miércoles, 29 de mayo de 2013

GABRIELA CALDERÓN DE BURGOS: PAÍSES PRÓSPEROS Y FRACASADOS

¿Por qué unos países son más ricos que otros? En su libro Por qué fracasan los países (Deusto ediciones, 2012), Daron Acemoglu y James A. Robinson intentan responder esta pregunta. Aunque el libro tiene algunas falencias, como una interpretación equivocada de los supuestos monopolios en EE.UU. a fines del siglo diecinueve, y una confusa insistencia en la centralización del Estado, si vale la pena rescatar su tesis central.
Los autores explican que la gran diferencia actual entre naciones pobres y prósperas no se debe a la geografía ni a la dotación de recursos naturales, tampoco a la cultura autóctona ni aquella heredada de la colonización o derivada de determinada religión, y tampoco a la ignorancia o ilustración de sus líderes políticos. 
Estas teorías no pueden explicar las grandes diferencias entre sociedades tan similares en estos aspectos como lo eran en su momento Corea del Norte y Corea del Sur o Nogales, Arizona y Nogales, México. Acemoglu y Robinson le atribuyen el fracaso de los países a las instituciones políticas extractivas, que suelen ir acompañadas de las instituciones económicas extractivas. La terminología seleccionada por los autores —instituciones exclusivas o extractivas— es poco clara y nunca queda específicamente definida en el libro pero podemos deducir en base a sus numerosos ejemplos a qué se referían.
Como instituciones inclusivas que determinan el progreso, los autores mencionan con frecuencia algunos elementos. Uno de estos es la protección de los derechos de propiedad privada. Otro elemento clave es la “destrucción creativa”, término acuñado por el gran economista Joseph Schumpeter, quien explicaba que el crecimiento económico y el cambio tecnológico implican reemplazar lo viejo con lo nuevo. El miedo a la destrucción creativa, más frecuentemente presente en la forma del proteccionismo industrial y comercial, es muchas veces un obstáculo al progreso económico y una especie de institución económica extractiva que permite que solo una élite goce de los beneficios de la industria y del comercio.
Sin duda el elemento al cual los autores parecen darle mayor importancia es la vigencia de un Estado de Derecho y con esto ellos se refieren claramente a la limitación del poder de quienes nos gobiernan. El ejemplo favorito de los autores de esto es la Revolución Gloriosa de 1688 en Inglaterra, que “limitó el poder del rey y del ejecutivo, y reasignó al Parlamento el poder de determinar las instituciones económicas”. Esto sentó las bases para la Revolución Industrial.
Nótese que los autores explican que sí es posible generar crecimiento económico y desarrollo bajo instituciones extractivas, como lo hizo la Unión Soviética o los Mayas e Incas durante algún tiempo, pero estos no son sostenibles a largo plazo ni “rompen el molde”. Es decir, no producen instituciones inclusivas con sus inherentes incentivos para que los ciudadanos sean más productivos e inviertan más.
Uno de los puntos más refrescantes del libro es que el desarrollo económico no depende de la ilustración de sus líderes políticos sino de las instituciones políticas y económicas que la sociedad adopte. Si las instituciones concentran el poder en pocas manos, no importa qué tantos PhD coleccionen sus líderes, los incentivos estarán alineados para que la élite política y sus allegados se dediquen a explotar al resto.
Este artículo fue publicado originalmente en El Universo (Ecuador) el 24 de mayo de 2013.

Gabriela Calderón es editora de ElCato.org, investigadora del Cato Institute y columnista de El Universo (Ecuador).

gcalderon@cato.org

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