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sábado, 31 de agosto de 2013

CARLOS SCHULMAISTER, LA AVENTURA DEL PENSAMIENTO, O SER Y APARENTAR, PRIMERA PARTE

I

Desde hace 4,5 millones de años la humanidad viene desarrollándose a partir de la experiencia de conocer, explorar, descubrir, investigar y operar en el mundo material y en el de las ideas,  desplegando actos y comportamientos, lenguaje, nociones, ideas, teorías, haciendo objetos y atribuyéndoles a todos esas creaciones una carga simbólica que los trasciende y los proyecta en el tiempo y en el espacio. Esas características, capacidades y potencialidades revelan ese complejo maravilloso y misterioso que llamamos la humanidad de los hombres: eso que los vuelve humanos más allá de sus variables y diversos rasgos étnicos y de las renovadas formas de su dotación psicológica e intelectual, o, precisamente, a partir de ellas. 

Lo humano es una construcción constante a través de incontables actos de intelección y concienciación acumulados y compartidos a lo largo del tiempo en una dialéctica compleja entre lo genérico y lo individual, comenzando por el más maravilloso de todos los actos: la creación del lenguaje.

Ahondando en la descripción de ese proceso la humanidad se muestra siempre como un conjunto de caracteres inacabados e inabarcables que se autogeneran, revelan y despliegan a través del juego dialéctico de la experiencia y el cálculo, la acción y el potencial, la concreción y el deseo, a través del tiempo y del espacio, en una constante creación y transformación tanto del homo creador como de sus creaturas.

Es en la perspectiva histórica donde se aprecia claramente el proceso evolutivo de la humanidad y de la cultura, términos que para nuestro propósito son equivalentes más allá de que se quiera poner énfasis en los creadores o en la cultura creada. Es así como se pueden percibir los cambios en la cultura junto con los cambios  de lo humano, o si se prefiere, de la condición humana, en construcción. También vemos en perspectiva la aparición o presencia y desarrollo  de las múltiples dimensiones del hombre, tales como la cognitiva, la psíquica, la de la sensibilidad y la espiritual, todas las cuales confluyen en el homo faber, por citar las hasta aquí conocidas en el marco de la reconocida multidimensionalidad humana.

El hombre es sujeto y la cultura es su objeto de creación/recreación. Y en ésta se hallan también los otros sujetos como individuos y como género, interactuando mutuamente como sujetos/objetos. De modo que la cantidad de los sujetos será siempre infinitamente menor que la magnitud de sus obras.  Constantemente la humanidad va concretando la novedad y a la vez generando nuevos potenciales, complejizando y amplificando el mundo que habita. 

Sin embargo, la impresionante transformación material producida por el homo faber  suele desplazar la maravilla representada por la transformación del hombre como ser racional y moral. Pese a que son dos esferas interdependientes, la maravilla del desarrollo histórico de la inteligencia  y la espiritualidad humana suelen quedar opacadas ante la grandiosidad de sus frutos: la cultura material y simbólica. 

La inmensidad y variedad de la creación cultural, incluidas luces radiantes y ominosas oscuridades, pueden llenar de orgullo o de pesar al género humano tal cual de hecho sucede, a tenor de las respectivas concepciones filosóficas de cada individuo, por lo general polarizadas entre los extremos del optimismo y el pesimismo absolutos que van del “todo es una maravilla” al “todo es una mierda”, respectivamente, si bien entre ambos caben innumerables gradaciones alternativas de valor.

De cualquier modo, todos los humanos somos solidariamente responsables del debe y el haber de la condición humana tal cual ha sido y es expresada en todos los tiempos y lugares, de modo que la gloria o el oprobio, el orgullo o la vergüenza, nos corresponden a todos por igual. No así tratándose de la consideración individual del paso de cada uno por la vida pues a esta escala lo que nos interpela predominantemente es la diferencia, la desigualdad, la diversidad de la incardinación de la humanidad en cada sujeto.

Todo pensamiento, sea el primitivo y siempre presente  pensamiento mágico o el más alambicado pensamiento racional, se ve calificado por la inteligencia en tanto facultad genérica de los hombres, si bien no de una vez y para siempre sino en desarrollo constante, lo cual implica precisamente la posibilidad de avances y de retrocesos tanto en la condición como en la acción humana. 

La variedad de formas mediante las cuales la inteligencia  se revela y es puesta en acción en y por cada sujeto particular es tan grande que suele perderse de vista que todos los humanos la poseen en condiciones normales.  

A la base de dichas diferencias se encuentra la diversidad de contextos sociales, culturales, etnolingüísticos y modos concretos de operar la relación sociedad-naturaleza, todo lo cual dice relación con formas idiosincráticas de organización del tiempo y del espacio, es decir, de los respectivos marcos culturales que se consideren, incluyendo, por consiguiente, la existencia y funcionalidad histórica del poder.

