran Rusia, desde el Mar Báltico hasta Asia Central.

Mecanismos utilizados por Rusia para mantener su influencia.

Para asegurar sus intereses, como cualquier imperio que se precie, Rusia presiona a sus socios de distintas maneras. Aunque las diferencias regionales y la existencia de problemas muy específicos en cada una de las zonas bajo su influencia le impiden formular una política homogénea, es evidente el uso selectivo de mecanismos militares, políticos y económicos.

De carácter militar y estratégico.


A) El Papel de las Fuerzas Armadas. Aunque en el seno de las Fuerzas Armadas existan muchas facciones internas y algunas sean hasta de signo antidemocrático, el papel de éstas, como uno de los poderes organizados a escala central que sobrevivió a la URSS, sigue siendo muy importante. El ejército es un poderoso instrumento de influencia utilizado para proteger o impulsar intereses estratégicos de Moscú.


B) El potencial nuclear. El 80% de la industria atómica de la ex URSS se encuentra en Rusia.
De carácter social: Las minorías rusas. La política exterior rusa resalta la importancia de proteger la población de origen ruso esparcida por toda la geografía de la ex URSS. Fuera de la Federación Rusa viven aproximadamente unos 25 millones de rusos étnicos que conforman importantes minorías en Kazajistán, por ejemplo, así como en Estonia y Letonia. Existen focos de rusos étnicos en todos los demás estados sucesores. Este enorme contingente humano de rusos expatriados del territorio ruso, descendientes de la colonización de finales del siglo XIX -base del carácter multinacional de las repúblicas que integraban la desaparecida URSS- se han convertido en el "dilema serbio" de la dirección rusa: abstención o interferencia en la vida de los nuevos Estados con la excusa de proteger a las minorías eslavas.


De carácter económico:


La interdependencia. El caótico sistema económico de la extinta URSS se encargó de hacer plenamente dependientes entre sí a todos sus miembros. El origen de esta situación se remonta a la época de Brezhnev cuando, gracias a la planificación centralizada, se construyeron descomunales fábricas que concentraban en un solo lugar la fabricación de todas las necesidades de uno u otro artículo del país más grande del mundo.

Conclusiones.

Geopolítica y geoestratégicamente la prioridad rusa es controlar su propio ámbito de influencia. La relación con Venezuela no tiene importancia en ese esquema. Quien se sirve de Rusia, más bien, es la política exterior de Chávez al pretender utilizar a Rusia como burladero frente a los Estados Unidos.

La prioridad para Rusia es ejercer su hegemonía en un nuevo marco de poder. Reclama para sí un rol de liderazgo en la región amparada en su fortaleza relativa frente a sus vecinos. Queda ver por cuánto tiempo podrá seguir manteniendo esta posición y a qué costo. No obstante, con Putin o sin él, el peso de la historia seguirá influyendo en demasía. Chechenia y Osetia del Sur constituye los mejores ejemplos de esta vocación imperial.

Publicado por Espacio Plural Universitario