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sábado, 1 de marzo de 2014

GERMÁN CARRERA DAMAS, YO DIALOGO, TU NO DIALOGAS; SOY DEM0CRATA, TU NO LO ERES. 41º MENSAJE HISTÓRICO.

         La frecuencia con que se menciona el término diálogo. Las virtudes que se le atribuyen. Las esperanzas que se cree representa y que ciertamente despierta. Los discursos pro diálogo, tan diversos en sus términos como crudamente contrarios entre sí, y en cuyo favor se invoca la realización del diálogo. Todo pareciera indicar que se trata de un concepto diáfanamente percibido, a la par que de una panacea política recién descubierta. No obstante lo fundado que puedan resultar estos motivos y sentimientos, quizás vengan al caso algunas precisiones, tanto conceptuales como históricas.
        
Advierto, de inmediato, que como producto intelectual que soy  de la hoy asediada democracia venezolana, sólo alguna vez me he sustraído,-más que negado-, a dialogar. Un elemental respeto por mi oficio de historiador, y un absoluto acatamiento del sentido histórico y del ejercicio del espíritu crítico aplicado al estudio y comprensión de la Historia, me han prevenido, por ejemplo, de dialogar con alguno de los monosabios de la oficina del Ministerio del Poder popular para la policía interior, denominada Centro Nacional de Historia, -encargada de minar la conciencia histórica de los venezolanos-, acerca de los méritos del cacique “Guaicaipuró” como defensor de la nacionalidad venezolana. Respecto de ellos, he defendido y defiendo su derecho a decir torpezas; pero igualmente defiendo mi derecho a calificar de tales sus desatinos ideológicos.
         No es nueva para mí la preocupación sobre el significado del concepto de diálogo, puesto que el ejercicio de la docencia activa, la investigación sobre temas y cuestiones sensibles, y la expresión escrita de mi pensamiento, no han sido tibios en propiciar el diálogo  ni en suscitar  polémica.
         Valgan estas advertencias para ayudar a situar críticamente lo que sigue, sobre mi concepto de diálogo y sobre su papel en la historia contemporánea de Venezuela.
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         El diálogo ha sido definido como una discusión o trato en busca de una avenencia. De no ser así, en lugar de diálogo se trataría de una conversación, de una confrontación de puntos de vista o de pareceres; o, pura y simplemente, de una controversia sin trascendencia razonable admisible por las partes que la escenifican.
Por esto los demócratas vivimos el diálogo. Por esto mismo los no demócratas, sean seudo socialistas, sean pura y simplemente militaristas, no practican el diálogo, ni pueden practicarlo sin dejar de ser lo que son.
Así, mientras el demócrata se realiza en el diálogo, porque éste es consubstancial con la práctica de la democracia, tanto el régimen seudo socialista como el militarista  se escudan tras su adoctrinamiento totalitario para apartar de sí todo contagio de diálogo, por considerarlo propicio al fomento de la disidencia. 
El régimen seudo socialista teme al diálogo porque tiene razones históricas para temer toda fisura del totalitarismo, por la cual pueda colarse la disidencia. Del totalitarismo socialista del siglo pasado han sobrevivido los regímenes que se han resistido a toda modalidad de diálogo con sus respectivas sociedades, como lo han hecho las antediluviana dinastías fidelista y norcoreana.
El régimen militar-militarista teme al diálogo porque sus jefes  han sido amaestrados en le relación mando-obediencia; y por lo mismo temen, tanto o más,  que los del régimen  seudo socialista, la disidencia delatora del para ellos detestable prejuicio denominado autonomía de pensamiento.
 Como a esas mentalidades abstrusas no les cabría concebir un diálogo sin que éste fuese portador de la justamente temida disidencia,  ahogan la sola posibilidad de ésta última en el pantano de servidumbre del que nutren su prepotencia.
         En consecuencia, visto el diálogo, en Democracia, como un despliegue de razón regido por el propósito de avenencia, ello supone el ejercicio, en primer lugar, de una voluntad de convenio o de transacción; y en segundo lugar de conformidad  y hasta de grados de unión. Por consiguiente, el que sea viable un genuino diálogo depende de que sean satisfechos los siguientes supuestos básicos:
         La identificación de los dialogantes: tanto en su condición de individuos, de grupos o de partidos, como en su representación, individual o colectiva.
         La igualdad de los dialogantes: fundada en un respeto básico, que pone a un lado las respectivamente reconocidas jerarquía y ubicación institucionales.