Decir qué significaba para los hombres del Paleolítico lo que hoy damos en llamar inteligencia es una tarea gigantesca que escapa a los marcos y posibilidades de este trabajo. La reconstrucción del universo mental de aquellos hombres no deja de ser una hipótesis compleja, construida con la ayuda de la antropología cultural contemporánea. En todo caso, la inteligencia operaba en base a la lógica proporcionada por la experiencia y por un psiquismo en muchos aspectos diferente al del hombre moderno, en tanto era un dato habitual la creencia en las propiedades mágicas de las cosas. 

Si el universo mental de aquellos hombres del Paleolítico fue, como es probable, similar en cada uno de ellos, se podría inferir una cierta accesibilidad igualitaria al conocimiento del saber social acumulado. Por su parte, la Historia pone en evidencia una relativa estabilidad de la cultura durante varios millones de años, signada por su índole práctica y a la vez de tipo mágico por la importante gravitación en ella de un mundo aparentemente paralelo al humano, compuesto de mitos acerca de dioses y otros seres superiores que precedían y sucedían la existencia misma del género humano, y que en determinados momentos se acercaban e interactuaban.   

Independientemente de las conclusiones del inacabado aporte de la ciencia, la percepción de los cambios y transformaciones de lo externo y lo interno de cada hombre particular debe haber sido muy difícil de alcanzar durante la mayor parte de la historia, es decir, hasta la llegada de los tiempos en que las transformaciones comenzaron a multiplicarse y el cambio comenzó a permanecer adherido al suelo mediante la organización espacial en torno a la ciudad, dando inicio al Neolítico, y en torno a los procesos que confluyen en la Revolución Neolítica, principalmente la domesticación de ciertos animales y el cultivo a partir de la semilla, los que junto con la Revolución Hidráulica configuran la Revolución Agrícola.

Dicho proceso habría comenzado alrededor del 10.000 A.C. Sin embargo, es posible que, por lo menos en ciertas áreas del planeta, aquellas transformaciones hayan comenzado muchos años antes de esa fecha, tal como algunos estudiosos que así lo creen llegan a proponer su inicio probable  hacia el 100.000 A.C.

Hoy se sabe que el paso de la etapa de cazadores-reproductores a  la de agricultores-pastores produjo la formación de formidables excedentes de energía de origen vegetal y animal que se reflejaron simultáneamente en el crecimiento demográfico y en la organización del espacio.

Pero lo que la nueva etapa implicó, fundamentalmente, fue un creciente desarrollo y refinamiento de la inteligencia, evidente en el hecho mismo de su eficacia en la creación de respuestas materiales e ideales novedosas para la vida social, toda vez que aquel conjunto de transformaciones mencionadas fue de la mano de un crecimiento formidable de todos los campos de la cultura como nunca había ocurrido hasta entonces.  Pensemos en la Revolución Agrícola y en la de los Metales, en pleno Neolítico, y en la aparición de la escritura en varios lugares del planeta.

A partir de allí la inteligencia encontró un inmenso campo de aplicación potencialmente disponible, donde la mayoría de las cosas eran novedosas para los grupos humanos que comenzaban a transitar por caminos nuevos y también para aquellos que miraban esos cambios desde afuera. Así, en base a la acción práctica el conocimiento ampliaba rápidamente los límites del mundo conocido y los de la cultura material y simbólica.

Los intercambios con la naturaleza, en especial el representado por el trabajo humano, se ampliaron y diversificaron y se tornaron cada vez más cognoscibles, lo que facilitó y aceleró su conquista por parte de aquellas comunidades que habían ingresado a la etapa neolítica. En consecuencia, la vida y la convivencia social se tornaron crecientemente previsibles y hasta planificables sobre todo a partir de la aparición del Estado, de la autoridad y de la organización consiguiente del poder político, con lo cual entró a jugar una nueva variable, amalgama de  pasión, de voluntad, de fuerza y de poder.

De allí a la formación de naciones restaba un paso muy corto. Los reinos de las incipientes civilizaciones de regadío representaron la síntesis de lo espacial-lingüístico-religioso y cultural lato sensu. El paso siguiente fue la creación-develamiento de la dimensión patriótica de los hombres, que se valió de aquellas vertientes a las cuales a su vez nutrió.

En el Neolítico la intelección del mundo era una actividad  social relativamente homogénea en tanto las respectivas condiciones personales eran muy similares al interior de la mayoría de los grupos humanos que habían ingresado a la nueva etapa. Sin embargo, cada vez más esa intelección, esa creación de significado y sentido, se iba produciendo de una manera distinta, de una forma que constituía una orientación externa de esas miradas y enfoques, y que tendía a asumir un punto de vista colectivo indiscutible, que se mantenía y transmitía en el tiempo por las vías de la religión, la costumbre, la educación familiar, la tradición y también por los designios de la autoridad.

