ALBERTO RODRÍGUEZ BARRERA |
La libertad asusta a quienes no pueden copar con la libre iniciativa y la espontaneidad individual, no sólo en materias privadas y espirituales sino, sobre todo, en la actividad fundamental para la existencia de cada ser: su trabajo. Es interesante dilucidar, aunque sea brevemente y a grandes saltos, por qué alguna gente cae en la tentación de apoyar al totalitarismo, obviando el esfuerzo de planificación y concertación de la sociedad democrática, y de favorecer el mando de unos pocos que se apoderan del poder económico sin asumir la responsabilidad hacia quienes dependen de sus decisiones.
Cuando uno se pregunta sobre el significado de la libertad para
quienes desean – a veces inconscientemente- ir hacia una seguridad limitada,
aislada, dependiente y sumisa, estilo medieval, se puede llegar a la conclusión
de que buscan alzar el vuelo entre nubarrones totalitarios. A esta gente,
integrada a menudo también por supuestos intelectuales, los motiva la rendición
de la libertad ante un dictador, como si encontraran atractivo en ser un
pequeño diente girando en una máquina, temerosos de una libertad que les causa
ansiedad y los lleva voluntariamente a ser autómatas. La libertad dentro del
capitalismo, así como también la revolución cibernética en la que se les
dificulta montarse, pareciera dejarlos tan sólo con la emoción de la energía
física, apartando el cerebro y las reacciones nerviosas, como ajenos a las
grandes iniciativas y al incremento de la producción material que se generan en
las democracias; y entonces se escudan con la imposición autócrata.
En estos tiempos no hay
duda de que la ansiedad y los deseos de estos personajes es ser autómatas, o
“escapar de la libertad”, como lo afirmó Eric Fromm (fuente clave de lo aquí
planteado). En el empeño totalitario, estas tristes figuras pasan por encima
del hecho de que la libertad es inherente a la naturaleza humana, aunque pueda
ser corrompida y suprimida, porque vuelve a reinstalarse una y otra vez.
Desconocen la importancia de la consciencia individual y la realidad social,
las cuales han crecido, ya que las capacidades intelectuales del hombre se han
incrementado mucho más que el desarrollo de sus emociones.
Estos figurones, con su
corazón instalado en la Edad de Piedra, están ciegos al cerebro del siglo 21, a
la madurez independiente, racional, objetiva. Necesitan mitos, ídolos, pasión
destructiva, odio, envidia, venganza, adoración del poder, dinero, una jungla
de superstición e idolatría, sin vergüenza, con sumisión.
Penetración y razón
pueden hacer la diferencia entre vida y muerte. Se requiere expansión e
interpretación de carácter más amplio, multidireccional; reconquistar
libertades políticas, económicas y espirituales, en contra de quienes
construyen una muralla de privilegios. Las luchas contra la opresión no pueden
parcializarse con los enemigos de la libertad que crean nuevos privilegios.
Libertad no es anhelo de sumisión o lujuria por el poder, no es una carga de la
cual huimos, no es una amenaza, no es un cráter hirviendo, no es un individuo
enfermo aplicando fenómenos de irracionalidad en la vida social.
Hoy vemos un exceso de
idolatría –en figuras públicas y otros escasos que por medio de la
profesionalización de la burla y la desfachatez aspiran serlo- ocupando puestos
de fama mohosa, inseguras ante otros y ellos mismos, silenciando dudas
tiritescamente, intentando elevar su individualidad de limitaciones e
inestabilidad hacia la indestructibilidad que les da ser miembros del exclusivo
“dream team” de adoradores que se esfuerzan por apartar la libertad. Se sienten
–aunque descoloridamente avasallados ante su ídolo incuestionable- hombres del
Renacimiento. Pero en el Renacimiento fue cuando comenzó la individualidad
moderna, el desarrollo del capitalismo comercial e industrial, la base social
formada por filósofos y artistas, y la columna vertebral de las clases medias.
Nada que ver con las
dudas irracionales de quienes se han dedicado a cultivar la ansiedad y el odio,
de quienes aíslan su valor individual transformándose en instrumentos débiles y
subyugados de alguna “fuerza” o “poder” irracional, indiferentes a que las
dudas racionales se resuelven con respuestas racionales de libertad positiva,
mientras que las dudas irracionales no avanzan sino a una libertad negativa. Es
así que aparece la sumisión a un líder que asume “certidumbre”. La duda misma
no desaparecerá mientras no se supere el aislamiento y no se superen
significativamente las necesidades humanas. Este amor por la autoridad genera
el odio típico del autoritarismo, como “principio” básico que se inclina hacia
la desigualdad, donde tal dios debe tener poder irrestricto sobre los hombres,
con su entrega y humillación, proyectando hostilidad y envidia.
