La pretensión moderna de separar los asuntos
del estado con respecto a los de la iglesia y a la política de la religión no
ha dejado de ser conflictiva, y, creo, que está lejos de resolverse tal como lo
pensaron los filósofos de la Ilustración. Numerosos temas han sido resueltos en
los casi dos siglos y medio de entronización de las instituciones republicanas,
de las ideas liberales y de reinado de la razón como herramienta fundamental
del conocimiento. Pero surgen nuevos asuntos en los que ese duelo entre el
mundo tradicional y el moderno, que se sintetiza en la tensión entre el estado
y la(s) iglesia(s), reaparece con inusitada fuerza y vigor.
De
manera que uno puede pensar que el problema radica en la ausencia de
continuidad y persistencia de los defensores de la Modernidad, cuando no de
falta de consecuencia con los principios
e ideales secularizantes. O, inclinarse por otra forma de entender el
conflicto, a saber, que el choque entre el mundo antiguo, en el que predominaba
la fe religiosa como único criterio de verdad y de moral y en el que la iglesia
católica detentaba el poder político como expresión del poder divino, y el
mundo nuevo, el moderno, afincado en bases filosóficas liberales, no se
resuelve en un momento o acontecimiento, por capital que este sea, como la
revolución francesa de 1789, ni en un periodo corto, tampoco como ruptura brusca
como el que se da entre el día y la noche, sino que tal choque se mantiene
vigente. Habría que reconocer, no obstante que las dos potestades no se
encuentran en el mismo estado de cuando se inició el cambio. Hoy la iglesia en
Occidente, ya que en Oriente la cuestión es al revés, está a la defensiva.
No quiero detenerme en este comentario a los
espinosos temas que escandalizan a un sector importante de la sociedad
occidental, como el matrimonio entre homosexuales, la adopción de niños por
parte de parejas homosexuales, el aborto y la eutanasia. Querámoslo o no, por
la dimensión y el significado de las propuestas que se abren espacio en varios
países, no hay consenso ni plena aceptación sobre la institucionalización o
reconocimiento con fuerza de ley de estas iniciativas. En ellas se ponen en
juego concepciones vigentes durante milenios, como que el matrimonio es entre
un hombre y una mujer, que los niños deben pertenecer a una familia protegidos
por un padre masculino y una madre femenina. Que en el aborto y la eutanasia
está en juego el valor de la vida al que nuestra civilización le ha conferido
estatus de bien absoluto y derecho incuestionable.
No todos los argumentos son de orden
religioso o antireligioso. Pero hay algo que nos debe llamar la atención. Tiene
que ver con el hecho de que los impulsores de dichas propuestas están en el
deber de reconocer que en el diseño de las instituciones no se puede atropellar
los sentimientos y creencias de quienes se oponen a esos cambios, a entender
que no todo se puede reducir a calificarlos de tradicionalistas, godos y
reaccionarios.
El pensamiento moderno y liberal predica la tolerancia y es
adverso al fundamentalismo. No renuncia a sus propuestas en las materias
mencionadas, pero busca convencer por la vía del razonamiento y no de la fuerza
ni el chantaje del adjetivo. La democracia moderna está obligada tanto a
conformar el gobierno a partir de la voluntad de las mayorías como a respetar
el punto de vista de las minorías.
Hemos alcanzado a discernir que el estado laico,
regido por leyes elaboradas por los hombres, debe andar por un camino diferente
al que transitan las religiones y las iglesias y a comprender que ello no
supone, como llegó a decir la iglesia católica durante muchos años, que aceptar
el nuevo orden de cosas significaba abjurar de la religión.
Mientras la
política es asunto público la religión es del fuero privado. Suena fácil, pero,
no hay plenitud en esa separación. En muchos campos, temas y vivencias se
cruzan ambas experiencias y producen choque de intereses y creencias. ¿Hasta
dónde llega la una y hasta dónde la otra?
En Colombia sufrimos violencia en razón de
prédicas religiosas antiliberales y de una alianza indebida del catolicismo con
el partido conservador. Hay abundante literatura al respecto.
Después de muchos
años aprendimos, eso creo, a rechazar toda mezcla religión con política, a que
no se debía por parte del clero abusar de la investidura sacerdotal. Pero, una
tendencia ideológica dentro de la iglesia católica, llamada teología de la liberación,
con aceptación de grupos de izquierda de distinto calibre, empezó a mirar con
buenos ojos y a aceptar y defender la intromisión del clero en la actividad
política. El resultado fue la emergencia de una gran sección roja en el aparato
clerical que hizo política por la vía electoral y de las armas. Ahí quedó el
testimonio de Camilo Torres, Domingo Laín, Vicente Mejía y Manuel Pérez.
Como colofón de esta digresión podemos decir
que religión y política siguen entroncados y enredados en el juego de poderes y
de intereses en la moderna sociedad y que su mezcla no deja de ser muy pero muy
peligrosa y que sigue siendo válido el mensaje que invita al clero a cuidar su
grey y salvar almas y a los políticos a gobernar sobre los asuntos mundanos.
rdaceved@gmail.com
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