Las elecciones
presidenciales americanas, que parecían enfrentar a un cansado contra un
despintado en medio de un tedio mortal, por fin se empiezan a calentar.
Obama ya no es
el hombre del momento, como lo fue hace cuatro años. Sufre a estas alturas el
desgaste de sus políticas timoratas. No fue capaz, por ejemplo, de sacar al
país de la crisis económica mediante medidas anticíclicas fuertes, algo ya
imposible de corregir, y se ha vuelto casi un espectador de la seguidilla de
torpezas económicas europeas que le podrían costar caro en noviembre. Su
esperanza es que la Reserva Federal se aplique lo mejor que pueda para que la
economía americana llegue en un estado decente a las elecciones, prospecto muy
dudoso.
Mitt Romney, por su parte, es un niño bonito mormón de 65 años que tuvo
un desempeño aceptable como gobernador de Massachusetts (2003-2007). Antes de
eso fue por años un tiburón de los negocios. Su especialidad eran los famosos
leveraged buyouts, que consisten en comprar al debe compañías llenas de activos
valiosos para luego ganar mucho dinero destazándolas con más o menos cariño y
revendiéndolas completas o por partes. A despecho de su apariencia, Romney no
despierta furores ni pasiones. Hay algo gélido en su profesionalismo de alto
manicure, y los demócratas no han perdido ni un instante en pintarlo como un
multimillonario insensible que casi no paga impuestos y cuya política iría en
contra de la vapuleada clase media.
Así iba la
contienda por la vía de las erosiones tediosas hasta que Romney nombró a Paul
Ryan como candidato a vicepresidente. Este acto audaz, sorprendente y
posiblemente suicida, mete de lleno la campaña en la lucha ideológica. Para los
republicanos, Ryan tiene la virtud de que redefine el campo de batalla y
recluta en masa al Tea Party, para el cual este halcón del neoliberalismo
clásico es un héroe. Su idea es reducir el gobierno a las mínimas proporciones
sin importarle en lo más mínimo si por el camino se lleva de calle a amplias
capas de la población. Intensificar la lucha de clases para que los ricos la
ganen sería una idea exótica en casi cualquier lugar del mundo, pero
aparentemente no en Estados Unidos. Allí más de una vez la derecha ha logrado
que la gente vote por candidatos que le ofrecen aceite de ricino: voy a dejarte
desprotegido cuando seas abuelo, no va a haber seguro de salud para tu prima,
voy a minimizar la inversión en la educación pública que reciben tus hijos,
pero eso es bueno para el país y debes votar por mí.
Simplificando
mucho la compleja sociología del asunto, el dúo republicano representa a los
hombres blancos —que vaya uno a saber por qué son los que les compran la
pócima— contra el resto del país. Las matemáticas, según esto, no darían para
que Romney gane, a menos que una vez más las matemáticas dejen de aplicar en la
política americana.
La campaña
está teniendo su tradicional dosis de suciedad, en medio de una gran
saturación, debida en parte a que la Corte Suprema le quitó el bozal al dinero
en materia electoral, permitiendo a los ricos de todas las orientaciones
intervenir en política con muy pocas restricciones.
Hace unos días
yo hubiera apostado que Romney iba a ganar. No obstante, la inclusión de Ryan
me parece demasiado arriesgada, pues deja a los indecisos y al centro político
en manos de su oponente. ¿Triunfarán aun así los vendedores de aceite de
ricino? Encienda su televisor el 6 de noviembre y lo sabrá.
andreshoyos@elmalpensante.com
@andrewholes
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