jueves, 8 de mayo de 2014

PEDRO R GARCÍA, ¿ES VENEZUELA UNA RE-PÚBLICA?, PUNTO DE QUIEBRE

Nuestra época que  dispara desde la altura de su enorme petulancia los más despectivos requiebros sobre el siglo XIX, al cual, por lo menos, suele calificar de estúpido, y sobre el siglo XVIII, al que, a lo sumo, y haciendo grandes concesiones, acostumbra a llamar, con notable olvido de las propias miserias, ridículo e incomprensivo, nuestra época tiene bastante que aprender de aquellos bienintencionados filósofos, que tal vez filosofaban mal, que acaso eran, es cierto, un poco vanidosos, que iban sin muchas contemplaciones a lo suyo, pero que en ningún momento dejaron de ser lo que nuestros intelectuales son cada día menos: verdaderos hombres. 

Y claro está que por ser hombre no ha de entenderse ahora lanzarse todos los minutos a la calle para acuchillar al prójimo; ser hombre, hombre verdadero, es para el intelectual tener el valor de decir clara y distintamente lo que él cree ser verdad. Solo esta enorme e ingenua confianza en la verdad de lo que se dice, prescindiendo de que esta verdad sea superficial o profunda, utópica o plenamente realizable, exige que el propósito de "leer la historia en filósofo", en filósofo que cree en la razón y tiene la buena ventura de proclamarlo, merezca algo más que la despectiva suficiencia de nuestros complicados y quizá un tanto resentidos historicistas”. (José Ferrater Mora, Cuatro visiones de la historia universal pp. 126-7).

