La Democracia se encuentra en una situación
preocupante en nuestro continente. Después del alborozo que produjo su
restablecimiento en muchos países con la caída de dictaduras oprobiosas y de
transiciones marcadas por el civismo, la amplia movilización ciudadana y
métodos no violentos, nos encontramos ante síntomas que amenazan con derrumbar
y destruir lo que se había edificado con inmenso esfuerzo.
El organismo encargado de hacer prevalecer la
democracia en América, la OEA, sobrevive en medio de una impotencia,
incapacidad y perplejidad nunca vista en su historia. Este organismo ha pasado
a un lugar bastante secundario en el panorama
diplomático de la región. El chavismo y el castrismo, movimientos y
gobiernos de corte dictatorial se han encargado de llevarla al borde de la tumba.
La crisis viene desde el momento en que su anterior secretario general, César
Gaviria, mostró temor ante el deber de denunciar las turbias maniobras
electorales de Hugo Chávez. El actual secretario, el señor Insulza, ha
observado una pasividad exasperante aprovechada por los organismos y políticas impulsadas por el
castro-chavismo: Unasur, Celac, Alba, para lograr la readmisión de Cuba e
inutilizar a la OEA.
La Carta de la OEA que estipula el
acatamiento de la democracia para la formación de los gobiernos fue rota en mil
pedazos por la presión de los estados del socialismo bolivariano del siglo XXI
que lograron echar al suelo ese requisito para que una dictadura, sin cambios
en la dirección esperada, fuera aceptada de nuevo. En las crisis de Honduras y
de Paraguay, la iniciativa corrió de cuenta del castro-chavismo que impuso
vetos y sanciones a los gobiernos de transición.
La muestra más patética de su inoperancia es
su silencio ante los abusos contra la democracia y la libertad cometidos por
presidentes en ejercicio. En Ecuador, Rafael Correa acaba de iniciar su tercer
mandato prevalido de reformas oportunistas de la constitución y de golpes a la
prensa opositora. Ahí ni siquiera hemos escuchado la protesta enérgica de la
Sociedad Interamericana de Prensa. En Nicaragua, Daniel Ortega no tuvo reatos
morales para trampear un cambio de jurisprudencia que le abrió camino a la
reelección indefinida. Evo Morales se apresta a seguir el ejemplo de sus
hermanos albinos. A su vez, Cistina Kirchner en Argentina hace y deshace con la
normatividad democrática y con sus piruetas de corrupción para garantizar el
continuismo de su pobrísima gestión.
El gobierno cubano se mantiene impasible ante
las demandas de su población y de la comunidad internacional para restablecer
la democracia. La longevidad de la dictadura castrista es una mácula para la
humanidad. En la isla además no hay libertades, la crítica silenciada,
perseguida, las actividades de las gentes están sometidas a vigilancia del
poderoso aparato de seguridad, tan solo comparable con la KGB rusa con las SS
nazis y con la Stassi de Alemania Oriental. Pero, quizás, lo más inmoral es la
existencia de una izquierda que se presume democrática y una porción de
intelectuales que en América y Europa todavía se refieren a los Castro como
dignos expositores del altruismo y bastiones de la dignidad del pueblo cubano,
que no se sonrojan por la incoherencia que significa defender la democracia
para otros y no hacer lo mismo para Cuba.
De manera, pues, que cuando teníamos razones
ciertas para considerar cerrado el ciclo de dictaduras propias de la Guerra
Fría, en gracia del derrumbe del Muro de Berlín, del colapso de la Unión
Soviética, del fracaso del experimento comunista, de la conversión de China
maoísta al capitalismo neoliberal y del fin de los gobiernos dictatoriales de
extrema derecha en Latinoamérica, esa primavera que se insinuó promisoria y
redentora, hoy se encuentra en grave peligro. Lo ocurrido en las elecciones
presidenciales en Venezuela el pasado 14 de abril, el robo a ojos vistas del
triunfo de los opositores liderados por Enrique Capriles, es una escalada mayor
de ese proyecto que se propone anular la democracia desde la democracia. Así
procedieron los bolcheviques en la Rusia que derrocó el zarismo a comienzos de
1917, utilizaron la democracia conquistada para después reemplazarla por la
dictadura del proletariado. Así lo hizo Mussolini en Italia al imponer el
fascismo apoyado en las elecciones, y también Hitler que por vías electorales
logró un tercio del Reichstag que le bastó para dar el golpe de gracia e
instaurar su régimen de terror. Los Castro en principio, al abatir la dictadura
de Batista, prometían la realización de elecciones democráticas. Todo era un
subterfugio para deslizar su macabra dictadura.
Los chavistas de Venezuela, según conversaciones
secretas develadas recientemente, parece que están preparando un salto
cualitativo, entiéndase, instaurar la dictadura del proletariado. Ya el
gobernante impostor ordenó armar a los trabajadores para defender “la
revolución”. Entretanto, la OEA se mantiene silente y gobiernos democráticos,
temerosos o cándidos, se hacen los de la vista gorda, creyendo que de esa forma
los tentáculos del proyecto chavo-socialista, no los alcanzará. Y la izquierda
democrática, aún simpatizante y admiradora del castrismo, que sería la más
perjudicada en caso de que este se impusiera en sus países, sigue pensando que
no hay motivo para preocuparse por la suerte de la democracia en el continente
y que Fidel es un hombre ejemplar y que Maduro debe ser reconocido.
Se mantiene en el dogma de que todo lo
sucedido en América Latina fue obra de unos malvados dictadores proyankis y que
los que abrazaron el proyecto castro-comunista fueron víctimas, que ellos nunca
cometieron atrocidades. De ahí la asimetría en su condena a las dictaduras. Las
únicas, según ellos, que merecen rechazo son las de la extrema derecha y por
eso la dificultad para que entre nosotros se cierre definitivamente el capítulo
de la Guerra Fría.
Dario Acevedo
rdaceved@gmail.com
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