Una
de las porciones de las Sagradas Escrituras que más me ha impactado a lo largo
de mi vida es la de Isaías 9:6 donde se expresan los diferentes calificativos
del mesías.
Todos describen la grandeza y magnificencia de Dios: Admirable,
Consejero, Dios fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz. En particular me llena
profundamente pensar en Jesús como el Príncipe de Paz; creo que nos muestra ese
lado profundamente humano del Cristo que caminó las calles de Galilea, que
estuvo en contacto con el hombre en sus más profundas angustias, como la del
padre impotente ante un hijo atormentado; la de la mujer sin fuerzas por el
flujo de sangre; la de la oscuridad de los ojos de Bartimeo; como la de aquella
mujer a quien no le importaba recibir aunque fueran las migajas que caen de la
mesa; como la de la mujer adúltera a punto de ser apedreada; como la del hombre
cuya hija yacía postrada por la fiebre.
Todos
de una u otra manera hemos vivido momentos de angustia. En algunas ocasiones
hemos sentido un temor que nos oprime el pecho, sin entender su causa; en otros
momentos hemos sido sorprendidos por eventos o situaciones que nos han hecho
sentir como atrapados en un hoyo sin salida. La ansiedad ha inundado nuestros
pensamientos, la turbación y la congoja nos oprimen de tal manera el corazón
que no sabemos si el dolor es una emoción, o si nos está dando un infarto.
Hacemos una inhalación profunda tratando de alcanzar el aire, la sangre
pareciera hervir mientras recorre todo nuestro cuerpo en el intrincado sistema
circulatorio, nuestras manos tiemblan, sudan, pierden su calor; los labios se
secan, la garganta se ahoga en un grito de silencio.
Por
un instante estoy absolutamente sola, nadie me acompaña, nadie me recuerda,
nadie me ama. ¡Dios me ha abandonado! Entonces las palabras de la Biblia
retumban en mi mente: _ ¡Príncipe de Paz! Desde lo más profundo de mi corazón,
allí en medio de la angustia de ese hueco oscuro, mi alma se aferra a El; lo
llamo con desesperación, el alma me llora, las lágrimas recorren profusamente
mi rostro, no hay nadie para enjugarlas, una inmensa soledad me hace sentir
desolada. Sin embargo, mi mente persevera en El, todo este dolor es verdad;
pero Jesucristo es la verdad más grande de mi vida. Pienso en su cruz, en su
dolor, en su entrega y tengo la certeza de que El ya vivió esta angustia, que la
venció con su muerte, que la dejó aplastada para siempre con su resurrección.
Tantas
mentiras levantadas a lo largo de la historia de la humanidad: estamos solos,
somos producto del azar, nos movemos en un mundo que no tiene salvación, la
vida no vale la pena, no hay eternidad, Dios nos ha abandonado. Todas golpean
mi mente como gritos de terror; pero por sobre todo ese ruido su voz me dice:
Yo soy el Príncipe de Paz. Entonces, elevo mis ojos y se encuentran con su
tierna mirada; allí está El, victorioso, apacible, seguro, como el Príncipe de
Paz. Me toca con su amor y cambia mi tristeza por óleo de gozo, mi espíritu
angustiado por manto de alegría. No es una algarabía, no es una fiesta de
colores, es un sentimiento sosegado que me llena plenamente. Ahora, tengo la
certeza de que no hay hueco más oscuro que su luz no pueda iluminar, no hay
dolor más intenso que su amor no pueda sanar, no hay angustia más profunda que
su paz no pueda calmar.
“Aunque
ande en valle de sombre de muerte, no temeré mal alguno porque tu estarás
conmigo”. Salmo 23:4
Rosalía
Moros de Borregales
rosymoros@gmail.com
http://familiaconformealcorazondedios.blogspot.com
@RosaliaMorosB
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