Una acotación necesaria…

El individual interés que tenemos en circundar e insistir, en el marco del análisis siguiendo algunos temas anteriores, esta entrega se apunta, en la perspectiva (de estudios clásicos) greco-romano. El problema de Venezuela requiere de ser divulgado  en una indagación política en el mismo sentido por supuesto guardando la abismal las distancia orientémonos en el tema,  de La República o Las Leyes lo fueron en el caso de Cicerón. Eran tratados (políticos, jurídicos, filosóficos) escritos por alguien sumido con severidad en su involucramiento público con la vida política de su tiempo (de re-publica) y ante cuya vista tuvo término el colapso de una época (la crisis de la República romana, la dictadura y muerte de César, el advenimiento del Imperio de Augusto que ya no pudo ver Cicerón) que, en su despliegue y contenidos, estaba llamada a envolver con su sombra y por entero a la tradición política occidental. En definitiva: este rastreo es político en tanto que tiene en perspectiva las grandes contradicciones; las grandes ambiciones; los grandes dirigentes y los grandes traidores; las grandes fracturas y las más trágicas decisiones; los hombres más virtuosos e inteligentes y los más sórdidos y fútiles; los grandes problemas políticos y los grandes problemas de la política; y en definitiva: es político en la medida en que tiene a la vista las tradiciones clásicamente rigurosas de la República romana en las que, según la magistral y penetrante interpretación de Carlos Marx, se inspiraron los dirigentes de la Revolución francesa para obtener de ellas los ideales, las formas artísticas y las ilusiones que necesitaban para “ocultarse a sí mismos el contenido burguesmente limitado de sus luchas y mantener su pasión a la altura de la gran tragedia histórica”(El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte).
Pero no se trata nada más de una selección  que imaginamos de la tradición clásica a título de fuente de inspiración. Se trata sobre todo de una inclinación metodológica y dialéctica conscientemente asumida que queremos ejercitar como antídoto ante una muy acusada tendencia de nuestro tiempo, a saber: la antipolítica y la apolítica. En efecto, una sin duda justificada repulsión y hartazgo con los políticos y, en general, para con la clase política, ha desembocado en un muy característico repliegue que en torno de la sociedad civil y la volkgeistnisacióm (Hegel) de la política que se ha venido moviendo a lo largo de los últimos años. El oportunismo, la corrupción, la mediocridad, los errores y la cobardía de tantos y tantos demagogos que saturan el debate público con sus gestos y sonrisas han franqueado a muchos sectores de la sociedad (desde el ciudadano común hasta el activista anti-político) a rechazar en conjunto no ya nada más a los políticos sino a la política misma. Y es desde este repliegue desde donde se busca encontrar salida a la multitud de problemas fundamentales del país. Nadie confía ya en los políticos y crece cada vez más, en ciertos sectores sociales, la creencia de que la “ciudadanización” de todo (es decir, todas las instituciones del Estado: de los partidos políticos, del ejército, de las elecciones, de los medios de comunicación, de la cultura) es como se logrará alcanzar (de la libertad, justicia social, la emancipación, en fin la democracia plena a con la consecución de las cuales se compilaran tomos enteros de filosofías de la libertad, de éticas de la libertad, de políticas de la libertad, de políticas de la igualdad, de pedagogías de la libertad).
Sin quebranto de que podamos compartir puntualmente el descrédito y desdén de la mayoría de los venezolanos siente por tantos y tantos políticos imperceptibles, oportunistas, incultos e irresolutos); y esto es así porque, desde nuestra perspectiva, la figura fundamental de la política y de la historia o, para decirlo con Hegel o García Pelayo, el sistema por excelencia de la historia es el Estado por cuanto a su estructura, contenido y funcionamiento, es decir, por cuanto a sus instituciones orgánicamente contempladas. No se trata entonces de que sólo y exclusivamente desde la sociedad civil o desde la ciudadanía hayan de buscarse las soluciones. Pero no se trata tampoco de decir que el ciudadano o la sociedad son innecesarios ante la razón o las razones de Estado, o de que tenga que desestimar la llamada “participación ciudadana”. La cuestión es que el Estado mismo está ya subordinado por entero a la sociedad civil (una sociedad civil cuya anatomía, según el Hegel, no es otro que la economía política). La dicotomía sociedad civil/Estado es entonces una falsa dicotomía, se trata en todo caso de instancias o momentos que tienen lugar y se despliegan en la historia. Dice Antonio Gramsci: “el apoliticismo de los apolíticos fue sólo una degeneración de la política: negar y combatir al Estado es un hecho político tanto como intervenir en la actividad histórica general que se unifica en el parlamento y en las comunas, instituciones populares del Estado”.
No se trata por tanto de “dejar de hacerse los pendejos” y pedir “que se vayan todos” los políticos. Se trata de acertar y definir quién y según qué razonamientos puede ser un político íntegro, un arrojado político, y cuál y según qué cuantificaciones puede ser el mejor y más ejemplar régimen político. Pero la política y el político, en todo caso, son figuras constitutivas y, por tanto, necesarias, de la historia y de la vida en la ciudad. Dice Gramsci nuevamente (estamos citando su artículo. La conquista del Estado, de 1.919): “el genio político se reconoce en esta capacidad de apoderarse del mayor número posible de términos concretos, necesarios y suficientes para fijar un proceso de desarrollo; y en la capacidad de anticipar el futuro próximo y remoto y sobre la línea de esta intuición iniciar la actividad de un Estado, jugar la suerte de un pueblo”.
Y es aquí entonces donde la figura clásica nos ofrece toda su claridad para apreciar en su justa escala y proporción al político, al estadista, al hombre prudente, al ciudadano moderado, a la sociedad ejemplar, al régimen político mejor. 
El problema de Venezuela es así también un examen político en la medida en que reivindica a la política y en la medida en que quiere encontrar, ahí donde éste se encuentre, al hombre político leal, al estadista inflexible, prudente y, por tanto, trágico. A ese hombre o mujer a través de cuyas acciones políticas nos sea viable encontrar exhibidas probidades fundamentales (valentía, moderación, sensibilidad, justicia, sobriedad, sabiduría, gentileza, generosidad, grandeza, arrojo).
Ocurre entonces, que la configuración afinada del problema de Venezuela cifra en una escala tonal y constante que querrá ser llevada a registros de solemnidad trágica semejantes a los de la sinfonía del mundo clásico, como decía Toynbee. Una vez conseguido ese registro, la figura del Estado y sus despliegues dialécticos (dialéctica de clases a su interior, dialéctica de Estados hacia su exterior) se nos podrá aparecer como lo que, desde nuestras coordenadas, en realidad es, es decir, como el sistema por excelencia de la historia. Una escala como esta es la misma desde la que un Maquiavelo, un Hegel, un Marx (el lector de Mommsen) o un Ronald Syme, Jacob Burkhardt interpretaron a la política; y es la misma desde la que, en nuestro presente, lo hacen también con penetrante y lúcida sindéresis filosófico-histórica el profesor Gustavo Bueno (véase su Primer ensayo sobre las categorías de las “ciencias políticas”  o su España frente a Europa).
Por eso en Venezuela en el momento inquiere con insistencia la presencia de un proyecto que recoja el anhelo del grueso de nuestro imaginario, direccionado por un equipo y guía sensato, ya que los estadistas solo que da sobretodo la posibilidad de explicárnoslo, es cuándo ya es un hombre extinto, es decir, que mas de las veces el arrastrar e influencia de sus acciones se manifiestan con toda su firmeza y vigor estructural veinte o treinta o acaso cincuenta años después de su muerte, y es sólo hasta entonces como su figura se nos aparece en su justa escala y magnitud. Esta es la razón por la que, al estar por “encima de su tiempo”, el estadista es casi siempre un hombre rodeado de incomprensión y destinado a una muy singular forma de soledad histórica.
Pedro R. Garcia M.
pgpgarcia5@gmail.com
@pgpgarcia5

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