Entre las tareas claves que la actividad política
supone, se encuentra la de tomar decisiones que definan los valores culturales
deseables para la sociedad. Existe, pues, un vínculo indisoluble entre el actor
político y los valores culturales, lo cual no solamente supone una fuerte
responsabilidad ética, sino una preparación intelectual acorde a la complejidad
del asunto. Desafío aún mayor en tiempos globales, en los cuales el
aceleramiento de los cambios nos enfrenta a nuevos horizontes y lo valorativo
se vuelve una necesidad para la comunidad en su conjunto.
La globalización, ese tiempo histórico que nos toca
vivir, ha dado un nuevo giro al viejo debate entre valores universales y
relativos. En el campo cultural, se ha virado de su concepción más tradicional
-donde cultura se igualaba a civilización,
se planteaban diferentes grados culturales en los individuos y entre las
sociedades, se proponía un canon universal y se hablaba en términos de cultos e
incultos, alta y baja cultura- al giro que los estudios antropológicos le
dieron al asunto, priorizándose la idea de diversidad y postulando que todas
las culturas tienen el mismo valor.
En esta perspectiva, no existen grados de
valor cultural, en la medida que todo es cultura y todos somos cultos. Aquí los
valores culturales, pues, no son universales sino relativos a cada cultura. La
concepción postmoderna acentuará esta mirada y nos pondrá nuevamente frente a
un dilema de larga data en la historia del pensamiento.
Mario Vargas Llosa, en una exposición titulada
Discurso de la cultura –a la cual, por cierto, se puede acceder a través de la
web- plantea el debilitamiento del concepto de cultura, en la medida de que si
todo es cultura, ya nada lo es, proclamándose abiertamente en contra del
relativismo cultural y sus consecuencias. El valorar, el sopesar, el elegir,
parece haberse convertido en mala palabra, en algo propio de “conservadores” y
“autoritarios” y es, al menos, políticamente incorrecto sostener que
determinados valores culturales son preferibles a otros. La diversidad cultural
parece haber devenido en una incapacidad valorativa y, a partir de esa
situación, la decadencia de los valores culturales se convirtió en un signo de
nuestra época. Se ha impuesto la mirada de que “todo vale lo mismo”, lo cual
-dirá el premio nobel peruano- no ha significado más que decir que “ya nada
vale”.
Por otra parte, la idea de un canon universal
siempre ha supuesto una mirada elitista y la marginación de toda expresión
cultural que no estuviera en sintonía con esa medida de todas las cosas. Y los
juegos de poder parecen emerger allí más claramente, en tanto, en
definitiva, ¿quién establece el canon y
bajo qué legalidad?
El fuerte acento en la diversidad cultural ha
dotado a nuestras sociedades de una mayor riqueza y ha permitido escabullirnos
del autoritarismo de la considerada a sí misma elite cultural.
Ambos posicionamientos llevados a su extremo -ya
sea el autoritarismo cultural del universalismo o el relativismo que ya nada
valora- parecen ser fieles representantes del agotamiento de un momento u otro
del transcurso de los más recientes cambios culturales de nuestra humanidad. En
ese vaivén pendulante de conceptos hegemónicos que suele mostrar la historia,
los cambios culturales de la globalización posmoderna parecen haberse inclinado
fuertemente a favor de un relativismo que ha ido exacerbando su postura y que,
sin embargo, comienza lentamente a generar un movimiento en contrario.
El aporte innegablemente positivo de los estudios
antropológicos en el campo de la cultura, el beneficio conceptual y democrático
de la idea de diversidad cultural, son valores que han llegado para quedarse,
pero que en su propio devenir han instalado el germen de la vieja tradición
universalista de marcar límites valorativos, en tanto comienza a operar
socialmente el reclamo de escapar a las consecuencias de su radicalización.
Aunque Vargas Llosa pueda sonar demasiado
fatalista, no parece estar tan errado en su presunción de que los cambios
culturales de las últimas décadas no han hecho más que debilitar el concepto de
cultura, hasta el punto de casi darle muerte.
