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jueves, 22 de mayo de 2014

LUIS MARIN, ISRAEL COMO EJEMPLO

La Declaración de Independencia de Israel, de 14 de mayo de 1948,  textualmente ordenaba elegir una Asamblea Constituyente, a más tardar el 1º de octubre, para que redactara la Constitución que habría de ser adoptada por el nuevo Estado.

Esa fecha no pudo cumplirse por los avatares de la guerra de independencia que, como otra singularidad, no se libró contra la potencia colonial, Gran Bretaña, sino contra los vecinos estados árabes que no reconocieron el establecimiento de un Estado Judío en Tierra Santa, que ellos llaman “tierras árabes”.

La Asamblea Constituyente se reunió por fin a principios de 1949 y declaró un período de transición que, en cierto sentido, aún continúa; se autoproclamó Parlamento mediante la ley de la Knesset y en virtud de no acordarse un texto definitivo, optó por dictar leyes básicas o fundamentales que luego, en conjunto, formarían la Constitución.

De manera que Israel no tiene Constitución, formal, escrita, sino ese conjunto de leyes fundamentales que ni se acercan a los armatostes jurídicos tan frecuentes en tierras hispanas; más bien se acercan al sistema británico del “estatute law”, leyes del Parlamento, que acompañan al “common law”, derecho basado en la costumbre.

Venezuela por el contrario ha tenido 26 Constituciones, formales, escritas, incluso una llamada “constitución suiza”, dictada en 1881 por el Ilustre Americano, Guzmán Blanco, de la que  sólo nos queda la sentencia de Pérez Alfonso: “No somos suizos”.

Y este es el quid de la cuestión: los venezolanos somos víctimas del mito constituyente, esa obstinada creencia de que el país puede refundarse sobre nuevas bases y orientarse hacia el desarrollo por el mero conjuro de una nueva constitución, siendo que eso ya lo hemos hecho antes, 26 veces, y aquí podemos palpar los resultados.

Se ha hecho muy popular la frase: “Si sigues haciendo lo mismo que estabas haciendo no puedes esperar un resultado distinto al que estabas obteniendo”; incluso se da como definición de insania mental.

La cuestión no es tener “la mejor constitución del mundo”, sino cumplirla. Y esto también viene desde los orígenes, las Leyes de Indias, de las que se decía que “se acatan; pero no se cumplen”.

En Venezuela se ha desarrollado toda una filosofía sobre en el incumplimiento de la Ley y su correlato, el “formalismo jurídico”, que todo lo arregla dictando leyes que a la postre son artículos de vitrina, para exhibir en público y quedar más o menos bien.

Todo está dicho y escrito: si se quiere ser realmente radical, debemos prescindir de una vez por todas de la Constitución y de su ascendiente atávico, la Constituyente, que no es más que un mito fundacional.

Hoy ostentamos la constitución más prolija del mundo pero el gobierno no la cumple, sólo la usa como camisa de fuerza contra la sociedad civil y el colaboracionismo como excusa para no hacer nada.

Los que tenemos que cambiar somos los venezolanos mismos, porque la constitución ha sido abolida en la práctica, al no dividirse el poder público ni garantizarse los derechos.

Debemos aprender de la sabiduría de Israel, en esto, como en tantas otras cosas.

DIALOGO EN EL MEDIO ORIENTE

Las enésimas conversaciones de paz árabe israelíes pueden ser un ejemplo muy ilustrativo de lo que es una negociación, un diálogo o una tregua política entre episodios de una guerra perpetua.

En teoría la guerra es una herramienta de la política, como cualquier otra, para lograr sus fines. Pero cuando la confrontación se hace permanente (lo cual implica un contrasentido) se invierten los términos y la política se convierte en un instrumento de la guerra, tanto peor si cae en manos de los militares, entes antipolíticos por excelencia.

No se necesitaba ser un profeta para vaticinar los resultados de estas conversaciones o mejor, su falta de resultados, y es que para una simple conversación se exigen algunas condiciones elementales sin las cuales no es posible ninguna comunicación, no digamos ya llegar a acuerdos.

Generalmente se mencionan la igualdad, sinceridad, buena fe, reciprocidad; pero se olvida la que debería ser la condición primera: que el asunto sea negociable, siquiera discutible. Los cultores del diálogo dan por sentado que todo se puede discutir a pesar de comprobarse a diario la falsedad supina de esta suposición. Por principio, nadie negocia su propia existencia.

