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sábado, 2 de agosto de 2014

ALBERTO ARTEAGA SÁNCHEZ, LOS ATAJOS DE LA JUSTICIA PENAL

Nuestra  justicia-si  cabe llamarla así- marcha por caminos perversos que la han desfigurado completamente. 

En Venezuela, sencillamente, no hay justicia. Esta expresión, valor o vivencia no ha sido internalizada por nuestro pueblo, ni se consigue en botica, ni se dispensa a los que la exigen. No hay justicia en este país y las madres que claman por ella a las puertas de la morgue, no la tendrán, y, por tanto, como ya lo dicen algunas, solo deben esperar la justicia divina. La impunidad es generalizada y solo el porcentaje mínimo que cae en sus redes, carente de todo recurso, termina pagando con la pena anticipada de un proceso que concluye con la admisión forzada de los hechos, fórmula que conduce a una condena atenuada que queda al arbitrio del Ministerio de Servicios Penitenciarios. El otro porcentaje de presos, cada día mayor, está conformado por disidentes u opositores al régimen, cuya permanencia  en prisión con procesos acelerados o retardados ad infinitum, según la “ley del diferimiento”. La de los “procesos express”, culminan en condenas seguras, a voluntad del Gobierno. Por supuesto, la justicia y el derecho brillan por su ausencia, siendo así que nos movemos en el campo abierto de la venganza política con apariencias de legalidad.

La justicia penal, en particular,  más que caminos, recorre trochas o atajos en los que son baquianos leguleyos inescrupulosos que halan la sardina para su propia brasa y se mueven a sus anchas entre los intersticios o las más burdas interpretaciones de la letra de la ley, dejando de lado su verdadero espíritu o propósito.

En este  panorama tétrico, el aparato de la justicia penal se ha manifestado como como un instrumento de suma eficacia para amedrentar a los adversarios políticos con la amenaza de una cárcel sin término cierto, salvo que opten por el camino duro e inclemente del exilio forzoso.

Esta vertiente de la utilización política de la justicia penal que ha sido caracterizada por quien estuvo en el cargo más alto de su administración, el magistrado Eladio Aponte Aponte, como “justicia de plastilina”, hoy ha llegado a los extremos de una “justicia subliminal” que se propone castigar por simples pensamientos, por las condiciones, carácter o personalidad de un líder, cuyo discurso tendría la capacidad para mover en forma directa, eficiente e inequívoca la voluntad de otros, haciendo surgir en estos la determinación de cometer una acción delictiva, por la cual debe responder como determinador o instigador. Tal es el caso de Leopoldo López.

Esta justicia de plastilina encuentra también sus más recientes manifestaciones en el caso de los alcaldes Scarano y Ceballos, enviados a prisión por la sala constitucional sin posibilidad de optar por fórmulas alternas al encarcelamiento, aunque el hecho no excede de 15 meses de prisión y de inmediato sometido a proceso Ceballos por un delito de rebelión sin alzamiento y sin insurrección armada.

No menos graves son los casos de estudiantes presos por manifestar, acusados por el delito inexistente de “cerrar vías” y por “agavillamiento”. Este último tipo delictivo supone que se forma parte de una asociación constituida, con características de permanencia, para cometer delitos y si se trata de la asociación para delinquir de la Ley contra la Delincuencia Organizada, de una sociedad o grupo que se constituye igualmente para cometer delitos que pueden ser calificados como de crimen organizado.

Sin duda, el derecho penal, recurso extremo o ultima ratio en una sociedad organizada, a los fines de contener las más graves violaciones al orden jurídico, afectando las bases de la convivencia social, se ha convertido en prima ratio para amedrentar o neutralizar a los adversarios políticos, bajo la absurda consideración de que se debe actuar con la mayor severidad ante todo aquel que represente, por su pensamiento, un peligro para la consolidación y el avance del proyecto político de quienes gobiernan.

Alberto Arteaga Sanchez
aas@arteagasanchez.com
@ArteagaSanchez

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miércoles, 5 de febrero de 2014

JOSÉ LUÍS MÉNDEZ LA FUENTE, ENTRE ATAJOS Y CAMINOS

Es una regla de oro en los países con desarrollo democrático que quien ejerza  un cierto liderazgo dentro de un  partido político sea escogido internamente como candidato  a las elecciones  para la primera magistratura del gobierno.  Un liderazgo que generalmente termina cuando pierde las elecciones  o  bien cuando las gana,  aunque por motivos opuestos.
En nuestras latitudes latinoamericanas  no  suele suceder  lo mismo y ese liderazgo  aunque se pierda puede volver a recuperarse. De hecho  hay quien nunca lo pierde y por ello se convierten en  eternos candidatos a la presidencia; no importa si ganan o pierden. En  nuestro país  podemos  recordar,  a manera de ejemplo,  los casos  de Rafael Caldera y de Hugo Chávez.
En el  caso de la Venezuela actual, en que la oposición política no está representada  en un  único partido, sino en  varios,  unidos circunstancialmente  por un interés electoral  bajo un comando coordinador conocido como  “la Mesa de la Unidad”, el tema del  liderazgo no puede medirse en su origen del modo exactamente antes referido, aunque sus consecuencias  postelectorales puedan ser similares. Des pues de dos derrotas  en las presidenciales de finales del 2012 y principios del 2013, una contra Chávez y la segunda  también contra Chávez, no obstante que su contendor  físico fuera  Maduro, pudiera inferirse que el liderazgo de Henrique Capriles llegó a su fin. Sobre todo, cuando en el calendario electoral las presidenciales están muy lejos y más que un candidato para  un proceso electoral  se requiere alguien que encabece un  programa de acción opositora, con una estrategia y unos objetivos muy claros. Lo que significa, a su vez, que cualquier liderazgo  debe venir apuntalado a una agenda de propósitos y metas que sean el resultado de un acuerdo general entre los integrantes  de “la Mesa de la Unidad”,  con o sin Mesa. Algo  que en este momento no está definido.
Que a estas alturas, es decir, después de un año de la presidencia  de Maduro y  de las secuelas  de su gobierno, surjan  diferencias  y se hagan públicas, entre algunos de los principales dirigentes de la oposición y Capriles, no debe verse como algo extraño. Lo raro sería más bien lo contrario.
Capriles, por su parte, sigue fiel a su idea de que  el  único camino que  existe es el electoral y que la lucha es política y cualquier reclamo o exigencia debe hacerse por la vía democrática  y con apego a la constitución. Por eso, quien acuño la frase “hay un camino”, durante su campaña pasada, considere ahora que  no podía apoyar la concentración  convocada para el domingo pasado por María Corina Machado y por Leopoldo López,  pues  es un atajo que conduce a un callejón sin salida. Y para él eso es salirse de ese  “camino” que se trazó.
En el otro bando, Machado, López y Arria, entre otros, piensan que las circunstancias actuales del país, prácticamente de caos y emergencia nacional, requieren una acción opositora inmediata  que  dé respuesta a la mitad de la población que no votó por el chavismo  y que quiere un cambio.
No cabe duda de que  la oposición venezolana  vive un momento sino de crisis, al menos  de opiniones contrastadas  entre sus dirigentes. Además, es evidente que existen también  diferentes puntos de vista y de estrategias  entre ellos. Al menos una cosa es cierta, la agenda  del señor Capriles no es única, ni tampoco unitaria. Y eso, en un camino tan largo como el que queda  hasta el 2019, es más que conveniente.
xlmlf1@gmail.com

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