A
Nicolás Maduro le salió muy mal la primera ronda de conversaciones en el
palacio de Miraflores.
No sólo de consignas vive el hombre. Él, su gobierno, y
media Venezuela, por primera vez debieron (o pudieron) escuchar en silencio las
quejas y recriminaciones de una oposición que representa, cuando menos, a la
mitad del país.
El
revolucionario es una criatura voraz y extraña que se alimenta de palabras huecas.
Era muy fácil declamar el discurso ideológico socialista con voz engolada y la
mirada perdida en el espacio, tal vez en busca de pajaritos parlantes o de
rostros milagrosos que aparecen en los muros, mientras se acusa a las víctimas
de ser fascistas, burgueses, o cualquier imbecilidad que le pase por la cabeza
al gobernante.
El oficialismo habló de la revolución en abstracto. La oposición habló de la vida cotidiana. Para los espectadores no dogmáticos el resultado fue obvio: la oposición arrasó.
Es
imposible defenderse de la falta de leche, de la evidencia de que ese pésimo
gobierno ha destruido el aparato productivo, de la inflación, de la huida en
masa de los venezolanos más laboriosos, de las pruebas de la corrupción más
escandalosa que ha sufrido el país, del saqueo perpetrado diariamente por la
menesterosa metrópoli cubana, del hecho terrible que el año pasado fueron
asesinados impunemente 25 000 venezolanos por una delincuencia que aumenta
todos los días.
¿Por
qué Maduro creó esa guarimba antigubernamental en Miraflores? ¿Por qué pagó el
precio de dañar inmensamente la imagen del chavismo y mostrar su propia
debilidad dándole tribuna a la oposición?
Tenía
dos objetivos claros y no los logró. El primero era tratar de calmar las
protestas y sacar a los jóvenes de las calles. El “Movimiento Estudiantil” –la
institución más respetada del país, de acuerdo con la encuesta de Alfredo
Keller—había logrado paralizar a Venezuela y mostrar las imágenes de un régimen
opresivo patrullado por paramilitares y Guardias Nacionales que se comportaban con la crueldad de los
ejércitos de ocupación y ya habían provocado 40 asesinatos.
El
segundo objetivo era reparar su imagen y la del régimen. Las encuestas lo
demostraban: están en caída libre. Ya Maduro va detrás de la oposición por unos
18 puntos. Lo culpan (incluso su propia gente) de haber hundido el proyecto
chavista y de ser responsable del desabastecimiento y de la violencia. Casi
nadie se cree el cuento de que se trata de una conspiración de los comerciantes
y de Estados Unidos. La inmensa mayoría del país (81%) respalda la existencia
de empresas privadas. Dos de cada tres venezolanos tienen la peor opinión del
gobierno cubano.
Ese
fenómeno posee un alto costo político internacional. Ciento noventa y ocho parlamentarios
sudamericanos de diversos países, encabezados por la diputada argentina
Cornelia Schmidt, se personaron ante la Corte Penal Internacional de La Haya
para acusar a Maduro de genocidio, torturas y asesinatos. Eso es muy serio. Puede acabar enrejado, como
Milosevic.
Ser
chavista sale muy caro. Lo comprobó el candidato costarricense José María
Villalta. Esa (justa) acusación lo pulverizó en las urnas. En una encuesta
realizada por Ipsos en Perú se confirmó que el 94% del país rechaza a Maduro y
al chavismo. Eso lo sabe Ollanta Humala, quien hoy pone una distancia prudente
con Caracas. Ni siquiera al popular Lula da Silva le convienen esas amistades
peligrosas. Sólo Rafael Correa, quien padece una notable confusión de valores y
no entiende lo que son la libertad y la democracia (en Miami se empeñó en
defender a la dictadura de los Castro), insiste en su inquebrantable amistad
con Maduro.
La
oposición, como dijo Julio Borges, va a seguir en las calles y, por supuesto,
continuará dialogando con el régimen. ¿Hasta cuando? Hasta que suelten a los
presos políticos, incluidos los alcaldes opositores, restituyan sus derechos a
María Corina Machado y Leopoldo López. Hasta que el régimen renuncie al
tutelaje vergonzoso e incosteable de La Habana, configure un Consejo Nacional
Electoral neutral y le devuelva la independencia al Poder Judicial. Hasta que
el gobierno desista de la deriva comunista y admita que los venezolanos no
quieren “navegar hacia el mar cubano de la felicidad”. En definitiva, hasta que
celebren unas elecciones limpias, con observadores imparciales y se confirme lo
que realmente quiere el pueblo: que se vayan Maduro y sus cómplices.
Carlos
Alberto Montaner
montaner.ca@gmail.com
@CarlosAMontaner
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