Por ejemplo, Israel aprueba una Ley de Retorno para los judíos de la diáspora que quieran volver a establecerse en la Tierra Prometida, como su derecho ancestral. En contrapartida, los árabes esgrimen un supuesto “derecho de retorno”, por el que cualquiera que ostente la condición de refugiado o descendiente de refugiado árabe podría acceder al territorio de Israel, sin limitación alguna.

Lo grave de esta pretensión es que de hecho niega el reconocimiento como Hogar Nacional Judío del territorio que fuera del mandato británico sobre palestina y que Israel sea “patrimonio de los judíos”, siendo esto así, resulta evidente que no puede ser territorio árabe, ni puede reclamarse como destino de ningún supuesto derecho de retorno árabe, porque el fundamento de éste sería contradictorio con el primero.

Produce vértigo observar con cuanta ligereza toman representantes de algunas comunidades este problema tan lacerante. En este momento el  parlamento de Galicia habría aprobado una moción de apoyo al supuesto derecho de retorno árabe; aunque no sabemos si ha hecho lo mismo respecto de los judíos expulsados de España desde 1492.

Tampoco sabemos cómo es posible que un parlamento que no tiene competencias para decidir ni siquiera su propia autodeterminación de Madrid, en cambio se considere competente para decidir ahogar a los judíos en el océano demográfico árabe. Desde la fundación del Estado de Israel la población judía ha crecido cinco veces; pero la población árabe dentro del territorio a crecido el doble, diez veces, no digamos afuera.

En lugar de celebrar el aniversario de Israel, conmemoran el “éxodo” árabe; pero si alguien critica esta vergonzosa declaración, lo acusan de “injerencia” en los asuntos internos de la Cámara y repiten todos los infundios acerca del racismo, el apartheid, y otros estribillos del antisemitismo vulgar.

Otra ley fundamental es la de Jerusalén, como capital única e indivisible. Al principio,  Israel no tuvo a Jerusalén como capital y eso no fue óbice para fundar el Estado, que tuvo casi veinte años a Tel Aviv como sede. Solo después de incontables vicisitudes pudo lograr este objetivo histórico en 1967, durante la guerra de los seis días.

Ahora los árabes, como condición sine qua non, no negociable, ni transigible, reclaman a Jerusalén como la capital de su pretendido estado palestino, muy a pesar de que en ninguna historia, crónica, leyenda o tradición aparece Jerusalén como una ciudad árabe y sí en cambio como centro místico universal del judaísmo.

 Lo más increíble es que hasta este punto se han mostrado dispuestos los representantes y la opinión pública israelíes a conceder en aras de una paz cada vez más quimérica, sólo para tropezar con una nueva exigencia árabe más rebuscada y exorbitante que todas las anteriores. Las conversaciones terminan siendo una burla sangrienta.

Por fin los israelitas deciden levantarse de la mesa que, entre otras, patrocina Barack Hussein Obama, con idéntica suerte.

EL PROBLEMA COMO PROBLEM A
Una de las prácticas más perniciosas de los socialistas, como de todas las concepciones cientificistas de la sociedad y la historia, es la pretensión de reducir las cuestiones humanas a “problemas”.

Como punto de partida esto implica determinar los elementos intervinientes, especificar procedimientos de resolución y por último que haya solución; pero salta a la vista que en asuntos humanos, no es posible restringir los elementos intervinientes, sobre todo si las partes pueden cambiarlos caprichosamente, ni hay procedimientos estandarizados, ni una única solución sino varias o incluso es posible que no haya solución.

No extraña que el nacionalsocialismo haya tomado al “problema judío” y deducido una “solución final”, utilizando un esquema completamente científico técnico, como si se tratara de un proceso industrial, de producción en serie.

En la actualidad se tiende a extrapolar esta experiencia para enfocar la situación de Israel con sus hostiles vecinos árabes inventando un “problema palestino”, simplemente para trastocar a las víctimas del holocausto en victimarios, fabricando unos paralelismos tan falsos como escalofriantes.

Primero, con carácter retroactivo se inventó una nacionalidad palestina que no existía, como si fuera un tipo humano distinto a los árabes, aunque no es una etnia, no tiene idioma, religión, ni cultura propios, que son los rasgos distintivos de una nacionalidad.

La cruda verdad es que los portaestandartes de la causa palestina eran egipcios, empezando por Yaser Arafat y fundaron la OLP en 1964 bajo dirección del coronel Gamal Abdel Nasser con el auspicio de la Liga Árabe. El objetivo era cumplir los requisitos impuestos por Moscú para inscribirse en su política de Frentes Populares de Liberación Nacional.

