Estoy
de acuerdo con el presidente Maduro cuando enumera el grupo de problemas que
están agudizando la crisis del país. Es verdad que se están pulverizando más
divisas de las que se requieren, una parte para financiar el crecimiento
desbocado de las importaciones y otra para alimentar el mercado negro y la fuga
de divisas.
Es
cierto también que una parte de los importadores han recibido divisas
oficiales, pero valoran sus mercancías al precio del mercado negro. Nadie puede
negar tampoco el impacto negativo del contrabando de extracción, que representa
una sangría de productos que salen del país, con todos sus subsidios.
Es
obvio que hay también acaparamiento y especulación, que los canales de
distribución más abastecidos son los buhoneros y los chinos, irreverentes ambos
a los precios regulados, y no cabe duda que los gabinetes caseros están
repletos de compras nerviosas y pueden tener más inventarios que una bodega del
barrio.
Con
este panorama, ¿quién no estaría de acuerdo con que esta situación es
insostenible?
Pero
si bien coincidimos en el análisis de las consecuencias económicas que
describen la crisis, la diferencia fundamental entre el análisis del presidente
y el mío está en la interpretación de las causas que originan este drama. ¿O
hay otro nombre para una situación en la que hay que pelearse por un rollo de
papel tualé, un kilo de harina, un litro de leche, o un kilo de azúcar, tirado
en el piso inmundo de un pasillo del mercado?
Según
el presidente, todo esto sucede porque sus enemigos políticos intentan
destruirlo, acabando con la economía. De ser cierto, esto pasaría también por
acabar con sus propias empresas, sus marcas, su prestigio y su relación con los
consumidores. Un harakiri, pues. Maduro se imagina una especie de secta
satánica que se reúne en el imperio, al mejor estilo de Pinky y Cerebro, para
planear la conquistar el mundo.
Bajo
esta tesis, las señoras de Cúcuta que compran la leche venezolana subsidiada a
una fracción del precio en Colombia, realmente forman parte de un complot
internacional para desestabilizar al gobierno. Los bichitos de uña que montan
empresas de maletín para recibir dólares oficiales (con un contacto en la
matraca cambiaria que caracteriza todo sistema de control) son una célula
organizada de la contrarevolución. Los bachaqueros maracuchos que acaban con
los productos regulados en los supermercados del Zulia son en realidad un
comando golpista camuflado con manta Guajira.
Y
queda claro que las empresas que dejan de importar luego de meses de asfixia
sin que les hayan liquido las divisas que requieren para importar, y enfrentan
el cierre de los créditos de sus proveedores por ausencia de pagos y
desconfianza, son unos saboteadores insensibles, incapaces de perder hasta lo
pantalones para garantizar el abastecimiento nacional.
Yo tengo una visión distinta. Los problemas descritos tanto por el presidente como por mí realmente son producto de las distorsiones típicas de una economía intervenida, cerrada, controlada y hostilizada por el Estado, algo que ha pasado repetidamente en la historia de la humanidad y que nada tiene que ver con el tema político, sino estrictamente con un modelo económico inadecuado.
La
falta de una política cambiaria racional, que reconozca el verdadero valor real
de la moneda; la ausencia de negociaciones eficientes con el sector privado
para la fijación de precios que reconozcan los costos de producción y permitan
la producción fluida; la caída de la producción de las empresas públicas, que
resulta evidente en los casos de cemento, cabillas, lácteos, aceite o harina de
maíz precocida, en las que el gobierno tiene una participación protagónica; el
gasto desbordado que ha explotado la liquidez y generado dinero inorgánico; el
deterioro de la producción local, desestimulada por una competencia desleal de
importaciones financiadas con dólares subsidiados que hacen inviable a la
industria nacional; el manejo desordenado de la política monetaria y los
controles distorsionantes y crecientes sobre toda la actividad económica; todos
estos elementos explican mucho mejor la crisis actual que los argumentos
políticos de la guerra económica.
La
economía es un río rebelde y no se doblegará ante los discursos o las acciones
políticas. Si hay distorsión de precios, es imposible evitar el contrabando. Si
mantienen una brecha grosera entre el mercado negro y el oficial, será
imposible parar la desviación de recursos y las distorsiones de los precios.
Mientras
la gente perciba que no hay estabilidad de abastecimiento, comprará todo lo que
consiga para protegerse del desabastecimiento y la inflación futura. Sustituir
al sector privado desde el Estado sólo empeora el entuerto, porque se pueden
expropiar activos pero no la creatividad y la capacidad empresarial, fuente
fundamental del equilibrio económico.
Dos
visiones distintas, pero una sola necesidad: rescatar la estabilidad del país.
Ojalá el equivocado sea yo, porque si no, preparen las alpargatas, porque…
luisvicenteleon@gmail.com
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