         La identificación de las cuestiones sobre las cuales dialogar: lo que requiere una agenda establecida; salvo que se convenga en una fase de agenda abierta, generalmente una vez terminado el diálogo, propiamente dicho, y le siga una conversación, eventualmente propiciatoria de un nuevo diálogo.
         La formulación de objetivos: por considerarse que el sólo enunciado de áreas o cuestiones no felicitará la eventual realización del propósito de avenimiento. Los objetivos deben ser reconocidos por los dialogantes como amplios, evidentes y comunes, aun cuando difieran los procedimientos para lograrlos.
         El acuerdo sobre  la necesidad o la urgencia de tomar medidas: democráticamente concebidas y acordadas de manera transparente, y formuladas en términos precisos y accesibles al entendimiento común.
         Es obvio que el cumplimiento de estos requisitos para el diálogo compromete no sólo la  buena disposición  de las partes, sino también la legitimidad de su respectiva actuación, tanto en la concertación del diálogo como en su realización y producto final; y tal legitimidad sólo puede provenir, en la República, del pleno respeto de la soberanía popular.
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         En Venezuela contemporánea la experiencia del diálogo, así concebido, ha sido parte necesaria y fructífera de la transición desde la República liberal autocrática, en su fase degenerativa: la Dictadura liberal regionalista, hacia la República liberal democrática. Ello es prueba de que la noción de diálogo, -así concebida, lo subrayo-, es consubstancial con la vigencia de la Democracia.
         En un Mensaje histórico sólo es posible mencionar, muy sucintamente, tres ejemplos de diálogo particularmente significativos: uno de diálogo político circunstancial, otro de diálogo político institucional  y otro de diálogo político global.
         Fue un significativo diálogo político circunstancial el realizado entre el último representante de la Dictadura liberal regionalista, el Presidente General Isaías Medina Angarita, y la surgente oposición democrática, representada por el Partido Acción Democrática y su fundador Rómulo Betancourt. El temor compartido de que pudiese retornar al Poder el ex Presidente General Eleazar López Contreras,-apreciado por ambos como retorno al gomecismo, y por la opinión democrática como una acto del denominado continuismo alternativo-,  propició  un diálogo en el cual los enunciados supuestos esenciales fueron resumidos en la procurada instauración de un gobierno civil comprometido a rescatar la soberanía popular, reconociéndola como el único criterio de legitimidad  en la formación, el ejercicio y la finalidad del Poder público. Este diálogo condujo a la candidatura concertada del Dr. Diógenes Escalante a la Presidencia de la República.
         El más trascendental ejemplo de diálogo político institucional retomó los objetivos del  diálogo político circunstancial frustrado. Corrió en el lapso 1946-1948, y consistió en la participación amplia y diversa, en el proceso de formación del Poder público correspondiente a la instauración de la República liberal democrática. Tanto la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente, bajo la conducción de un organismo electoral ampliamente representativo y autónomo, como la ampliación insuperable del universo electoral y el desenvolvimiento mismo de la Asamblea, dieron testimonio de una voluntad de diálogo demostrada por todas las fuerzas civiles.
         El tercer ejemplo, el de diálogo político global, partió de la designación de la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado (COPRE), durante la Presidencia de Jaime Lusinchi, por Decreto de 17 de diciembre de 1984. Integrada con la más diversa pluralidad, sin predominio de corriente alguna, política o ideológica, sus treinta y cinco miembros dimos una altísima demostración de capacidad de diálogo al formular el Proyecto de reforma integral del Estado, orientado hacia la modernización del Estado y la profundización de la Democracia; cuyos primeros logros en el fortalecimiento de la soberanía popular padecen hoy vanos intentos de destrucción de parte de un régimen militar-militarista que reúne lo atávico con lo arcaico y que, por lo mismo, subestima el arraigo de lo históricamente adquirido por las sociedades.
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El reclamo de diálogo, actualmente presente y en forma creciente, se corresponde con nuestra experiencia histórica en el rescate de la soberanía popular, y en la garantía de su plena vigencia. Esta legitimidad histórica le da al reclamo de diálogo el respaldo obligante requerido para que sean respetados los requisitos del diálogo, consubstancial con el ejercicio de la Democracia.
german.carrera.damas@gmail.com

