Es como vivir un sueño absurdo, una pesadilla
sin sentido de esas en que, cuando hablas, dices lo contrario de lo que querías
expresar, donde todos los nombres de las cosas están cambiados y la gente hace
lo contrario de lo que verdaderamente intenta. El gobierno de Chávez ya venía
practicando esa ruptura con la racionalidad, su insistencia en que la suya era
una revolución pacífica, pero armada, que todo lo que hace lo hace por amor,
que su gobierno es humanista, cuando la verdad, en la calle, era otra muy
distinta.
La historia está llena de estas situaciones
que sólo son estrategias de los gobiernos totalitarios para dominar a sus
poblaciones, desestabilizando su proceso racional de pensamiento para crear
cortocircuitos, confusión e imposibilitar la comunicación, dejar al colectivo
en indefensión ante las acciones violentas y las mentiras del régimen; es parte
de lo que se conoce como guerra psicológica, sumir al enemigo en caos mental,
de modo que no tenga defensa contra lo que se dice y hace.
Chávez actuaba destruyendo la propiedad
privada, atacando a la familia como unidad básica de la cohesión social, a la
iglesia como institución fundamental, a las empresas como motores productivos,
y al comercio como forma de intercambio de bienes, siempre con la Constitución
en la mano, diciéndonos en sus cadenas infinitas que las invasiones, los cierres
de empresas, los robos de haciendas, eso era lo que decía la ley, cuando la
verdad era todo lo contrario.
Negaba la existencia de los presos políticos,
de la censura impuesta a los medios de comunicación, decía que en el país había
libertad absoluta de expresión, “exceso de libertades” llegó afirmar en una
ocasión, mientras todo el aparato estatal se dedicaba a encarcelar disidentes,
cerrar empresas, perseguir periodistas, aprobar leyes restrictivas de la
libertad.
Mientras desplegaba actos patrióticos, aprovechando
las fechas históricas, realizando grandes desfiles militares, donde se
destacaba la gesta heroica de nuestros libertadores, la escuela militar y los
cuarteles se convertían en centro de ideologización cubana, para inducir el
comunismo en las mentes de nuestros soldados y preparar la entrega del país al
enemigo extranjero.
La libertad de la información y la libre
expresión fueron objetivos estratégicos de guerra para el régimen chavista,
había que acabar con las fuentes de información libres e independientes, que
continuamente objetaban al gobierno y la realidad que quería imponer, no se
podía permitir que el Presidente dijera que era de día y los medios replicaran
que era de noche, que Chávez remachara, una y otra vez, que éramos la economía
más pujante del hemisferio, con oportunidad a convertirnos en potencia mundial,
y que los medios reflejaran cómo habíamos retrocedido en productividad y
calidad de vida.
El gobierno chavista se ha definido por su irresponsabilidad ante las fallas de su propia gestión, principalmente por la falta de inversión en las estructuras básicas de servicio del país, vialidad, agua, luz, viviendas, agricultura y por la gran ineficiencia en la administración del estado. Como es usual en los gobiernos comunistas, la culpa siempre se endosa a otros; en el caso del suministro de la luz eléctrica, es notable como la propaganda, por demás absurda, ha querido tapar las interrupciones del servicio eléctrico con excusas tan insólitas que daban ganas de reír.
Toda aquella estrategia propagandística sobre
un país libre de analfabetismo se les cayó al poco tiempo, porque la realidad
contrastaba, de manera rotunda, con la mentira gubernamental; igual sucedió con
los “éxitos” de la Misión Barrio Adentro y el nuevo sistema de salud que querían
imponer; pasó también con el modelo educativo, con las nuevas universidades,
todo, todo lo que hacía el gobierno era mentira, actos de propaganda, que
involucraban una puesta en escena costosa, multitudinaria y transmitida
diariamente en cadena nacional.
Una cosa era lo que el gobierno decía y
presentaba, y otra lo que la gente constataba en la realidad; pero lo peor
estaba por ocurrir y fue la manera como se manejó el tema de la salud del
presidente, una vez que se conoció, a pesar de la negaciones reiteradas del
mismo Chávez, su condición de enfermo terminal.
Esta situación, por demás macabra, se ligó con unas elecciones donde el
candidato-presidente insistía públicamente en que jamás se había sentido mejor,
engañando descaradamente al pueblo para continuar en el poder.
