Venezuela
está sufriendo muchas formas de desesperanza. Una de las más peligrosas es, sin
duda, la que nace de la pérdida de confianza en la política y los políticos.
Son muchos los que atribuyen a la política todos los males. De verla con recelo
e indiferencia se ha pasado en muchos casos a excluirla como tema de
conversación y tratarla con rechazo e, incluso, repugnancia.
Suelen
sobrar los argumentos, comenzando por las formas desfiguradas que ella ha
adoptado muchas veces. Pocos vinculan el ejercicio de la política al bien común
y al interés general. Son más los que la equiparan a corrupción, mentira,
demagogia, ambiciones, juego sucio, búsqueda de provecho individual o partidista,
promoción de una cultura del adversario como enemigo y del país como botín.
Estas
deformaciones han hecho, desde luego, mucho mal a la democracia. Han generado
desconfianza en sus instituciones. Han permitido la entrega del poder a los
menos capaces, a los más ambiciosos. Han conducido al cambio de los métodos del
diálogo por los de la imposición, de la búsqueda del bien común por el provecho
personal. El abandono de la política o su desfiguración ha conducido a las
desviaciones de la violencia, el abuso, el caos, la arbitrariedad. La pérdida
de calidad y autoridad en los líderes ha dado lugar a la pérdida de su
credibilidad y legitimidad y, en consecuencia, al debilitamiento de la
gobernabilidad.
Son
estas desviaciones las que han dado impulso a una corriente de antipolítica,
frente a la cual podría argumentarse que la política está en todo, que es
inherente a la vida en sociedad, que su negación solo daría la razón a Arnold
Toynbee cuando decía: “El mayor castigo para quienes no se interesan por la política
es que serán gobernados por personas que sí se interesan”. Sentado el rechazo a
una política convertida en arte de la utilidad, la intriga, la corrupción, el
desafuero, es preciso afirmar que el desprecio y el abandono de la política
producen siempre más males que bienes. “Sembrando antipolítica no cosecharemos
democracia”, ha escrito recientemente Luis Ugalde, y tiene razón.
En
los momentos que vivimos, es importante rescatar el valor y la dignidad de la
política definida por el expresidente checoslovaco Vaclav Havel como: “…Una de
las maneras de buscar y lograr un sentido en la vida; una de las maneras de
proteger y de servir a este sentido; como moral actuante, como servicio a la
verdad, como preocupación por el prójimo, preocupación esencialmente humana,
regulada por criterios humanos”. Vista así, lejos de ser un simple ejercicio
burocrático, la política recupera su dignidad como instrumento para servir,
unificar, dialogar, organizar, construir consensos, progresar como sociedad.
Que
la política sea así depende de los ciudadanos, pero sobre todo de los
políticos. Desde esta perspectiva, el político –el buen político– es
fundamentalmente un servidor de la comunidad, un conductor creíble y honesto,
honrosa posición comparable en la entrega a la mejor visión del sacerdocio.
Pensar así del político es pensar en alguien dotado de coraje, responsabilidad,
pasión, coherencia, honradez, honestidad, vocación de servicio. La función del
buen político requiere visión, profunda convicción ética, sensibilidad, iniciativa,
capacidad para tomar riesgos y responder a los desafíos cambiantes de la
realidad. Del líder político se espera capacidad para representar el proyecto
común y construir acuerdos, autoridad moral para promover los valores éticos y
lograr el compromiso participativo de la sociedad, preparación para enfrentar
la realidad, actitud previsora ante los escenarios de amenazas y oportunidades.
¿Tenemos
derecho de aspirar a políticos honestos, creíbles y capaces? La buena política
a la que aspiramos no se consigue, desde luego, sino con la participación
ciudadana, una participación que no puede reducirse al acto de votar. La mejor
política necesita de un ciudadano interesado, crítico, consciente de su
responsabilidad, dispuesto a exigir pero, sobre todo, a aportar.
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