“Ha llegado el momento en que la oposición debe jugarse el pellejo en una apuesta esencial y definitiva en una alerta radical contra de la corrupción, la impunidad y la ausencia del Estado de derecho, en dos platos la crisis institucional que nos sofoca. Eso implicara una propuesta doctrinal y programática para transformar a Venezuuela y transformarse a sí misma. El problema es saber si este llamado lo precederá un acuerdo que cohesione al grueso del país y si el “liderazgo democrático alternativo” como se autodenominan tiene el alma que esta tarea exige”.
Ubicando algunas
pistas…
Hay, sembrada en
algunos sectores en el país, la idea de activación constituyentista que
podríamos considerar “premoderna”, una concepción según la cual el soberano es
aquel que, saltando por encima de las leyes del Estado como el viejo Dios lo
hacia por encima de las códigos de la naturaleza para hacer milagros, según
decía Carl Schmitt, responde a una situación histórica inédita, con una
decisión excepcional que, aunque sea extrajurídica, se produce para
salvaguardar el derecho amenazado por esa contingencia extrema (digámoslo
claramente: el fin justifica los medios). La autoridad del soberano se reserva
en exclusiva decidir cuándo la situación es tan excepcional que exige esa
intervención, y también, por supuesto, la de considerar qué medidas hay que
tomar en ella para ejercer esa salvaguarda del derecho. Adolf Hitler, en la
“noche de los cuchillos largos”, hizo caso omiso del “marco constitucional”
Esto lo señala, Carl
Schmitt, lo que hizo Adolf Hitler en 1934, entre otras circunstancias en la
conocida como “noche de los cuchillos largos”, cuando las fuerzas de las SS
asesinaron a todos los miembros de su partido que se oponían a sus planes,
erigiéndose en autoridad judicial suprema del pueblo alemán, es decir, haciendo
caso omiso de las leyes vigentes y del “marco constitucional”. Dejando de lado
las conocidas consecuencias que para Alemania tuvo esta decisión del Führer, si
cabe llamar “premoderna” a esta idea de la soberanía es, ante todo, por razones
jurídicas. Una decisión de este tipo (o sea, al margen de la ley) solo puede
tomarse “en nombre del pueblo” y, por tanto, considerando que el pueblo, en
tanto que soberano prejurídico sobre cuya voluntad se sostiene la Constitución,
tiene “derecho” (derecho natural, se entiende) a suspenderla cuando así lo
aconseje la gravedad de la situación, y a hacerlo a través de su “líder
natural” que, al afirmarse como juez supremo por encima de los tribunales y de
la Asamblea Nacional, tritura la separación de poderes y concentra en su
persona “el ejercicio ilimitado, incompartible y exclusivo del poder público”.
Por el contrario, lo que distingue a la noción moderna de soberanía de esta que
acabamos de evocar, añeja y preñada de iniquidad, es algo que muchos tuvimos el
agrado o desagrado de escucharles decir en el debate constituyente (1999) a
revolucionarios constituyentitas, a compiscuos demócratas defensores de la democracia representativa, a políticos de
oficio del viejo aparato que en una imbecilidad cómplice salieron a renegar su
condición de tales y medrosos huyendo hacia adelante inscribían sus opciones
por iniciativa propia, avergonzados de su militancia en las quebrantadas
divisas en las que alcanzaron prestigio y rentas, y marchitadas producto de su
errática conducción, El Supremo Tribunal por vía de quien ejercía su
representación en un acto de cobardía histórica capitulo y afincados en
asesores eufemísticamente bautizados “constitucionalistas” especialmente corrientes
especialmente del pensamiento español hoy en el poder político. El pueblo (con
todos sus “derechos naturales” a la autodeterminación) precede a la Constitución, y no puede por
tanto suspenderla la voluntad de
caudillos más o menos naturales. Todas las Constituciones democráticas de
nuestros días incluyen alguna legislación a propósito del “estado de
excepción”, pero en ninguna de ellas esta la expresión que designa la total
abolición del derecho y el retorno al estado de naturaleza, que es lo que significa
en su acepción primitiva.
Esto mismo es lo que
el propio Carl Schmitt reconocía en tiempos menos convulsos (1956), cuando
señalaba que, en la modernidad, la soberanía es un atributo del Estado y ni
siquiera merece la pena apellidar “moderno” a este Estado, porque en rigor no
hay ninguna otra institución anterior o exterior que pueda llamarse así
concebido, en palabras de Hobbes, como “imperio de la razón”. En consecuencia,
el concepto moderno de política nace, en la Francia de la segunda mitad del
XVI, para definir el tipo de garantía de la seguridad, la paz y el orden
público que, mediante el derecho y la Constitución, se contrapone a las formas
de dominio eclesiásticas y feudales (llamadas entonces “bárbaras”) que, con el
inestimable apoyo de los teólogos y sus teorías de la “guerra justa” y su
legitimación del asesinato de los monarcas, mantuvieron a Europa en guerra
(entre católicos y protestantes) durante más de 100 años. La soberanía política
remite así (a diferencia de la soberanía “inhumana”) al hecho de que ninguna
autoridad “natural” (o, lo que a menudo es lo mismo, religiosa) puede estar por
encima de aquella la del Estado que no remite a ninguna fundación prepolítica o
suprapolítica, sino al pacto civil idealmente representado como pacto social. Y solo en ese sentido puede hablarse
de soberanía como “ámbito exclusivo de decisión”, es decir, como ámbito del que
resultan excluidas esas otras “autoridades” pre o suprapolíticas que se sienten
de vez en cuando justificadas (en el hoy) por una “misión histórica” para
pisotear, en nombre de esa misión, el derecho al que dicen proteger. De esto es
de lo que se trata en la soberanía moderna, y en ella la legitimidad se
identifica con la legalidad. Como decía espléndidamente Albert Camus, en política
son los medios los que justifican el fin.
Ahora bien, obliga
saber si, al sostener la hipótesis de que el concepto de soberanía ha sido
“superado” por las “profundas mutaciones en la historia de la humanidad”, de
sublevación unos derechos de los que ya disfrutamos desde 1961. Después de
escuchar a diario las lamentaciones por la “falta de liderazgo”, empiezo a
preguntarme si la “soberanía” que se declara en crisis no será la soberanía
política moderna. Porque si así fuera, cosas tales como “el derecho a decidir”,
y a hacerlo al margen del “marco constitucional” y en nombre de las
“aspiraciones de una salida”, como las cornetas de la soberanía antigua, aunque
estas lleven ahora puesta la sordina
posmoderna de las “defensa de la democracias” en “sociedades complejas”.
Y todo ello resulta
todavía más preocupante si tenemos en cuenta que, según el grueso de teóricos
concluyen, que todavía no hemos inventado nada con lo que sustituir el Estado
de derecho, que ya a Carl Schmitt le parecía en la década de 1920 una momia
peligrosa y totalmente pasada de moda. Porque la idea de algunos sectores en el país de abandonar
un navío, aunque esté seriamente averiado, antes de tener otro medianamente
seguro al que subirnos, simplemente para lanzarnos a las aguas turbulentas de
una aventura sin límites ni marco jurídico, solo resulta atractiva para los
aventureros del pretorianismo, apasionados del estado de la excepción.
Pedro R. Garcia M.
pedrorafaelgarciamolina@yahoo.com
@pgpgarcia5
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