“Nuestra época que dispara desde la altura de su enorme
petulancia los más despectivos requiebros sobre el siglo XIX, al cual, por lo
menos, suele calificar de estúpido, y sobre el siglo XVIII, al que, a lo sumo,
y haciendo grandes concesiones, acostumbra a llamar, con notable olvido de las
propias miserias, ridículo e incomprensivo, nuestra época tiene bastante que
aprender de aquellos bienintencionados filósofos, que tal vez filosofaban mal,
que acaso eran, es cierto, un poco vanidosos, que iban sin muchas contemplaciones
a lo suyo, pero que en ningún momento dejaron de ser lo que nuestros
intelectuales son cada día menos: verdaderos hombres.
Y claro está que por ser
hombre no ha de entenderse ahora lanzarse todos los minutos a la calle para
acuchillar al prójimo; ser hombre, hombre verdadero, es para el intelectual
tener el valor de decir clara y distintamente lo que él cree ser verdad. Solo
esta enorme e ingenua confianza en la verdad de lo que se dice, prescindiendo
de que esta verdad sea superficial o profunda, utópica o plenamente realizable,
exige que el propósito de "leer la historia en filósofo", en filósofo
que cree en la razón y tiene la buena ventura de proclamarlo, merezca algo más
que la despectiva suficiencia de nuestros complicados y quizá un tanto
resentidos historicistas”. (José Ferrater Mora, Cuatro visiones de la
historia universal pp. 126-7).
Una acotación necesaria…
El individual
interés que tenemos en circundar e insistir, en el marco del análisis siguiendo
algunos temas anteriores, esta entrega se apunta, en la perspectiva (de estudios
clásicos) greco-romano. El problema de Venezuela requiere de
ser divulgado en una indagación política
en el mismo sentido por supuesto guardando la abismal las distancia
orientémonos en el tema, de La República o Las Leyes lo
fueron en el caso de Cicerón. Eran tratados (políticos, jurídicos, filosóficos)
escritos por alguien sumido con severidad en su involucramiento público con la
vida política de su tiempo (de re-publica) y ante cuya vista tuvo
término el colapso de una época (la crisis de la República romana, la dictadura
y muerte de César, el advenimiento del Imperio de Augusto que ya no pudo ver
Cicerón) que, en su despliegue y contenidos, estaba llamada a envolver con su
sombra y por entero a la tradición política occidental. En definitiva: este
rastreo es político en tanto que tiene en perspectiva las grandes
contradicciones; las grandes ambiciones; los grandes dirigentes y los grandes
traidores; las grandes fracturas y las más trágicas decisiones; los hombres más
virtuosos e inteligentes y los más sórdidos y fútiles; los grandes problemas
políticos y los grandes problemas de la política; y en
definitiva: es político en la medida en que tiene a la vista las tradiciones
clásicamente rigurosas de la República romana en las que, según la magistral y
penetrante interpretación de Carlos Marx, se inspiraron los dirigentes de la
Revolución francesa para obtener de ellas los ideales, las formas artísticas y
las ilusiones que necesitaban para “ocultarse a sí mismos el contenido
burguesmente limitado de sus luchas y mantener su pasión a la altura de la gran
tragedia histórica”(El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte).
Pero no se trata
nada más de una selección que imaginamos
de la tradición clásica a título de fuente de inspiración. Se trata sobre todo
de una inclinación metodológica y dialéctica conscientemente asumida que
queremos ejercitar como antídoto ante una muy acusada tendencia de nuestro
tiempo, a saber: la antipolítica y la apolítica. En efecto, una sin duda justificada
repulsión y hartazgo con los políticos y, en general, para con la clase
política, ha desembocado en un muy característico repliegue que en torno de la
sociedad civil y la volkgeistnisacióm (Hegel) de la política que se ha venido
moviendo a lo largo de los últimos años. El oportunismo, la corrupción, la
mediocridad, los errores y la cobardía de tantos y tantos demagogos que saturan
el debate público con sus gestos y sonrisas han franqueado a muchos sectores de
la sociedad (desde el ciudadano común hasta el activista anti-político) a
rechazar en conjunto no ya nada más a los políticos sino a la política misma. Y
es desde este repliegue desde donde se busca encontrar salida a la multitud de
problemas fundamentales del país. Nadie confía ya en los políticos y crece cada
vez más, en ciertos sectores sociales, la creencia de que la “ciudadanización”
de todo (es decir, todas las instituciones del Estado: de los partidos
políticos, del ejército, de las elecciones, de los medios de comunicación, de
la cultura) es como se logrará alcanzar (de la libertad, justicia social, la
emancipación, en fin la democracia plena a con la consecución de las cuales se
compilaran tomos enteros de filosofías de la libertad, de éticas de la
libertad, de políticas de la libertad, de políticas de la igualdad, de
pedagogías de la libertad).