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sábado, 9 de febrero de 2013

GERMÁN CARRERA DAMAS, ¿DÁNDOLE EL TIRO DE GRACIA A LA REPÚBLICA?, 65º MENSAJE HISTÓRICO

         Los patriotas estamos consubstanciados con la República. Desde que éramos escolares primerizos se nos enseñó que el establecimiento de la República fue el objetivo perseguido por quienes lucharon por la independencia. El establecimiento de la República habría de significar el cese del despotismo, como lo proclama “la música que se toca cuando llega el Presidente de la República”…, como dijo cierta vez, en su crónica, un bienaventurado reportero. Pero el hecho es que los venezolanos siempre hemos asociado la República con el ejercicio de la libertad y con la erradicación del despotismo, en cualquiera de sus formas, abiertas o disimuladas.
         Cuando en la escuela se enseñaba Moral y cívica, -es decir antes de que seudo teóricos de la pedagogía impusieran el coctel, más ideológico que científico, denominado Sociales-, tal enseñanza representaba la generalización  de la que los fundadores de la República denominaron Constitución nacional, considerándola materia básica en la formación de los ciudadanos requeridos para la institucionalización de la República. Quienes recibimos esa formación, tildada de arcaica por los renovadores del pensum escolar, aprendimos, que la procurada República tenía rasgos distintivos que vinculaban la formación, el ejercicio y la finalidad del Poder público con el ejercicio de su fuente, única, irrenunciable e intransferible, que es la Soberanía popular; la cual era, a su vez, la concreción, en la decisión política de los ciudadanos, del dios de la República: la Soberanía nacional.
Debía transmitir esta enseñanza el mensaje clave de que la observancia de tal secuencia de principios y procedimientos habría de garantizar el disfrute de la libertad;  a la par de ser el escudo de la sociedad contra el retorno del despotismo con el cual fue identificada, estratégicamente, la primigenia condición colonial. Así lo proclama, a la seis de cada mañana, la letra que acompaña ….”la música que se toca cuando llega el Presidente de la República”…. ¿para anunciar que la República pretende seguir viviendo? ¿Para convocar a los ciudadanos a defenderla?
         Los venezolanos que, bien avenidos con la restauración, en 1814, de la Monarquía por el Comandante ¿popular? José Tomás Boves; -restauración consolidada por la presencia de un ejército expedicionarios ¿ya extranjero? comandado por el General Pablo Morillo-, rompieron la República de Colombia, moderna y liberal, quedando el naciente separatista Estado de Venezuela bajo el que ha devenido eterno tutelaje de los militares.
Comenzó entonces el cuestionamiento, en la práctica autocrática del Poder público, del binomio conformado por la Soberanía nacional y la Soberanía popular; binomio constitucional concebido para ser fundamento de un Estado republicano en el cual ese origen se expresaba en la básica diferenciación entre Estado y Gobierno. Siendo el Estado el resultado de la vigencia  conjugada de principios fundamentales, entre los cuales habrían de sobresalir la seguridad derivada del reinado del Estado de Derecho y la garantía de la libertad por la separación y autonomía de los poderes públicos que habrían de integrar tal Estado.  El Poder legislativo, hoy considerado la expresión genuina,-por nacer del voto directo, universal y secreto-, completa,- por obra de la representación proporcional-, y directa, -por no haber mediación válida entre el mandatario y el mandante,- de la Soberanía popular; y por lo mismo la fuente misma y plena del Poder público traducido en legislación. El Poder Ejecutivo, en funciones de Gobierno, es el encargado electivamente de promover y guardar la vigencia de la Soberanía popular así expresada; y el Poder Judicial, como rama delegada de la Soberanía popular encargada de velar por la salud de la República. A su vez, la salvaguarda de la Soberanía nacional es responsabilidad, competencia y deber del Estado como conjunto.
         Los constituyentes separatistas reunidos en Valencia en 1830 tuvieron que lidiar con el problema de la conexión entre la Soberanía nacional y la Soberanía popular, en el desempeño de la función legislativa. La alta conciencia que se tuvo de la necesidad de consolidar la independencia nacional condujo a la aprobación del artículo 80º constitucional, que consagra, de manera esencial y categórica, el principio de que “Los senadores y representantes tienen este carácter por la nación”…. Ello significaba que cada individuo investido de la Soberanía popular representaba la Nación, -no una porción de ella-, y por lo mismo la Soberanía nacional. No parece que resulte aventurado entender este mandato constitucional no sólo como el propósito de consolidar la Nación, sino también, -y sobre todo-, como el medio más eficaz de prevenir  que el despotismo levante la voz. Este criterio distintivo del Poder legislativo ¿ha dejado de regir la conducta de los representantes más inmediatos y legítimos de la Soberanía popular?
         Pero hay más: la condición de reunir la representación de la Soberanía popular con la de la Soberanía Nacional es un atributo individual, que iguala a los representantes de esa conjunción de soberanías en la hoy rebautizada Asamblea Nacional; entre quienes no cabe otra distinción que diferencias de funciones desempeñadas en el seno del Cuerpo que integran. ¿Cómo, entonces, puede osar quien presida ese Cuerpo amenazar con desconocer la alta representatividad de uno siquiera  de sus iguales? ¿Le autoriza, la función delegada transitoria que ha sido encargado de desempeñar, a reconocer o a desconocer la suprema potestad de representantes de las soberanías Popular y Nacional de que se hayan investido sus iguales?
         Quizás la explicación de este exabrupto radique en dos confusiones y en una arbitrariedad, padecidas por quienes han sido encargados por la Soberanía popular de velar por su vigencia.
Una de esas confusiones, -la más grave-, consiste en enajenarse como parte del Gobierno. 
En una República el Poder Legislativo no gobierna: genera el Poder público y por lo mismo tiene la más alta palabra sobre el mismo;  de allí el que debe ser celoso cumplimiento de su mandato. El hecho de que la directiva del cuerpo legislativo actúe como parte del Gobierno constituye un flagrante desacato de las soberanías Popular y Nacional.
La otra confusión consiste en que el Cuerpo legislativo reconozca en el Presidente de la República al Jefe del Estado. Históricamente puede concluirse que el propósito sociopolítico de la República ha sido precisamente erradicar tal noción, propia de la Monarquía absoluta. No parece razonable pensar que la directiva del Cuerpo representativo de la República pueda incurrir en tal transgresión en el ejercicio del mandato recibido de sus iguales.
Pero llegamos a la arbitrariedad. Su enunciado encabeza este mensaje.
german.carrera.damas@gmail.com

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