La naturaleza y sus recursos condicionaban vivamente la formación de los rasgos diferenciales de las naciones antiguas, pero muy pronto la inteligencia aplicada a su aprovechamiento fue marcando enormes diferencias que llevaron a distinguir la grandeza de algunas naciones y luego de unos imperios, y la chatura de otros grupos humanos que no habían entrado aún en la civilización, o que cursaban en ella con grandes dificultades.

Ninguna de estas formidables transformaciones podría haberse realizado sin que se produjera la división horizontal (social) del trabajo en las sociedades que construyeron la civilización, y también la división vertical de la sociedad, la cual determinó desde entonces la existencia de dominadores y subordinados.

La formación diferenciada de modos de vida (y de supervivencia), es decir, la aparición de tareas y labores diversas, propia de la Revolución Urbana, concomitante e interdependiente con las ya mencionadas revoluciones Agrícola, Hidráulica y de los Metales, fue determinando en todas partes (a tenor de la efectiva presencia en cada civilización de los recursos necesarios para ello) la existencia de grupos sociales y estamentarios dotados de conocimientos, capacidades, deberes y derechos diferentes y jerarquizados. 

A su vez, el desarrollo continuado y creciente en cada civilización de los tipos universales de trabajo  (agricultura, ganadería, metalurgia, cerámica, carpintería, arquitectura, transporte terrestre y marítimo, etc, sin olvidar las artes militares y los servicios religiosos) dieron lugar al crecimiento económico, al desarrollo de infraestructura de todo tipo y a una incipiente tecnología aplicada en cada uno de esos campos.

A poco de andar, al interior de cada campo de actividad fueron produciéndose sucesivamente nuevas divisiones del trabajo social, lo cual trajo consigo la aparición de nuevas especialidades y nuevos especialistas, es decir, de hombres cada vez más entendidos en alguna clase de trabajos. 

Ya antes de la aparición del gran descubrimiento e invención  que fue la escritura, coronación de una larga formación anterior de las diversas lenguas humanas, fueron apareciendo ciertos conocimientos que no significaban respuestas o aplicaciones inmediatas a desafíos prácticos de la vida material, pero que tenían una importancia descomunal para la humanidad, sobre todo si se analiza retrospectivamente la aventura del conocimiento. Me refiero al conocimiento de los principios de las cosas, al de sus propiedades genéricas y específicas, al de los conocimientos abstractos y al reconocimiento de la representatividad de lo general y de lo particular.

Esos descubrimientos y conquistas del pensamiento fueron posibles gracias a la aparición de individuos  y grupos sociales relativamente acotados, que de hecho y de derecho, por la fuerza o por la ley, fueron realizando aportes impresionantes de creatividad e inteligencia al caudal de conocimientos de la humanidad.

A través de una docena de miles de años, en algunas sociedades antes, en otras más tarde, esos sujetos dinamizantes de la inteligencia y la creatividad fueron apropiándose del ejercicio y la representación de la funciones intelectuales superiores,  lo cual les acarreó el consiguiente monopolio de dicha actividad, conquistando desde entonces hasta hoy un lugar preeminente como sectores orientadores y como mediadores entre ellas y los gobernantes. 

Esto ha sido así a consecuencia de que las decisiones más importantes de la vida -aquellas  que tienen  relación con los anhelos, las apetencias de bienes y valores y la imprescindible voluntad colectiva- pasaron a ser reflexionadas por algunos hombres privilegiados que cada vez más se vincularon con los dueños del poder a los que servirían preferentemente a lo largo de la historia, desde la etapa tribal hasta la de los reinos e imperios.   

Piénsese en las castas sacerdotales de tantas civilizaciones antiguas en las que la actividad intelectual estuvo al servicio de la creación, gestión y administración de ideas, doctrinas, sentidos, misterios y comportamientos religiosos, pero también sociales y políticos; piénsese en aquellos que echaban las bases de la  matemática y la geometría aplicadas a la arquitectura en el Egipto antiguo; y sobre todo piénsese en los grandes pensadores de Grecia.

Hombres sabios existieron en todo el mundo antiguo conocido donde sus contemporáneos los reconocían como tales. En relación a los ejemplos anteriores era posible ver en aquellos hombres al tipo del pensador, del sabio, del hombre culto, versado y reflexivo -por oposición al hombre ejecutor, práctico, simple y servil-, en una palabra, a los primeros intelectuales.

La Edad Media asistió a su consolidación, si bien el conocimiento permaneció sujeto a las influencias y los límites del poder religioso, especialmente en Europa, bajo la órbita  de la Iglesia Católica, como lo ha estado y sigue estando actualmente en muchos lugares. 