¿Estamos frente al “fin de la
cultura”? Ciertamente, no, pero quizás como en ningún otro período de tiempo,
el desafío es enorme, porque la sociedad se ha complejizado como nunca antes y
la diversidad ha aflorado con toda su magnitud -aunque en un movimiento global
que en su contracara tiende también a envasar, caricaturizar y homogeneizar esa
misma heterogeneidad que proclama, alienta y genera- y el valorar, el
discriminar positivamente entre los diversos grados de valores en juego, pasa a
ser la tarea central que tenemos por
delante. Y esta conlleva el regreso a un
ejercicio fundamental para la salud democrática de toda sociedad: el debate
fundado en la capacidad argumentativa, donde la pluralidad de miradas de todos
los actores involucrados se pone en juego dialécticamente y se cristaliza en
tomas de decisiones surgidas a partir de la consagración de los mejores
argumentos. Y con la mirada apuntando al campo ético y a la mejor construcción
posible de un factor que resulta más decisivo que el capital económico en esta
sociedad del conocimiento: el capital cultural.
La labor es compleja, en la medida que se debe
oscilar entre dos procesos por momentos complementarios, por momentos
contradictorios, característicos de la globalización cultural: por un lado, uno
que visualiza los procesos de cambio cultural en los niveles globales, y, por
otro lado, aquel que considera el contexto local de cultura. Se rescatan y se
acentúa la defensa de las identidades culturales autóctonas, a la par que el
movimiento global abre las puertas a la convivencia en un bricolaje de
identidades, a la composición cultural híbrida. No la tienen sencillo quienes
de algún modo están en el primer frente de esta batalla entre los cambios
culturales y los valores.
¿Y quiénes son aquellos que están en ese primer
frente? ¿Qué actores constituyen lo público, son determinantes en la producción
y circulación de los valores culturales y proyectan las posibilidades de
enriquecimiento del capital cultural en una sociedad? Entiendo que existen al menos cinco actores
fundamentales, relacionados y en modo alguno interdependientes: el núcleo
familiar, las instituciones educativas, los medios de comunicación, los
gestores culturales y los actores políticos.
Y en buena medida cualquier proyecto político
inteligente y deseable para el bien común de una sociedad contemporánea, debe
construir sus políticas culturales sobre la base de enfrentarse al desafío
desde una óptica ética que atienda la problemática de manera integral, o sea,
incorporando decididamente a esos otros actores.
Como sea, en tiempos donde el valor supremo de lo
cultural parece estar arraigado en lo divertido, lo simpático, lo espontáneo,
lo fresco, lo efímero e incluso lo decididamente chabacano no será sencillo
apelar a una subjetividad ávida de “consumir” otros “productos” culturales, aquellos cuyas
huellas escapen al mero divertimento de ocasión y, en definitiva, marquen
valores positivos en la comunidad. Pero esto es parte vital, justamente, del
desafío que todo actor político toma al momento de asumir su rol. Hay una larga
tarea de reconstrucción por delante y hacia allí es donde debe orientarse la
tarea.
Se abren en nuestro país, a partir de una nueva
instancia electoral, renovadas posibilidades de abordar una coyuntura que es
adversa en el plano cultural. Los principales problemas que el país está
padeciendo en materia educativa o incluso en materia de seguridad pública,
tienen que ver básicamente con esta cuestión de la desvalorización del capital
cultural, con la debilidad del entramado que conforma el espacio
cultural-ético. Fallará toda política de gestión o proyecto técnico en áreas
como la educación y la seguridad -temas que la ciudadanía ha puesto en el
tapete como su principal preocupación-, sino es abordada desde el concepto
central que es el del fortalecimiento del capital cultural, abordaje que
requiere ir más allá de la mirada meramente economicista o del modismo de la
diversidad carente de valoraciones con que se han sustentado estas políticas en
los últimos años. Una cultura de valores y valores culturales que fortalezcan
la idea de convivencia y bien común es la propuesta que debe encabezar una
política cultural que logre superar las actuales dificultades. Articularla y
ponerla finalmente en juego es el desafío por el que se debe estar trabajando
desde ya y más allá de banderías político partidarias. Desde el aporte de ideas
apostamos a construir junto al otro, porque cualquier otro camino resulta
simplemente inútil y supone la pérdida de oportunidades de mejorar como
sociedad.
Pablo
Romero
pablorg@montevideo.com.uy
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