¿Por qué unos países son más ricos que otros?
En su libro Por qué fracasan los países (Deusto ediciones, 2012), Daron
Acemoglu y James A. Robinson intentan responder esta pregunta. Aunque el libro
tiene algunas falencias, como una interpretación equivocada de los supuestos
monopolios en EE.UU. a fines del siglo diecinueve, y una confusa insistencia en
la centralización del Estado, si vale la pena rescatar su tesis central.
Los autores explican que la gran diferencia
actual entre naciones pobres y prósperas no se debe a la geografía ni a la
dotación de recursos naturales, tampoco a la cultura autóctona ni aquella
heredada de la colonización o derivada de determinada religión, y tampoco a la
ignorancia o ilustración de sus líderes políticos.
Estas teorías no pueden
explicar las grandes diferencias entre sociedades tan similares en estos
aspectos como lo eran en su momento Corea del Norte y Corea del Sur o Nogales,
Arizona y Nogales, México. Acemoglu y Robinson le atribuyen el fracaso de los
países a las instituciones políticas extractivas, que suelen ir acompañadas de
las instituciones económicas extractivas. La terminología seleccionada por los
autores —instituciones exclusivas o extractivas— es poco clara y nunca queda
específicamente definida en el libro pero podemos deducir en base a sus
numerosos ejemplos a qué se referían.
Como instituciones inclusivas que determinan
el progreso, los autores mencionan con frecuencia algunos elementos. Uno de
estos es la protección de los derechos de propiedad privada. Otro elemento
clave es la “destrucción creativa”, término acuñado por el gran economista
Joseph Schumpeter, quien explicaba que el crecimiento económico y el cambio
tecnológico implican reemplazar lo viejo con lo nuevo. El miedo a la
destrucción creativa, más frecuentemente presente en la forma del
proteccionismo industrial y comercial, es muchas veces un obstáculo al progreso
económico y una especie de institución económica extractiva que permite que
solo una élite goce de los beneficios de la industria y del comercio.
Sin duda el elemento al cual los autores
parecen darle mayor importancia es la vigencia de un Estado de Derecho y con
esto ellos se refieren claramente a la limitación del poder de quienes nos
gobiernan. El ejemplo favorito de los autores de esto es la Revolución Gloriosa
de 1688 en Inglaterra, que “limitó el poder del rey y del ejecutivo, y reasignó
al Parlamento el poder de determinar las instituciones económicas”. Esto sentó
las bases para la Revolución Industrial.
Nótese que los autores explican que sí es
posible generar crecimiento económico y desarrollo bajo instituciones
extractivas, como lo hizo la Unión Soviética o los Mayas e Incas durante algún
tiempo, pero estos no son sostenibles a largo plazo ni “rompen el molde”. Es
decir, no producen instituciones inclusivas con sus inherentes incentivos para
que los ciudadanos sean más productivos e inviertan más.
Uno de los puntos más refrescantes del libro
es que el desarrollo económico no depende de la ilustración de sus líderes
políticos sino de las instituciones políticas y económicas que la sociedad
adopte. Si las instituciones concentran el poder en pocas manos, no importa qué
tantos PhD coleccionen sus líderes, los incentivos estarán alineados para que
la élite política y sus allegados se dediquen a explotar al resto.
Este artículo fue publicado originalmente en
El Universo (Ecuador) el 24 de mayo de 2013.
Gabriela Calderón es editora de ElCato.org, investigadora del Cato Institute y columnista de El Universo (Ecuador).
gcalderon@cato.org
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