El sentido común con el que han votado los
escoceses por permanecer en Reino Unido debería servir para contrarrestar esa
movilización irracional que quiere desandar la historia
Me pasé casi toda la noche entre el 18 y el
19 de septiembre prendido del televisor y, raspando las seis de la mañana,
cuando la BBC pronosticó que el no a la independencia ganaría el referéndum por
más del 10% de los votos, me puse de pie y, en la soledad de mi escritorio,
lancé tres estentóreos hurras por Escocia.
Viví muchos años en Gran Bretaña, que me
sigue pareciendo el país más civilizado y democrático del mundo, y estaba
convencido de que la desaparición de esa nación de cuatro naciones que es el
Reino Unido hubiera sido una catástrofe no sólo para Inglaterra y para Escocia,
sino para Europa, donde aquella secesión hubiera alentado los movimientos
separatistas e independentistas que pululan por toda la geografía europea —en
España, Italia, Bélgica, Francia, Polonia, Letonia y varios más— y que, de
prevalecer, darían un golpe de muerte a la Unión Europea y retrocederían al
continente que inventó los derechos humanos, la democracia y la libertad a la
prehistoria de las tribus, las fronteras y el ensimismamiento cultural. La
sensatez con que han votado los escoceses en este referéndum debería servir
para contrarrestar en algo esa movilización irracional que, en el siglo de la
globalización y la lenta desaparición de las fronteras, se empeña en desandar
la historia y enjaular a los ciudadanos en prisiones artificialmente fabricadas
por el victimismo, la falsificación histórica, la demagogia y el fanatismo
ideológico.
Se pensaba que, como en esta consulta votaban
por primera vez los jóvenes de 16 años, y los adolescentes suelen ser proclives
a la novedad y la aventura, el independentismo atraería mucho voto juvenil. No
ha sido así; los sondeos son bastante explícitos: en casi todas las edades la
inclinación por una y otra opción ha sido muy semejante, lo que significa que
el realismo y su contrario —la sensatez y la insensatez— están parejamente
repartidos en el mundo de los filósofos que trajeron la Ilustración a la tierra
de Shakespeare. La voluntaria integración de Escocia en Gran Bretaña hace más
de tres siglos no la ha privado de fuego creativo propio —intelectual y
artístico— y su contribución en este campo a la cultura de lengua inglesa ha
sido enorme. Y sin duda lo será más todavía ahora que, como resultado de esta
confrontación electoral, gane mayor autonomía y manejo de sus propios recursos
(aunque, digamos de paso, lejos todavía de los que disponen en España las
regiones y culturas locales).
He estado varias veces en Escocia, pero la
que recuerdo con mayor gratitud y nostalgia fue la del año 1985, cuando recibí
la más original invitación que pueda recibir un escritor. El Scottish Arts
Council me proponía un fellowship, creado en homenaje a Neil M. Gunn, que me
obligaba a dar dos charlas, una en Glasgow y otra en Edimburgo, y algunas
entrevistas. Pero luego, el mes siguiente, me alquilaron un coche y me dejaron
solo por cuatro semanas, vagabundeando por las tierras altas (Highlands), islas
y aldeas pesqueras, bosques, castillos, albergues que parecían fuera del tiempo
y de la historia, encajados en la literatura y la fantasía más febril, un mes
que me pasé leyendo las novelas del simpático Neil M. Gunn, como The Silver Darlings
y The Silver Bough, que me recordaban mucho la literatura regionalista
latinoamericana, en la que el paisaje estaba a veces más vivo que los seres
humanos y cuyas páginas transpiraban una pasión ardiente por las costumbres y
ritos ancestrales.
Mi memoria conserva muy fresca esa
maravillosa experiencia, sobre todo las pensiones familiares a la orilla de los
lagos o en el fondo de los bosques, y sus desayunos opíparos con pescaditos
frescos, panes recién horneados y mermeladas hechas por la dueña de la casa.
Era octubre, el otoño doraba los árboles y las hierbas de las despobladas
planicies, y, como al anochecer comenzaba a hacer frío, la matrona de uno de
esos albergues me entregó con la llave de la habitación una botella de agua
hirviendo para calentar la cama. Nunca había sido muy afecto a los pubs
londinenses, pero en esa excursión por la Escocia profunda visité muchos, por
la fantástica atmósfera que reinaba en ellos y sus parroquianos que parecían
escapados de novelas góticas y que, sentados junto a chisporroteantes
chimeneas, fumaban en pipas de mar y se emborrachaban con cerveza ácida o
whisky tibio y cantaban canciones en un inglés que parecía (o era) gaélico.