Su posterior tratamiento y muerte en Cuba
fueron sujetos de una de las campañas de desinformación más grandes de las que
se tenga recuerdo en el hemisferio, porque se negaba una realidad imposible de
ocultar, las mentiras taparon los hechos y el pueblo de Venezuela se tuvo que
conformar con conjeturas y rumores, ya que era imposible creer la información
del gobierno.
Con Maduro, esa práctica de cambiar los términos de la realidad se exacerbó desde el mismo momento en que toma el poder, por medio de un fraude electoral y de una falsificación de sus documentos de identidad, intensificando la desinformación, y añadiendo el elemento de violencia que caracteriza al resentido, a alguien que procede pero se encuentra inseguro de lo que hace; la sola referencia a la oposición política adquiere ribetes de insultos y amenazas graves, dedica los expedientes policiales y de inteligencia política a probar elusivos magnicidios, golpes de estado prolongados, guerra económica internacional contra el país, intentos de los EEUU por desestabilizar el régimen, conspiraciones nacidos en la derecha colombiana, arremetidas de CNN y otros desvaríos que justificarían finalmente el empleo de componentes militares para aplacar la indetenible protesta pacífica de los ciudadanos, que solo se presenta en “algunos pocos municipios en manos de la oposición”.
Nos arropan la resistencia estudiantil y el
ambiente de crisis, azuzado por las paranoias gubernamentales y su lenguaje
atrabiliario, estallan los enfrentamientos asimétricos entre componentes
armados y ciudadanía indefensa, de donde resulta una gran cantidad de víctimas;
la cobertura de los enfrentamientos, por la prensa y las redes sociales, da
cuenta de excesos, torturas, desapariciones, violaciones, detenciones ilegales,
y, a medida que la espiral de violencia se acentúa, el gobierno hace un
desesperado esfuerzo por negar lo que ocurre, presentándose como víctima y
defensor del pueblo, a quien viene gaseando con armas químicas tóxicas desde
hace un buen tiempo.
La reacción internacional no se hace esperar
y el gobierno chavista tiene que responder a una serie de acusaciones y
señalamientos sobre graves violaciones de derechos humanos; su ofensiva
diplomática, institucional y de prensa están marcadas por ese lenguaje artificial
y por un desmontaje de la realidad, tan descaradamente irracional, que deja en
evidencia su intención de ocultar sus crímenes, una estrategia que no tiene
límites, y algunos altos funcionarios empiezan, incluso, a cuestionar conceptos
básicos del lenguaje, como el significado e implicaciones de la palabra
“tortura”, para enredar los expedientes que se levantan en las instancias
internacionales, presentando como evidencias montajes burdos y manipulaciones
infantiles de la versión oficial de los hechos.
Dos son los principales enemigos de toda
democracia, la mentira y el secreto, ambos afectan la posibilidad de que el
ciudadano esté informado de lo que ocurre en su entorno, ambas destruyen las
bases de la convivencia y el orden; los chavistas han sido cultores de estas
prácticas, ya que sólo pueden gobernar en medio de la incertidumbre y la
oscuridad, no en la transparencia; como buenos vampiros del conocimiento, les
aterra la claridad.
Lo peor de todo es esa estrategia, que ellos
denominan “Conferencias de Paz”, que se promociona como solución mientras
diezman a la población con sus fuerzas paramilitares y militares, invitando a
esas reuniones públicamente, con insultos y amenazas, haciendo partícipes a
personas que no representan a nadie, dejando por fuera a los verdaderos voceros
de la oposición, imponiendo con arrogancia cuáles son los organismos
multilaterales que pueden mediar para la búsqueda de la paz social en el país,
en un clara declaración de que su interés no es la paz.
No creemos que el país pueda sentarse a
conversar de paz con una persona que no sólo tiene sus manos manchadas de
sangre de jóvenes venezolanos, sino que, actuando de manera esquizoide, niega
la realidad y le confiere significados distintos a las palabras que utiliza;
nadie puede conversar con un loco y, mucho menos, pedirle a un tercero que
medie en una discusión con un criminal, que acaba de cometer una masacre y
quiere castigar a los testigos de sus actos violentos.
Los términos de partida de las
“conversaciones de paz” están todos viciados; no puede haber paz desde la
imposición de la guerra, al menos que lo que se quiera sea la rendición
incondicional de todo un pueblo que clama por justicia y libertad. Si es así,
se debería empezar por llamar las cosas por su nombre.
Saúl
Godoy Gómez
saulgodoy@gmail.com
@godoy_saul
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