Con esta óptica, quisieron convertir a Israel en una potencia colonial, lo que es absurdo porque Israel surgió precisamente del proceso de descolonización e inicialmente el sionismo fue considerado por la URSS como un movimiento de liberación nacional, anticolonial y no es posible reescribir la historia hacia atrás.

Es supremamente falso que exista una diáspora árabe en el mismo sentido en que existía una diáspora judía, desde la caída del segundo templo en el año 70 de nuestra era; comenzando porque existen 21 estados árabes asociados en la Liga Árabe, mientras que no existía ningún estado judío hasta 1948; pero además no hay persecución, ni nadie se propone exterminar a los árabes, ni existe ninguna ideología que tenga como eje central el antisemitismo árabe palestino.

Sería demasiado arduo revisar todas las difamaciones, falsificaciones, tergiversaciones y exageraciones en que se basa el antisemitismo postmodernista para encubrir la demonización del Estado de Israel bajo una hipócrita solidaridad con “el pueblo palestino”. Baste mencionar que detrás de estas manifestaciones no hay absolutamente nada que favorezca a los árabes  palestinos, pero sí la manifiesta intención de dañar al Estado de Israel y a los judíos en general.

Pongamos por ejemplo el boicot contra instituciones económicas, educativas, culturales y científicas de Israel promovidas desde distintos flancos a veces por personalidades y organizaciones árabes, pero también por otras que no tienen nada que ver con los árabes y cuya única motivación es injuriar, puesto que no benefician a nadie.

Así, una asociación de estudios americana adhiere al boicot por supuestas violaciones a los derechos de profesores y estudiantes árabes en Israel; pero no se detiene ni un segundo a pensar cuál es el tratamiento que reciben los estudiantes y profesores judíos en las universidades árabes, si es que encuentran alguno.

Al cuestionamiento de que hay casos más acuciantes en el mundo que no están motivando ningún boicot, responden que “por algún lado hay que empezar”; pero sabemos que estas sanciones comienzan contra Israel, pero nunca continúan más allá.

Este es el llamado “particularismo” que le atribuyen a los judíos, pero que en realidad es un reflejo de prejuicios antisemitas. Las condiciones que se le exigen a los judíos y los motivos por los que se sanciona a Israel no se le exigen ni generan sanciones contra más nadie, haciendo lo mismo, en circunstancias semejantes.

Los judíos no pueden construir casas en Jerusalén, Judea y Samaria, en el corazón mismo de Israel porque, según sus detractores, incurren en un “delito internacional”; pero nadie puede mencionar ninguna jurisprudencia internacional que abale este supuesto, ni ningún otro ejemplo donde ocurra lo mismo, aunque haya innumerables disputas territoriales en el mundo.

Asimismo se pide que Israel vuelva a la frontera que tenía en 1967 y otros más radicales a la de 1948, de acuerdo con la propuesta de partición de palestina en dos estados, uno judío y otro árabe. Pero olvidan que esta propuesta fue rechazada por los árabes, que prefirieron la solución de la guerra como ultima ratio y una vez que las perdieron, ahora quieren volver a la situación original, como si cinco guerras no hubieran ocurrido.

Lo grave es que si este criterio se tomara en serio y se tratara de convertir en doctrina internacional, entonces, todas las potencias deberían volver a las fronteras que tenían antes de la segunda guerra mundial, por ejemplo, Polonia se desplazaría al este y los rusos deberían devolver Könisberg y dejar de llamarla Kaliningrado.

Pero esto resulta exasperante y su mera relación interminable, en conclusión, se trata de una situación con la que hay que convivir y que evolucionará hacia escenarios impredecibles, como suele ocurrir en la vida humana. Lo único a lo que puede aspirarse es a hacerla más llevadera y con el menor sufrimiento posible.

Si los árabes que viven en Israel se conformaran a hacerlo como en Europa o Estados Unidos, manteniendo su identidad como minoría nacional, pero prescindiendo de la pretensión de destruir el estado nacional que les da abrigo, sería lo mejor; pero quizás se pecaría de ser demasiado optimista.

Pero no más que quien piense que creando el estado árabe número 22 con capital en Jerusalén se va a lograr una paz definitiva o al menos duradera. Ni siquiera los mejor intencionados pacifistas responderían que sí, de dar resultado el plan Obama.

Ni siquiera si la más apocalíptica visión de los ayatolas de “borrar a Israel del mapa” llegara a realizarse, se acabará el antisemitismo y quienes odian a los judíos dejarían de odiarlos.

Y esto no tiene solución, ni siquiera es un problema: es un misterio.

Luis Marín
lumarinre@gmail.com
@lumarinre

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