En casi todas las edades la inclinación por
una y otra opción ha sido muy semejante
En ese viaje pude visitar, en Edimburgo, la
casa natal de Robert Louis Stevenson. Era una casa privada, no un museo, pero
la dueña, una señora muy literaria y muy amable, me la mostró acompañada de mil
anécdotas, me invitó a una tacita de té con galletitas y, al despedirnos, me
puso en la mano un regalo que resultó nada menos que una edición antigua de las
poesías completas de Stevenson.
Tuve menos suerte con Adam Smith. Yo quería
llevar unas flores a su tumba y la oficina de turismo, en Edimburgo, me aseguró
que estaba enterrado en Greyfriars Kirkyard, cementerio en el que reposan toda
clase de personalidades eminentes, además de Bobby, un perro famosísimo porque,
al parecer, no se apartó ni un solo día, durante 14 años, de la tumba de su
dueño. Me pasé toda una mañana buscando la lápida de Adam Smith, y, por
supuesto, nunca la encontré, porque los huesos del ilustre pensador (a quien
hubiera horrorizado imaginar que la posteridad lo llamaría un “economista”)
reposan en realidad en el cementerio de Canongate, junto a la iglesita de la
entrada.
El 'sí' habría dado un golpe de muerte a Gran
Bretaña y atizado otras expectativas nacionalistas
Viajé también a Kirkcaldy, donde Adam Smith
nació y donde, a lo largo de siete años, junto a su madre, escribió Una investigación
sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones (1776), un período
que recordaría luego como el más feliz de su vida. El trencito que me llevó de
Edimburgo a Kirkcaldy serpenteaba a orillas de un mar bravo, pero hacía sol y
cuando llegué a su ciudad natal no parecía otoño sino un alegre y luminoso día
de verano. Smith era un solterón muy distraído, propenso a ensimismarse, y,
alguna vez, una diligencia tuvo que recogerlo en medio del camino porque,
absorbido por sus especulaciones intelectuales, se había ido alejando
insensiblemente varias millas de la ciudad. Esta visita fue más bien
decepcionante, porque la casa de Adam Smith había desaparecido hacía tiempo y
sólo quedaba de ella un pedazo de pared con una inscripción alusiva. Y en el museo
de Kirkcaldy —hasta donde recuerdo— sólo encontré del más ilustre nativo de
esta ciudad una pipa, una pluma de ganso, unas gafas y un tintero.
Varias veces he vuelto a Escocia desde
entonces, al Festival de Edimburgo, por ejemplo, a ver teatro o a hacer
lecturas, y a su bella universidad, donde conocí a un gran hispanista, escocés
y pelirrojo, con el que hablamos de Tirant lo Blanc, y que, en el curso de una
cena, me hizo esta confesión extraordinaria: “Cada vez que explico a Góngora,
me pongo cachondo”.
En esta larga noche del referéndum, estos y
otros recuerdos se han actualizado en mi memoria, acompañados de un sentimiento
de congratulación. Si, seducidos por la simpatía innegable y los argumentos en
apariencia inofensivos de Alex Salmond, el ministro principal de Escocia y
paladín de la independencia, los escoceses hubieran votado por el sí, hubieran
precipitado una crisis de tremendas consecuencias. Habrían dado un golpe de
muerte a Gran Bretaña, reduciendo en poderío e influencia internacional a uno
de los países más firmemente comprometidos con la causa de la libertad en el
mundo, y atizado de manera decisiva las expectativas soberanistas de galeses y
norirlandeses, además, por supuesto, de dar impulso y aliento a quienes, en
Cataluña, en el País Vasco, en Flandes, en la fantasiosa Padania, en Córcega,
etcétera, aspiran a ser cabezas de ratón y, queriéndolo o no, acabarían con la
construcción de la Unión Europea y regresarían a ésta a su pasado fragmentario
de rencillas, enconos y guerras sanguinarias. Nada de esto ha sucedido y por
eso esta mañana un gran suspiro de alivio ha levantado el ánimo, en todo Europa
y buena parte del mundo, a los amantes de la libertad.
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