Luego de dos siglos de existencia
independiente la sociedad argentina se halla inaugurando el último fracaso,
pese a la tremenda inversión gubernamental (con cargo a la sociedad argentina)
para maquillar esa decadente realidad que parece ser nuestro ominoso sino. Los
fuegos fatuos del triunfalismo gubernamental se encienden renovadamente para
consumo de la gilada, pero cada vez
duran menos, cayendo pronto en el olvido sin pena ni gloria.
Ni bisagra, ni esquina, ni trampolín de la
historia. Sólo un agujero negro que se traga el futuro a costa de un presente
cada vez más insípido que supera al inmediato anterior, sobre todo en la
destrucción de nuestro sistema político institucional. Ésa es la realidad
argentina.
En consecuencia, nulo crecimiento de la
conciencia republicana de los argentinos. ¡Y ya se sabe que si no hay libertad
tampoco puede haber plato de lentejas! Salvo por el poco tiempo que lo permita
el escuálido proceso de subsidio para
unos y confiscación para otros.
Millones de personas que piensan con
autonomía (aunque muchas de ellas se callen en público por conveniencia)
intentan comprender qué es lo que nos pasa como sociedad, por qué nos pasa eso
que los de afuera reconocen mientras que acá somos los últimos en percibirlo.
Pero por más esfuerzos que acometan… un
doloroso “¡no hay caso, es inútil…!”
corona cada nuevo intento.
Cincuenta años desaprovechados fueron los
primeros que sucedieron al Mayo continental. Estancamiento y feudalismo,
cerrazón y resentimientos se convirtieron en la esencia del ser nacional para
el nacionalismo católico. En realidad, renuncia al progreso y a la vez
entreguismo fue el destino manifiesto de una seudo clase con olor a bosta que
devino seudoliberal en lo político y conservadora en lo económico.
Si a fines del siglo XIX y pesar de tanta
sinrazón Argentina crecía ello era posible
gracias a dos fenómenos relativamente al margen de la historia central
de facciones, pues uno fue la creación
de escuelas primarias y secundarias, o sea la educación, esa transformación
lenta pero estratégica de las personas y de la sociedad, y el otro la llegada
de millones de inmigrantes en busca de trabajo.
Ambos constituyeron el motor del progreso
real de aquellos tiempos, completado más tarde con la ley Sáenz Peña de voto
secreto, universal y obligatorio. Y sin embargo, las clases dirigentes no
vieron con mucho entusiasmo esos procesos. Antes bien, pensaron que ellos les
moverían el piso.
Ergo, el progreso no llegó principalmente por
planificación de políticas gubernamentales, como debía haber sido, ni por la
inteligencia y capacidad de las fuerzas económicas, ni por el carácter
visionario de los partidos políticos, salvo durante el largo período hegemónico
del roquismo, sino que fructificó rápidamente por acumulación de esfuerzos
particulares de hombres de carne y hueso de los sectores sociales
mayoritariamente pobres y sin educación, que lucharon a brazo partido por
conquistar un cacho de sol en la vereda de la naciente república. Y porque esa
lucha contaba a su favor con el respeto y la valoración universal de la cultura del trabajo y del bien.
En esas épocas los pobres de Europa venían a
la Argentina a levantar la cosecha fina y llevar dinero fresco al regreso.
Aquellos tres grandes fenómenos sociopolíticoeconómicos transcurrieron durante
los gobiernos de aquella oligarquía quedada que no se animó a convertirse en
burguesía como debería haber sucedido por lógica. Y sin embargo, la Argentina
crecía mientras la otrora grande Madre Patria, un siglo después de Mayo,
marchaba a contramano de la historia prolongando su agonía secular.
Hoy es un lugar común decir, sobre todo entre
los muchachos de posibles que buscan insertarse en el mercado laboral mediante
alguna canonjía del estado, que “esa oligarquía no redistribuía con sentido
incluyente la riqueza…” Cliché victimista y lacrimógeno que integra el relato
oficial del populismo desde 1943 a la fecha, largo período en el que la historia argentina cedió su lugar a la
lucha de relatos contrapuestos imposibilitando la toma de conciencia general
que el manejo político racional de la realidad conlleva como requerimiento imprescindible.