El enorme progreso que
el capitalismo ha significado para el desarrollo humano y de la sociedad
moderna no puede fundamentarse en un irracionalismo romántico que –en vez de
por el bien del progreso- se ensaña en la destrucción de los logros más
importantes del hombre en la historia moderna. Hablamos del capitalismo con
justicia y amor, donde la acumulación no es para obtener y gastar en lujos,
sino para reinvertir como nuevo capital de trabajo, en un círculo que amplía la
función económica; porque así como el odio es un apasionado deseo de
destrucción, el amor es una apasionada afirmación de un “objeto”. No es un
“afecto” sino una búsqueda activa y de relación interior que apunta hacia la
felicidad, el crecimiento y la libertad de su objeto. El amor exclusivo es una
contradicción en sí mismo.
La persona egoísta está
siempre ansiosamente preocupada consigo misma, nunca está satisfecha, está
siempre inquieta, siempre alentada por el temor de no obtener suficiente, de
perder algo, de ser privada de algo. Está llena de una quemante envidia de
cualquiera que pudiese tener más. Si observamos bien, especialmente en su
dinámica inconsciente, este tipo de persona no gusta mucho de sí misma, de
hecho tiene un gran disgusto hacia sí; de ahí la ansiedad, la similitud con el
narciso que se admira a sí mismo, la devoción codiciosa hacia lo que no es
propio y el disfraz subjetivo para la función de objetivo social del hombre en
sociedad. Es un publicista que no apela a la razón sino a la emoción hipnótica,
presto para impresionar con todo tipo de medios, repitiendo la misma formula
incansablemente, por influencia de la imagen autoritaria, con métodos
emocionalmente irracionales, incrementando su pequeñez y su carencia de poder,
incrementando el sentimiento de insignificancia del votante (aunque lo hacen
aparecer importante), con lemas y énfasis que entumecen sus capacidades
críticas.
Entonces, estos
“líderes subcapacitados” -en vez de acentuar la libertad positiva en amor y
trabajo, con genuina emoción, sensualidad, talento e intelecto, sin renunciar a
independencia e integridad- promueven la renuncia a la libertad, remendando su
yo con el mundo, desuniendo, prolongando la imposibilidad, llevándolo todo a la
libertad negativa, destructiva, neurótica, autómata. Al dejar su independencia,
se fusionan con alguien o algo fuera de ellos para poder adquirir la fuerza de
la cual carecen, substituyendo lo que han perdido, buscando la sumisión que los
domine masoquista y sádicamente, absorbiendo perversamente sentimientos de
inferioridad e insignificancia, con tendencia a devaluarse ellos mismos,
haciéndose débiles e incapaces de dominar las cosas.
Pero el “poder” puede
ser dominación o potencia, y son mutuamente excluyentes. La impotencia, en
todas sus esferas, resulta en una lucha sádica por dominar; y un individuo
potente es capaz de basarse en la libertad y la integridad, sin necesidad de
dominar y sin lujuria por el poder. El poder, en el sentido de dominar, es una
perversión de la potencia, al igual que el sadismo sexual es una perversión del
amor sexual.
En el autoritarismo
existen dos sexos: los poderosos y los que no tienen poder. Los adoradores dan
su amor, admiración y disponibilidad para la sumisión excitados automáticamente
por el poder; y se excitan más cuando y cuanto más desvalidos estén quienes no
tienen poder; y también aman las condiciones que limitan la libertad humana,
así como ser sometidos al destino. El coraje del autoritarismo es el coraje
para sufrir lo que el destino o su “líder” les haya destinado; sufrir sin
quejarse es una muy alta “virtud”; no es el coraje de tratar de acabar con el
sufrimiento, o disminuirlo; no es cambiar el destino sino someterse a él; es
creer en la autoridad fuerte, y su creencia está en las dudas y en intentar
compensarlas. Pero no tiene fe, ninguna confianza segura en lo que exista como
potencialidad; son relativistas y nihilistas, desesperados extremistas.
En la filosofía
autoritaria el concepto de igualdad no existe, ya que está fuera del alcance de
su experiencia emocional. Para el autoritario hay gente con o sin poder,
superiores o inferiores, razón por la cual experimenta dominio o sumisión,
nunca solidaridad; las diferencias son para él sólo signos de superioridad o
inferioridad, luchas sadomasoquistas. Pero hay otra dependencia: la de las
personas cuya vida entera se relaciona a algún poder fuera de ellos mismos.
