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martes, 15 de noviembre de 2011

CARLOS SCHULMAISTER: DE LA TRIBU A LA HUMANIDAD, SIEMPRE MATANDO (DESDE ARGENTINA)

Matar al otro implica suicidarse uno. Nos matamos a nosotros en nuestra víctima. Matar no es una afirmación de la vida ni un sentimiento vital como pregonaron algunos en los años sesenta, enfermos del delirio de “La Revolución”.
Pero los síntomas más evidentes y extremos de que una sociedad no funciona, de que no sirve para la vida, están dados por el hecho de la muerte irracional, arbitraria y siempre cruel de los niños.
Estamos acostumbrados a la guerra, la otra gran irracionalidad, en la que mueren los que combaten y los que no combaten, pero cuando las sociedades eliminan a los niños ellas mueren como concepto y como proyecto.
La muerte de los niños es vista como abstracción entre nosotros, en Argentina y en América latina. Es objeto de seminarios, cátedras y proyectos gubernamentales.
“¡Tenga mano, compañero, que eso no sucede entre nosotros! ¡Eso pasa en los continentes negros o amarillos pero acá no! ¡No se olvide que Perón estableció los derechos de la niñez constitucionalmente!”
Claro, no somos negros, ni amarillos, pero tampoco blancos. Y no queremos saberlo ni decirlo, pero queremos parecer. Parecer aquello que se cotiza más.
Pensar los problemas humanos desde la tribu, la etnia, el territorio, la religión o la patria, es lo menos humanista que existe. Por ese camino se aprestan los puños y las armas para cuando llegue la ocasión, de cuyos resultados unos dominarán, otros serán dominados, muchos sufrirán y muchos morirán antes de tiempo.
Nacionalismo, patriotismo y populismo (sintéticamente “patrioterismo”) van siempre juntos, por más maquillajes que se intenten y páginas que se escriban negándolo.
Por eso sólo podremos mejorar nuestra cultura política y nuestro lugar en el mundo  recién cuando ya no asociemos más argentino con sociedad europea de tez blanca ni cuando asociemos América latina con tez morena (boutade literaria de tipo esencialista), sino cuando tengamos en cuenta que la humanidad preexiste a las naciones, que las naciones preexisten a los estados nacionales, que los estados nacionales preexisten a las sociedades actuales.
En suma, que las formas y moldes actuales no vienen de tiempos remotos. Que la humanidad se ha agrupado de distintas maneras, simultánea y sucesivamente, a lo largo del tiempo y el espacio. Que ha recorrido el planeta de muchas maneras, que no existen identidades históricas consideradas como herencias culturales atávicas, milenarias y por lo tanto deterministas. O sea, que nada es para siempre. Que la vida no marcha hacia atrás, sino hacia adelante.
Postular características culturales atávicas con carácter moral es un error, por no decir una mentira, pues no existen identidades únicas y puras sino que, por lo contrario, las identidades son diversas. Y no es que sean impuras sino múltiples y nada está constituido por una serie de caracteres inmutables en el tiempo. Por eso está muy mal que hablemos de argentinos, bolivianos, incluso europeos, como si estuviéramos frente a poseedores de determinadas características espirituales y culturales mediante las cuales pretendemos  atravesar el futuro bajo la supuesta verdad, de que así hemos atravesado millones de años hasta llegar a hoy. ¡Eso no es cierto!
La discriminación proviene de haber nacionalizado el ama a tu prójimo como a ti mismo en lugar de haberlo universalizado. Deriva de haber hecho del amor una religión estatal frente a otras religiones, de haber convertido ese mandato en un principio exclusivo de un pueblo particular, de cada pueblo particular, para acabar amando exclusivamente al nosotros respectivo. Y el mismo error se repite en todos los pueblos.
Si entramos a considerar la interminable lista de objeciones, rechazos, reparos, exclusiones, antipatías, oposiciones declaradas, hasta llegar a los odios ancestrales que en casi todas las sociedades sus miembros reciben como legado de sus mayores y sus antecesores, podemos reconocer que ellas son tremendamente más numerosas que los mandatos de sentido contrario recibidos en esas mismas sociedades.
Es decir, las afirmaciones expresas de carácter positivo, conteniendo sugestiones, preferencias, simpatías, adhesiones, aceptaciones, mandatos e imperativos categóricos de inclusión e integración son muchísimo menos que aquellas antes señaladas.
Pero ésa no es la única diferencia. Más grave aún es que el peso, el poder de incidir en la conciencia y en los actos concretos de las personas, es inmensamente superior en aquellas que se expresan por la negativa.
Vale decir que somos preparados culturalmente mucho más para heredar odios ajenos y ejercerlos que para amar.
De ahí que tantas veces creamos que ir a la guerra a defender la patria es algo que ha de agradar a Dios; lo mismo si tomamos las armas para echar a una dictadura… (“¡Si Jesucristo viviera sería guerrillero!”); o como era tan común en los tiempos de la Gran Inmigración en Argentina y alrededor de las dos Guerras Mundiales, que muchos hombres preclaros, en nombre de profundas convicciones católicas hablaban de impedir la entrada de ciertos inmigrantes porque su presencia atentaba contra el biotipo nacional y contra el ser nacional.
Expresiones todas de diferentes tiempos históricos, replicadas en muchos lugares del mundo, formuladas en nombre del amor inmenso a los nuestros, a los propios, a nuestra tribu, con deseos e invocaciones a la paz y al trabajo… mientras se hacían mitines, marchas, desfiles, se calzaban uniformes, se llevaban garrotes escondidos entre las ropas… y más tarde pistolas… entretanto se escuchaban discursos y arengas, se blandían puños en alto, tanto de manos izquierdas como derechas, y aparecían caras de energúmenos poseídos...
Ciertamente, el pasado no tiene remedio. Pero… ¿y el presente? ¿Y el futuro? Acaso no podemos darnos cuenta de la violencia que está presente en nuestras sociedades actuales? ¡Ya no importa quién supuestamente tiene la culpa o quién empezó primero! La violencia es dialéctica, dicen, y parece que es cierto, pero en criollo todos sabemos que quien a hierro mata a hierro muere.
Matar. ¡Como si fuera un acto de libertad! ¡Cómo si la liberación fuera posible mediante el suicidio!
Y sin embargo, siempre aparecen después las medallas, los museos, los epitafios, las reparaciones”, la supuesta gloria de haber quedado en la memoria de los vivos, sin poder comprender que mientras vamos viviendo ya estamos muriendo, que estamos destinados al olvido, al silencio, a la nada.
Carlos Schulmaister
carlos@schulmaister.com

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