Lo cierto es que pese a todos los clichés
populistas, al uso desde entonces, y pese a su empaque digno de mejores
fundamentos, Argentina se destacaba entre sus hermanas por tener el mayor
producto bruto per capita al interior de
un sistema de dependencia económica y
cultural de Gran Bretaña, mientras que España prolongaba su agonía estructural
de largos siglos.
Una próspera región litoral pampeana se
balanceaba con un interior poco desarrollado y a menudo inviable como
sustentáculo económico social de una república pretendidamente liberal en su
factura constitucional. El esquema productivo
beneficiaba a una minúscula oligarquía que retenía a toda costa el
gobierno para retener y amplificar su poder. Le resultaba fácil hacerlo, no tenía
que pensar por si misma y nunca quiso hacerlo [“nuestros amigos ingleses lo
hacen por nosotros”] pues las ventajas comparativas serían eternas…
Entre tanto ejercía su cuota dominante de
violencia y explotación principalmente en el mundo rural, especialmente con los
indígenas, también con los escasos sobrevivientes negros de la esclavitud, con los mestizos y los escasos criollos que
aún quedaban. Entre tanto, los salarios de la incipiente industria eran
espantosamente miserables y el hambre y las enfermedades eran un signo
constante de la vida en todas partes.
Y sin embargo, insisto, la fiebre de progreso
y el espíritu de modernidad se expandían y seguían atrayendo gente de una
Europa hambrienta y asustada pese a que aquí también subsistían espacios con
condiciones feudales.
Poco después, el revisionismo histórico -el
primero de una serie que pudo haber sido iniciada anteriormente por otros
agentes supuestamente mejor preparados intelectualmente, pero que no lo
fue- dio una explicación a la situación
desde el punto de vista de los intereses de una nación que para serlo no debía
desmentir en la realidad cotidiana su pretendida condición soberana.
Nativos e inmigrantes de baja extracción
social, educados políticamente en el primer partido de masas que fue la
UCR, tras el fracaso de su gobierno
presentían en los años treinta un cambio profundo cuyo adviento estaba próximo:
el peronismo, percibido durante muchas décadas como la etapa mágica de nuestra
historia, proceso que entre otras perplejidades e incomodidades aún no permite
responder serenamente lo que a primera vista parece constituir un sacrilegio
más que una disyuntiva pese al tiempo transcurrido desde su desaparición: si
Perón fue más grande que el peronismo o viceversa, ni cuál de estos dos
factores históricos tuvo por si mismo mayor legitimidad política y moral.
Es que el miedo a los sacrilegios del
pensamiento suele generar mucha culpa anticipada que resulta paralizante para
el propio pensamiento. De ahí tanto predicamento del “pensamiento políticamente
correcto”, más suave, menos complicado, más edificante…
Que entre 1945 y 1955 existió una Argentina
Grande, grande en realizaciones y proyecciones sobre todo teniendo en cuenta el
escaso tiempo insumido en su despliegue es algo absolutamente cierto, pero
también constituye un exceso del lenguaje toda vez que nada es cierto si no es
sustentable, y nada en política y economía es sustentable si no se lleva a cabo
en paz y armonía. La historia lo demuestra en todo tiempo y lugar a partir de
la experiencia real de las naciones.
Aquello no fue un proceso armónico. Los
triunfos más bien pírricos potenciaron afanes de gloria y victoria y éstos las
consiguientes actitudes de revancha de sectores demonizados, como ocurre
siempre con los procesos que buscan ser “atajos” de la historia. Dialéctica que
una vez más ensombreció la más gran
posibilidad histórica de transformación cuando las peores lógicas y supuestos
de la república liberal decimonónica resucitaron renovando los antagonismos
estructurales expresados un siglo antes en la batalla de Caseros.