Será a partir de la Modernidad cuando la actividad de los pensadores o intelectuales comience a revelar la singularidad de su función  social en casi todos los campos de la vida social y a diferenciarse de los avatares de sus consecuencias prácticas; es decir, sin que las vicisitudes, riesgos, presiones de la vida práctica constituyeran obstáculos para su profesión de pensadores libres. Por cierto no en forma absoluta, no en todos los pensadores, ya que la libertad de pensamiento es un derecho que siempre experimenta acechanzas por parte de muchas clases de poder.

Desde entonces se dedicaron cada vez más a interrogar el Universo en sus diversas zonas y a descubrir tesoros ocultos de especialidades del conocimiento, revelando -cual si fueran magos- cosas sorprendentes.

Los cinco siglos de la Modernidad y en ella los tres últimos de la formación y consolidación del sistema capitalista mundial acompañarán gradualmente el proceso de expansión de los derechos individuales y sociales de los hombres al ejercicio real y cada vez más libre  de la inteligencia, tras haber permanecido confinada por largos milenios a estrechos círculos de hombres habilitados para reproducir pero no para crear sin limitaciones nuevos saberes. Y para que esto fuera posible fue determinante la  expansión  y organización con sentido democrático y universal de la educación como derecho social y servicio público en gran parte del mundo.

Sin embargo, junto con la democratización de la accesibilidad a la educación pública existe otro proceso histórico que ha sido y es fundamental a la hora de abrir espacios para el ejercicio de la libertad del pensamiento: el proceso de laicización de la educación que a su vez implica otro proceso: el del confinamiento de la fe y la religión como presuntos veneros de la verdad al interior de las almas de los creyentes y de sus correspondientes organizaciones religiosas, con el resultado de la consiguiente expansión de los fueros de la razón.

No cabe duda que la larga marcha de la humanidad no ha estado exenta de contradicciones y retrocesos ostensibles; sin embargo, la distancia entre la situación actual y el punto de partida es inconmensurable. Ciertamente, los mayores frutos se produjeron cuando confluyeron los procesos de la expansión de la accesibilidad al ejercicio del pensamiento mediante la difusión de la lectoescritura y la organización universal de la educación, por un lado, y por el otro el de expansión de la libertad de pensamiento y de expresión acerca de todos los asuntos humanos.

Ambos procesos, complementados con otras grandes conquistas de la humanidad, han permitido un impresionante desarrollo de las capacidades humanas en el ejercicio del raciocinio y el consiguiente autoconocimiento humano.

Desde la Ilustración y el Iluminismo (s.XVIII) fue aumentando la visibilización de grupos y sectores de personas dedicadas a actividades intelectuales que funcionan como orientadoras o educadoras del resto de la sociedad por fuera de las ideas religiosas de cualquier tipo, y respecto de las cuales existe un tácito consenso en designarlas como “intelectuales” por el predominio en ellas de las actividades de este tipo por sobre las de tipo manual. Sobre todo por  considerarlas dotadas de muchos y muy complejos conocimientos que, en suma, tienen que ver con todas las actividades y niveles de pensamiento, lo cual, a los ojos de las mayorías, convierte a aquellas otras en “especialistas”  en las materias que cada una de ellas trata.

Simultáneamente, la formación del proletariado industrial, con la consiguiente necesidad de especialización y cualificación de mano de obra destinada a optimizar los procesos socioeconómicos y políticos cada vez más complejos del sistema capitalista y de la Revolución Industrial, consolidaron aquella emergencia de grupos, sectores o estamentos dedicados a actividades intelectuales superiores. Luego, ya en el siglo XX se perfilaron dos grandes orientaciones o áreas del pensamiento donde se desenvolvían los grandes pensadores: por un lado la filosofía y las ciencias sociales; por el otro las ciencias duras de investigación pura y aplicada. 

A esta altura del presente trabajo es posible colegir que lo humano ha llegado a ser un complejo ensamble simbólico presente en el individuo con caracteres absolutamente subjetivos, y a la vez un complejo producto simbólico que puede ser pensado y analizado por cada hombre particular en forma consciente y presente, es decir, en acto. Y también en forma subjetiva, aunque puedan presentarse registros de formas que escapen a una subjetividad libre.

Sin embargo -nos adelantamos a advertir-,  al igual que sucede con el conocimiento de la realidad, el conocimiento de la humanidad de los hombres (tan sólo uno de los tantos asuntos graves y complejos de aquella) no consiste en el inventario o la clasificación de lo existente, sino en la experiencia de nuestra conciencia respecto de estar siendo en la realidad. Por un lado develamiento de significados y sentidos cambiantes, y por otro un destino de finalidad, de trascendencia, de fatal movimiento hacia adelante que nos llama desde el incógnito futuro mucho más que lo que la fuerza inercial del presente nos proyecta hacia el futuro.

Entraremos en estas consideraciones a continuación.

carlos@schulmaister.com

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