El
presidente de la República, Juan Manuel Santos, decidió, en mala hora, dividir
a los colombianos en amigos y enemigos de la paz.
Sin
duda, se trata de un recurso de su improductiva campaña por la reelección con
el que busca recuperar la imagen perdida. De esa forma, Santos compromete todo
su capital político en una jugada desesperada (como en las partidas de póker),
apostando al cañazo más difícil: que en La Habana, las Farc le den una ayudita
con la firma de algún texto útil para vender la idea de que la paz está al
alcance de la mano.
Varios y muy delicados son los problemas que se desprenden de este tipo de movidas. Por ejemplo, se pone en la mesa el destino de la sociedad colombiana y no el bolsillo o billetera del presidente cuando éste deposita una confianza total e incondicional en la supuesta buena voluntad de unas guerrillas que no han dado una señal certera y creíble sobre sus intenciones de ponerle fin al conflicto.
Esa
experiencia la sufrimos trágicamente en la campaña electoral de 1998 cuando las
Farc ayudaron al triunfo de Andrés Pastrana y luego cobraron, bien duro, ese
apoyo para abrir un proceso de conversaciones que terminó en fracaso. La
lección es contundente y clarísima. Un presidente o candidato al cargo no puede
hipotecar su continuidad o su triunfo con fuerzas que se encuentran en la
ilegalidad y que han causado tanto daño a la sociedad y al país. Significaría
dar un paso más en la dirección de humillar el Estado.
También
es sumamente grave, y por lo mismo irresponsable, que el jefe del Estado se
rebaje al nivel de los politiqueros ordinarios que apelan a métodos engañosos
para ganar el favor del elector. Santos está en la obligación ética y moral de
explicar, más allá de cuñas simplonas y de mensajes románticos e ilusos sobre
la paz, quiénes son amigos y quiénes enemigos de la paz.
Santos
considera que es el líder del bando de amigos e incluye en él a la guerrilla
fariana sin que ésta de muestras reales de estar de su lado. De manera que, sin
mediar acuerdos ni compromisos de paz ni cese de fuego, las Farc obtienen el
estatus de amigos de la paz mientras continúan matando soldados y destruyendo
la infraestructura nacional. Los enemigos de la paz vienen siendo todos
aquellos que critican los términos de una política de conversaciones de paz
diseñados por un filósofo que no conoce el país. En conclusión, fuerzas
políticas a las que perteneció Santos y políticas como la Seguridad
Democrática, que él hizo suya cuando fue ministro de Defensa y respecto de la
cual se comprometió a darle continuidad en la campaña del 2010, políticos,
intelectuales, empresarios, líderes gremiales, víctimas de las guerrillas, son
los enemigos de la paz.
No
solo es grave que el presidente de todos los colombianos, en su afán por ganar
la reelección y en su desespero por la caída en las encuestas, en vez de
prestarse para el debate programático, de cara a la nación, de frente a los
colombianos, opte por una maniquea división que no tiene lógica, que no es
demostrable, que carece de asidero y de las más elementales pruebas que la
lucha política requiere para hacer inteligible, argumental y sustentable una
decisión.
No
creo que la ciudadanía dispuesta a votar se deje impactar por ese tipo de argucias,
pues no se precisa de pensamiento complejo ni de teorías o especulaciones
filosóficas para entender que los enemigos de la paz no somos los críticos del
entreguismo sino aquellos que se encuentran en La Habana impartiendo órdenes a
sus frentes para cometer actos de terror. Cuando diversos matices de la
institucionalidad afloran, con justas razones, es muy peligroso sembrar cizaña
con ese tipo de dislocaciones.
Uno
entiende que la lucha política tiende a la polaridad y a la simplificación de
los bandos, pero, no se debe olvidar que en democracia, llevar a ese plan las
bases de la institucionalidad, la Constitución y demás ideales y valores de la
sociedad, puede conducir al camino de la disolución o del triunfo de quienes sí
deben ser calificados como enemigos de ellos, como quiera que insisten en la
violencia contra los que estamos del lado de la resolución pacífica de los
conflictos.
CODA:
En nombre del decoro, el diario El Tiempo, silenció la pluma de Fernando
Londoño Hoyos, un opositor enhiesto, franco y claro. Londoño no es un
indecoroso sino un ideólogo, un pensador, un crítico del Régimen que debe ser
respetado porque cumple las condiciones del debate en términos democráticos.
¿Será que continúa la barrida de los “enemigos de la paz”? porque si de decoro
hablamos, al que deberían expulsar de las líneas editoriales de ese diario es a
Gabriel Silva Luján dedicado a insultar, ultrajar e injuriar al expresidente Uribe,
al que sirvió como ministro y embajador. Y si asumimos el decoro como norma
general, más de un columnista no debería tenerse por tal. Los hay difamadores
de oficio, integrantes del pelotón de fusilamiento moral, personajes como
Ramiro Bejarano, Juan Gabriel Vázquez, Esteban Carlos Mejía, Juan Pablo Calvás,
León Valencia, Óscar Collazos, Daniel Samper Ospina y caricaturistas que, a
diferencia del mejor de todos, Osuna, han caricaturizado el oficio haciéndolo
panfletario y militante. En El Tiempo no es nuevo censurar; criticables
decisiones tomó en tiempos pasados contra Klim, Osuna, José Obdulio, en fin, es
como si nos estuvieran recordando que ellos son los “dueños del país”.
Ruben
Dario Acevedo Carmona
rdaceved@unal.edu.co
@darioacevedoc
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