Tratándose de posiciones polares,
inconciliables de hecho pese al carácter conciliatorio de clases que
doctrinariamente asumía el justicialismo pero que en los hechos rápidamente se
tornó excluyente de quienes reputaba como enemigos, la resolución del conflicto
era inevitable y previsible con la lógica consecuencia de que una potencial
transformación mayor se esfumó entonces.
De allí en más, la Argentina fue furgón de
cola del mercado mundial, y esa oligarquía que no pensaba se apoyó de nuevo en
el Ejército que se decía “hijo de San Martín” pero que verdaderamente reflejaba
a Lamadrid: “espada sin cabeza”. En el nuevo escenario del poder mundial las
clases dirigenciales argentinas no dejaban de hacer diagnósticos, de rotular
situaciones, de crear nuevas categorías de análisis socioeconómico y de ensayar
apreciaciones geopolíticas cuya verosimilitud no pasaba de dos años… siendo optimistas.
Lógicamente, todo atisbo de decencia y de razón era borrado de la escena
institucional.
Dos oquedades mentales no hacen una cabeza.
Esa Argentina que cincuenta años atrás, y aún menos todavía, había estado a la
cabeza de América latina fue inducida por la suma de las incapacidades
políticas, empresariales y militares, bendecidas por una curia tradicionalmente
conservadora y oportunista, a convertir los planteos de la guerra fría en
guerra caliente de carácter permanente al interior de Argentina para impedir
así la república y la democracia reales, únicas vallas verdaderas
contra los dislates de cualquier tipo. Y todo con la estúpida excusa de
que un enemigo global nos infiltraba; “enemigo” que curiosamente fue el mejor
apoyo ideológico del Proceso de Reorganización Nacional, el período más
caliente de la alianza dictatorial.
Y conste que no mencioné para nada las
políticas yankees y todo ese juego dialéctico perfectamente articulado pero
falso, pues es realmente bochornoso que nos golpeemos el pecho en nombre de la
soberanía popular y nacional cuando nos conviene y cuando no hagamos lobby y
vendamos nuestros votos en el Congreso a los intereses extranjeros. La culpa no
la tiene el chancho, sino el que le da de comer en un país donde estafar al
estado es el deporte nacional de políticos, economistas y sindicalistas
Entretanto, la espada de Damocles
representada por la conocida tesis de que los movimientos carismáticos duran lo
que la vida de sus líderes llevó a los “herramentólogos” peronistas (término
derivado del latín ferrum, fierro en criollo) a desarrollar la tesis
esencialista de “la necesaria construcción de la herramienta popular…” que
supuestamente habría de superar el peligro de la metralla convencional enemiga
y concretar definitivamente la “revolución inconclusa”. Todo en coincidencia
con tantas expectativas milenaristas, de adentro y de afuera del peronismo, de
la Argentina y del mundo.
Finalmente llegó la peor tormenta que hasta
hoy se conoce en América latina. Y luego, con lo que quedó en pie salió el sol
otra vez y así retornamos a la vida política institucional. Los resultados de
las elecciones nacionales de 1983
representaron el comienzo auspicioso del
reflujo del ciclo de la magia y la irracionalidad del pasado reciente (y no va para la banda de Lopez Rega solamente),
cargado de soberbia y triunfalismo.
Millones de peronistas sólidamente
adoctrinados y convencidos de representar el único camino correcto hacia el
Bien experimentaron la dolorosa vergüenza de mirarse en las caras sonrientes de
otros extraños a su mitología, pudiendo iniciar así una saludable y reparadora
catarsis, fruto del agotamiento y la frustración colectiva tanto como de haber
aprendido a reconocer por primera vez nuestras grandes responsabilidades, nuestras
contradicciones y miserias, las del campo popular quiero decir.
El histórico resurgimiento del sentimiento
patriótico y cívico de carácter horizontal –no vertical ni metafísico- expresó
fabulosas energías populares recompuestas desde otro lado del campo popular,
encabezado ahora por un partido político al que la ex mayoría popular había
terminado despreciando y descalificando. Eso profundizó el trauma de los
vencidos, quienes jamás se atrevieron a discutir racionalmente acerca de la
descomposición del “más grande partido de masas de América”, el suyo propio,
por lo menos hasta muy poco tiempo antes.