Las personas que esperan
protección de “él”, que desean que los cuide “él”, y que también lo hacen a
“él” responsable por lo que pueda ser el resultado de sus propias acciones, y
entonces “él” se vuelve nebuloso porque no hay una imagen definitiva que lo una
a ese poder; es sólo un “ayudante mágico”, un dios que otorga cualidades
mágicas, que hace sentir lo que se llama “estar enamorado”, y que se espera ver
en carne y hueso, para dar la impresión de “verdadero amor”. La necesidad del
ayudante mágico puede estudiarse cuando la psicología del analizado se ata
profundamente a “él”, y su vida, acciones, pensamientos y sentimientos busca
complacerlo a “él”, en relaciones que parecen amor con deseos sexuales
incluidos. Se trata de una relación caracterizada por la incapacidad de
expresar las potencialidades propias, donde se espera conseguir todo a través
de “él”, en vez de por acciones propias. (La televisión oficialista ofrece
magníficos ejemplos de esta especie.)
Incapaces de vivir ellos
mismos, pasan a manipularlo a “él”, para no perderlo, conseguir lo que ellos
quieren y hasta para hacerlo responsable por lo que cada cual debería ser
responsable. Y lo usan, bloqueando la espontaneidad, con debilidad,
esclavizándose, rebelándose, creando
nuevos conflictos que se reprimen para no perderlo a “él” pero subrayando un
antagonismo que amenaza constantemente la seguridad de la relación. La
expectativa ilusa cae en la propia esclavitud hacia “él”. El resultado directo
del fracaso se debe al intento de obtener por manipulación de la fuerza mágica
aquello que el individuo sólo puede lograr por su propia actividad.
La destrucción no está
dirigida a alguna simbiosis activa o pasiva, sino a la eliminación de su
objeto, enraizada en lo insoportable de la falta de poder individual y el
aislamiento. Al tratar de destruir el mundo exterior, puedo escapar de mi
insoportable falta de poder individual; si tengo éxito en eliminarlo, puedo
permanecer solo y aislado, pero con un aislamiento espléndido en el que no
podré ser derribado-aplastado por el poder superior que está fuera de mi mismo;
y destruir el mundo es el último intento desesperado por no ser aplastado; el
sadismo tiende a fortalecer al individuo automatizado por la dominación sobre
otros; destrucción por medio de la ausencia de amenaza del mundo exterior.
A ninguno nos
impresiona ya la cantidad de destrucción que encontramos a nuestro alrededor.
Ya casi que no hay nada que no sea utilizado como una racionalización para la
destrucción. Amor, deber, consciencia, patriotismo, entre otros, han sido y
están siendo utilizados como disfraces para destruir; cada instante está a la
espera de una nueva oportunidad destructiva, sin razón, enfermizamente
racionalizadas por los adoradores para que parezcan “realistas”, y lo hacen con
pasión, con el insoportable sentimiento de escapar de la libertad.
Por todo ello, así
resumido, no renunciamos a la integridad individual y no nos abstenemos de
confrontar las amenazas. La mayoría de nosotros somos individuos libres para
pensar, sentir y actuar como queramos, y nos comprometemos para que el
autoritarismo y sus adoradores cesen y regrese la libertad positiva, ya que la
libertad negativa no contiene mayor dignidad. Los hombres nacen iguales pero
son diferentes. Lo único de la individualidad no contradice el principio de la
igualdad, porque todos tenemos el derecho inalienable a la libertad y a la
felicidad, con sentido de solidaridad y no de dominación-sumisión. Sabemos
diferenciar entre autoridad racional y autoridad irracional.
No podemos darnos el
lujo de perder –ni por diferencias ni por abstención- los logros de la
democracia que conquistamos, esa donde el pueblo elige limpiamente a su
gobierno, que es responsable ante el pueblo por medio de leyes respetadas,
donde nadie se muera de hambre, donde la sociedad es responsable por sus
miembros y donde nadie debe tener miedo ni ser lanzado a la sumisión, y tampoco
perder el orgullo por vía del desempleo. Los logros básicos no sólo deben ser
preservados, deben ser fortalecidos y ampliados.
Lo irracional y no planificado en la sociedad
debe ser reemplazado por una economía planificada que represente el planificado
y concertado esfuerzo de la sociedad. Para ello se requiere de la eliminación
del mando secreto de aquellos que, aunque pocos en número, ejercen
irresponsablemente gran poder económico y estancan la fuerza superior de una
sociedad libre. Debemos reemplazar la manipulación de los hombres por una
cooperación activa e inteligente, que pase de la política a la esfera económica
para servir al pueblo.
Alberto Rodriguez Barrera
albrobar@gmail.com
@albrobar
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