La
crisis de Venezuela sorprende a una izquierda desmemoriada, conceptualmente
perdida, desconectada de su propia historia y normativamente a la deriva,
A
mediados de los setenta, buena parte de América Latina estaba bajo regímenes
militares. Según decían, era para combatir a la subversión armada que buscaba
tomar el poder. Para los jerarcas militares no era una guerra fría ni
convencional, donde se ve los colores del enemigo enfrente de uno; esa era una
guerra “sucia”. La estrategia marxista era confundirse con la población civil,
había que operar en la clandestinidad como ellos. Así justificaron la represión
ilegal e indiscriminada. Ocurría generalmente por las noches, para atemorizar a
la población. Estaba a cargo de personas sin uniforme en vehículos sin
identificación, con los que llevaban a los detenidos a centros de reclusión
clandestinos. Allí algunos de ellos eran legalizados y trasladados a prisiones
oficiales. Otros, la mayoría, eran ejecutados. Desaparecían, ya que no se
expedía documentación alguna de su deceso; el terrorismo de estado en acción.
Con
Carter en la presidencia, mientras tanto, comenzó una nueva política exterior:
la promoción de los derechos humanos. Videla y Pinochet lo vieron como una
claudicación de Washington ante el comunismo, pero la izquierda lo vio como una
protección, y comenzó a darse cuenta que esa noción era mucho más que una
formalidad de la democracia burguesa. El gobierno de Carter respaldó a la OEA y
la Comisión Interamericana de Derechos Humanos se enfrentó con convicción a las
acciones ilegales de esos estados represivos. Así fue como se instalaron los
derechos humanos en la agenda progresista de la región. Así se hizo la democratización
de los ochenta.
Los
líderes latinoamericanos de hoy, en los gobiernos y en los organismos
multilaterales, fueron parte de esa historia. Algunos encarcelados, muchos
exiliados, la mayoría con familiares y amigos desaparecidos, y casi todos habiendo
sido víctimas de violación de derechos. ¿Qué pensaran, en su intimidad, sobre
la crisis de Venezuela, especialmente viendo a los paramilitares en
motocicleta, los llamados Tupamaros, tirando a quemarropa por las calles
oscuras de San Cristóbal o Caracas? Todo esto mientras las fuerzas regulares
miraban y las mujeres, llorando a gritos desde sus ventanas, colgaban los
videos que tomaron con sus teléfonos. ¿Qué dirán acerca de los muertos por la
espalda y con tiros a la cabeza, las torturas y vejámenes denunciados, las
detenciones ilegales, la censura y la expulsión de periodistas?
La
crisis de Venezuela será un parte-aguas para toda la región porque sorprende a
una izquierda desmemoriada, conceptualmente perdida, desconectada de su propia
historia y normativamente a la deriva. De ahí las respuestas—o las
no-respuestas—a esta crisis: el silencio, la confusión, el balbuceo sin
sentido, o bien la negación, mecanismo de defensa inconsciente que en este caso
parece ser bien consciente. Dilma y Bachelet, al igual que Mujica (¿qué pensará
sobre los tupamaros?) y también la OEA, han hecho mutis por el foro. Mercosur
tampoco dijo nada, y eso que por muchísimo menos que esto—la destitución
pacífica de Lugo—expulsaron a Paraguay del bloque.
Los
que callan son más lúcidos, en realidad, porque los que hablan suenan como si
fuera una confesión de parte: desconocen cómo funciona una democracia y no les
importa mostrarlo, ignoran qué son los derechos humanos y les tiene sin
cuidado. En Cuba, Granma se refirió a la importancia de Maduro para asegurar el
normal suministro de petróleo—Cuba hace tiempo que cambió el rojo romántico por
el negro realista. Correa—en vísperas de ser derrotado en la elección del
gobierno de la ciudad de Quito—y Morales apoyaron sin demasiado argumento a
Maduro, como era de esperar.
Cristina
Kirchner se lanzó con su acostumbrada verborragia, y aprovechó la cadena
nacional para apoyar fervientemente a Maduro por haber sido “el ganador
legítimo de las últimas elecciones”. Ella no comprende que una victoria
electoral no otorga un cheque en blanco, que la sociedad tiene derecho a
reclamar contra la inseguridad, la inflación, el desabastecimiento y la
censura—como también sucede en Argentina—y que es obligación de un gobierno
resolver esos problemas. Mucho menos entiende que una elección, per se, no
define a un gobierno como democrático. A eso se le debe agregar la manera como
este ejerce el poder, es decir, de acuerdo a preceptos constitucionales que
garantizan y refuerzan derechos ciudadanos. ¿Le habrá dicho alguien que
Salazar, Stroessner y Suharto, entre muchos otros, también llegaron al poder
por el voto? ¿Hay algún libro de historia que los considere democráticos?
Maduro
mismo habló en cadena la noche del viernes. Se refirió a los gobiernos “progresistas,
de izquierda y socialistas que están transformando América Latina, logrando la
unión del continente, defendiendo a los humildes y al ciudadano de a pie”.
También hablo de “mayorías permanentes”, sin embargo, una noción ajena a la
democracia, que se basa en la alternancia, justamente. Y también se quejó de
quienes expresaron preocupación por las violaciones de derechos—Martinelli,
Piñera, Santos, Alan García—por entrometerse en asuntos internos de Venezuela.
Maduro ignora, obviamente, que esa es precisamente la característica de los
derechos humanos y los tratados internacionales que los consagran: la
jurisdicción es universal. Eso fue lo que pasó exactamente con Pinochet en
Londres en 1998, por ejemplo. Un juez español (también en silencio hoy, a propósito)
lo acusó ante un tribunal británico por crímenes de lesa humanidad invocando el
derecho internacional.
La crisis de Venezuela es profunda e incierta hoy, pero viene a descubrir otra crisis, quizás más profunda y aún más incierta de cara al futuro: la de la izquierda latinoamericana, perdida intelectualmente y abrumada por una hipocresía casi inimaginable, una verdadera crisis de identidad. La violencia en Venezuela hoy será parte-aguas porque el legado más perverso que deje lo sufrirá la propia izquierda democrática, el verdadero progresismo que tiene delante de si una titánica tarea: descontaminar y recuperar un lenguaje que les fue robado por el autoritarismo bolivariano y que, en el camino, le vació su significado. Tamaña ironía, considerando que el camarada Maduro se enfrenta todo el tiempo a los fascistas.
schamis@american.edu
@hectorschamis
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