“Y sucederá que cuando toquen un sonido prolongado con el cuerno de carnero, y ustedes oigan el sonido de la trompeta, todo el pueblo gritará a gran voz, y la muralla de la ciudad se vendrá abajo. Entonces el pueblo subirá, cada hombre derecho hacia adelante." JOSUÉ, VI
Obviamente: no fue el sonido de las siete trompetas el que derribó las
invencibles murallas de la grande y poderosa ciudad de Jericó.
Puede que haya sido la inspiración y el
ejemplo de los siete sacerdotes. Pero el texto de Joshua es lo suficientemente
explícito como para comprender que las trompetas no derribaron muro alguno:
despertaron por instancias del Creador al pueblo de Israel que cansado de tanto
abuso, tanto escándalo y tanta inmundicia se echó sobre los muros de Jericó,
echando por tierra lo que ya estaba resquebrajado y carcomido, para castigar a
los pecadores y erigir una comunidad que estuviera a la altura de los designios
de Jehová. No fue la primera admonición profética que echó por los suelos la
ignominia de los hombres y restableció la justicia. Para, como también lo
enseña la Biblia, escribir rectamente, así el escribiente se hubiera servido de
líneas torcidas.
Cuando los soviéticos y los aliados
llegaron a las
inmediaciones de Auschwitz y los otros campos de concentración hitlerianos
constataron con propios ojos lo que sabían de oídas y cuyo espanto era tan
colosal, que costaba darle crédito sin pensar que el demonio se había apoderado
del corazón de los hombres: millones y millones de restos todavía humeantes,
montañas de restos de vestiduras, anteojos, prótesis dentales que indicaban que
en esas inmundas barracas habían vivido y sufrido hasta hace nada millones de
judíos, despojos famélicos que apenas podían sostenerse en pie de quienes
aparentaban haber sido hombres. Como que uno de los sobrevivientes, el judío
turinés Primo Levi, escribió sus memorias bajo el insólito nombre Si esto es un
hombre. De lo que llegó a dudar en tales términos, que décadas después, sin
poder soportar el recuerdo de tanta infamia, se echaría escaleras abajo para
morir aplastado a las entradas de la casa en la que viviera toda su vida.
Hay veces en que la verdad es tan espantosa e insoportable, que es
preferible cerrar los ojos y clausurar los oídos haciendo como que no sabemos
nada. Medio país ha sospechado del lodazal, la cloaca, la miseria moral en que
se convirtiera Venezuela bajo el imperio y el azote de la inmundicia social que
reposaba en sus entrañas y asaltara el Poder en una siniestra cruzada de
inmoralidad y desolación desde el 4 de febrero de 1992. Sabíamos que Chávez era un militar de rango
medio, inculto y traicionero, corroído por el rencor y la ambición. Dispuesto a
llegar a los más insólitos extremos para conquistar el Poder, aferrarse a él y
entronizar un régimen totalitario. Una autocracia dictatorial que hiciera
tabula rasa de nuestra bicentenaria institucionalidad republicana. Mediante
todos los instrumentos del Poder y sobre todo con la devastadora arma de la
corrupción facilitada por los fastuosos ingresos petroleros.
A pesar de las evidencias, medio país ha insistido en cerrar los ojos
convirtiéndose en cómplice de la inmundicia. Hasta que tronaron las trompetas
de Jericó echando por tierra los muros de las apariencias de un régimen
putrefacto.
Ya es vox populi que:
1) las confesiones de
Mario Silva no son un montaje;
2) Mario Silva es un agente del G2 cubano;
3)
todo lo allí expuesto es cierto; y
4) nada de todas esas inmundicias era
desconocida.
Como diría Cohelet: nihil novum sub sole. Nada nuevo bajo el sol.
@sangarccs
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