Sin quebranto de
que podamos compartir puntualmente el descrédito y desdén de la mayoría de los
venezolanos siente por tantos y tantos políticos imperceptibles, oportunistas,
incultos e irresolutos); y esto es así porque, desde nuestra perspectiva, la
figura fundamental de la política y de la historia o, para decirlo con Hegel o
García Pelayo, el sistema por excelencia de la historia es el Estado por cuanto
a su estructura, contenido y funcionamiento, es decir, por cuanto a sus
instituciones orgánicamente contempladas. No se trata entonces de que sólo y
exclusivamente desde la sociedad civil o desde la ciudadanía hayan de buscarse
las soluciones. Pero no se trata tampoco de decir que el ciudadano o la sociedad
son innecesarios ante la razón o las razones de Estado, o de que tenga que
desestimar la llamada “participación ciudadana”. La cuestión es que el Estado
mismo está ya subordinado por entero a la sociedad civil (una sociedad civil
cuya anatomía, según el Hegel, no es otro que la economía política). La
dicotomía sociedad civil/Estado es entonces una falsa dicotomía, se trata en
todo caso de instancias o momentos que tienen lugar y se despliegan en la
historia. Dice Antonio Gramsci: “el apoliticismo de los apolíticos fue sólo una
degeneración de la política: negar y combatir al Estado es un hecho político
tanto como intervenir en la actividad histórica general que se unifica en el
parlamento y en las comunas, instituciones populares del Estado”.
No se trata por tanto de “dejar de hacerse los pendejos” y pedir “que se vayan todos” los políticos. Se trata de acertar y definir quién y según qué razonamientos puede ser un político íntegro, un arrojado político, y cuál y según qué cuantificaciones puede ser el mejor y más ejemplar régimen político. Pero la política y el político, en todo caso, son figuras constitutivas y, por tanto, necesarias, de la historia y de la vida en la ciudad. Dice Gramsci nuevamente (estamos citando su artículo. La conquista del Estado, de 1.919): “el genio político se reconoce en esta capacidad de apoderarse del mayor número posible de términos concretos, necesarios y suficientes para fijar un proceso de desarrollo; y en la capacidad de anticipar el futuro próximo y remoto y sobre la línea de esta intuición iniciar la actividad de un Estado, jugar la suerte de un pueblo”.
Y es aquí
entonces donde la figura clásica nos ofrece toda su claridad para apreciar en
su justa escala y proporción al político, al estadista, al hombre prudente, al
ciudadano moderado, a la sociedad ejemplar, al régimen político mejor.
El
problema de Venezuela es así también un examen político en la medida en que
reivindica a la política y en la medida en que quiere
encontrar, ahí donde éste se encuentre, al hombre político leal, al estadista
inflexible, prudente y, por tanto, trágico. A ese hombre o mujer a través de
cuyas acciones políticas nos sea viable encontrar exhibidas probidades
fundamentales (valentía, moderación, sensibilidad, justicia, sobriedad, sabiduría,
gentileza, generosidad, grandeza, arrojo).
Ocurre entonces,
que la configuración afinada del problema de Venezuela cifra en una
escala tonal y constante que querrá ser llevada a registros de solemnidad
trágica semejantes a los de la sinfonía del mundo clásico, como
decía Toynbee. Una vez conseguido ese registro, la figura del Estado y sus
despliegues dialécticos (dialéctica de clases a su interior, dialéctica de
Estados hacia su exterior) se nos podrá aparecer como lo que, desde nuestras
coordenadas, en realidad es, es decir, como el sistema por excelencia de la
historia. Una escala como esta es la misma desde la que un Maquiavelo, un
Hegel, un Marx (el lector de Mommsen) o un Ronald Syme, Jacob Burkhardt
interpretaron a la política; y es la misma desde la que, en nuestro presente,
lo hacen también con penetrante y lúcida sindéresis filosófico-histórica el
profesor Gustavo Bueno (véase su Primer ensayo sobre las categorías de
las “ciencias políticas” o su España frente a Europa).
Por eso en Venezuela en el momento inquiere con insistencia la presencia de un proyecto que recoja el anhelo del grueso de nuestro imaginario, direccionado por un equipo y guía sensato, ya que los estadistas solo que da sobretodo la posibilidad de explicárnoslo, es cuándo ya es un hombre extinto, es decir, que mas de las veces el arrastrar e influencia de sus acciones se manifiestan con toda su firmeza y vigor estructural veinte o treinta o acaso cincuenta años después de su muerte, y es sólo hasta entonces como su figura se nos aparece en su justa escala y magnitud. Esta es la razón por la que, al estar por “encima de su tiempo”, el estadista es casi siempre un hombre rodeado de incomprensión y destinado a una muy singular forma de soledad histórica.
Pedro
R. Garcia M.
pgpgarcia5@gmail.com
@pgpgarcia5
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