En tiempos como estos, de permanente apología
del intervencionismo, de políticos que defienden el estado del bienestar, como
si se tratara de un dogma, algunos parecen olvidar convenientemente ciertas
cuestiones básicas de su supuesta ideología.
Es
que la mayoría de los que sostienen estas teorías por las que el Estado se debe
ocupar de todo cuanto le sea posible, son los mismos que se benefician con los
privilegios que se derivan de la filosofía que dicen patrocinar. Vaya apropiada
coincidencia.
Se
supone que el Estado hace el intento de detraer la menor cantidad de recursos
de los ciudadanos para no quitarles el fruto de su propio esfuerzo. Es por eso
es que el Estado debería ser austero. Pero no es la fotografía que vemos todos
los días, muy por el contrario. Lo que logramos percibir es el desprecio por
esos dineros que al no ser propios, se usan sin desparpajo.
La lista de atropellos para con los
contribuyentes abunda y no son exclusividad de partido político o gobernante
alguno. Paso siempre, solo que ahora algunos son un poco mas burdos que
habitualmente.
Ellos, esos funcionarios y políticos, que
toman decisiones fijando sus propios presupuestos, en todos los poderes del
Estado, establecen una nómina de prerrogativas que exhiben sin disimulo, como
un símbolo del poder.
Vehículos oficiales, que incluyen chofer,
combustible y gastos de funcionamiento y reparación, viáticos generosos para
viajar y trasladarse, estacionamientos reservados para sus automóviles,
teléfonos celulares muy modernos, con consumos ilimitados son parte de ese
escenario.
Parte relevante de esas ventajas, está
representada por la lista de personal contratado que puede reclutar, sin
criterio alguno de selección, más que las que se derivan de las cuestiones
partidarias, de utilidad política o de simple relación familiar.
En eso se gasta los dineros de la gente, lo
que cada uno obtiene con mucho sacrificio. Cuando se dice que el Estado se
queda con algún porcentaje de lo que generan los ciudadanos, cualquiera sea, y
se plantea que resulta desmesurado, rápidamente aparecen los defensores
acérrimos del sistema, diciendo que con eso se sostiene la salud y educación,
se financian obras de infraestructura y se garantiza seguridad y justicia,
entre tantas otras cosas.
Simplista e inexacta imagen, por cierto. Nada
más alejado de la realidad. Más allá de la evidente ineficiencia en el logro de
objetivos de casi cualquier gestión gubernamental, prefieren ignorar dos
fenómenos irrefutables y cotidianos en el relato.
Pretenden convencer de que la corrupción no
es parte significativa de este presente, y que la austeridad no es un asunto
importante.
Después de todo decir lo primero, destacando
la importancia del destino que formalmente tienen asignados esos fondos, les
viene más que bien, los justifica en sus puestos, ingresos y gestión por un
tiempo importante.
Decir lo otro, sería reconocer lo que tienen
celosamente escondido, y aceptar que en realidad el sistema que patrocinan es
caro, indecente y muchas veces corrupto. No es un argumento que pueda realmente
apoyarse sin contratiempos, por eso lo minimizan o niegan.
Pedirle honestidad y austeridad al sistema y
a sus protagonistas es un verdadero contrasentido, una absoluta contradicción.
Nunca será prudente en los gastos, ni trasparente. No es parte de sus reglas
perversas. Por eso nadie que opera en el sector publico muestra cuánto gasta y
mucho menos como gasta. Hacerlo implicaría desnudar sus manejos, y tener que
desmantelar sus privilegios que tanto disfrutan silenciosamente los más y
ampulosamente otros tantos.
Dirán que estas son las reglas del sistema.
Lo extraño es como algunos que reniegan de esas situaciones cuando son simples
ciudadanos, toleran con tanta complacencia y laxitud, lo que antes era
claramente inaceptable.
Sería bueno que nos tomen a los ciudadanos
por imbéciles y les sigan faltando el respeto. Que se admita con inexplicable
paciencia, que algunos se hagan los distraídos por esa impotencia clásica de
las sociedades mansas, no significa que no se perciba y que no moleste e
indigne.
La obscenidad de su dispendioso uso de
recursos públicos, esos que quitan a los ciudadanos via impuestos, no los hace
respetables. Eso también explica el desprecio ciudadano hacia la política.
Para exigir respeto, se debe hacer algo más
que dar grandes discursos, saludar con sombrero ajeno y recitar acerca de la
necesidad de que la sociedad, revalorice la política.
La gente pretende hechos concretos y no
palabras, actitudes visibles y sobre todo admira cierta cuota de coherencia.
Mientras sigan humillando a la inteligencia de la sociedad, creyendo que porque
se calla no lo piensa, estaremos en este mismo lugar, conducidos por gente que
no merece respeto alguno y se gana la sospecha permanente de sus gobernados.
La prudencia en la administración de los
fondos, la sobriedad en el despliegue político cotidiano, el perfil bajo como
estilo de vida, la frugalidad en el ejercicio del poder, no son una mera
opción, sino un requisito para ganarse respetabilidad. En ese intento, para
quienes eligieron la tarea de dedicarse a la política, ser honesto es demasiado
importante y la austeridad es una condición.
albertomedinamendez@gmail.com
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