Mientras tanto, quienes siempre habían creído
tener la piedra filosofal en sus manos hacían mutis por el foro, en tanto se
reducía la ingenuidad voluntariosa basada en la “herramienta” y esto pese a que
la mayoría de los epistemólogos revolucionarios postperonistas recompusieran
una y otra vez, con la habilidad y el entusiasmo que los caracteriza, los
análisis exculpatorios de sus propios fracasos, amparándose en las nuevas
variables mundiales en juego antes que verse aplastados por ellas.
Desgraciadamente para los argentinos,
contradicciones propias y ajenas provocaron el fracaso de aquella experiencia,
lo cual sirvió para reconocer que estábamos ante una nueva clase de democracia
calificada -no en sentido aristocrático, sino por la necesidad de calificarla
sucesivamente-: limitada, formal, restringida, resignada, prebendaria, etc, etc., calificaciones que
inmediatamente aceptamos como consustanciales a la democracia, en lugar de
pretender de ésta más cantidad y mejor calidad.
Y entonces reapareció una nueva especie de
magia que concitaba fervorosos entusiasmos y adhesiones con la pretensión de
que debíamos estar disponibles para gozar en vez de sufrir por causa de
nuestras características psicoespirituales o temperamentales. Un nuevo Akenatón
proponía una reforma política que para ello debía ir acompañada de una reforma
religiosa en los supuestos político-ideológicos de la vieja religión política popular.
Si esos supuestos eran realmente ciertos, o
en qué medida supuestamente lo eran, nunca se discutió, por lo cual aún no se
sabe si el fracaso que sobrevino casi al final de la década obedeció a la
naturaleza de la reforma o a la incapacidad y torpezas del reformador. Bueno,
sí se sabe…
Aquel pueblo peronista, Pueblo Elegido por
Dios por la supuesta superioridad moral de su ideario, que creía tener
asignada una misión trascendente en la
historia, al punto de postular la muerte como vía para zanjar diferencias entre
compatriotas, demostró tener convicciones muy
frágiles porque el pasaje requerido se llevó a cabo incluso
lujuriosamente con abrazos múltiples con los antiguos fusiladores del 55. A
cambio de nuevas chucherías, los peronistas, ¡los mejores hijos de la Patria
según el mito hegemónico! , pasaron a sostener el opuesto ideológico de su
doctrina política, sin la menor discusión previa y delegando incondicionalmente
todo el poder ciudadano en el Sátrapa musulmán y sus 40 mil ladrones. ¡No era nesario…!
Resultado: nuevo fracaso y nueva y acelerada diáspora de tanta buena gente
sorprendida en su buena fe.
Nuevas infamias, miserias y corrupciones
públicas acumuladas continuaron agotando la paciencia de los argentinos y lo
que es peor aun minando la fe, las expectativas, la energía potencial
disponible para la lucha continuada por el bien común hicieron estallar la
bronca popular con un grito casi unánime: ¡que se vayan todos!
Pero nadie se fue. Luego de un interregno
insustancial pero complicado y peligroso, la decadencia de Argentina y el
riesgo de anomia apenas pudo detenerse transitoriamente antes del cataclismo
definitivo.
Después de la caída sólo queda rebotar: de
modo que no cabía otra cosa que hacer las cosas bien. Todo estaba naturalmente
listo para producir un estadista que resucitara el entusiasmo por la vida
pública, por la participación social y por un nuevo reencuentro entre todos los
argentinos y entre éstos y el mundo.
Un estadista es alguien con inteligencia,
bonhomía, capacidad de diálogo, con un liderazgo democrático, respetuoso y
respetable que no imponga sino concierte colectivamente, especialmente un
proyecto político que tenga en cuenta los intereses de Argentina en su
conjunto.
Pero lo más deseado y necesario era que
tuviera la suficiente determinación para cerrar un capítulo nefasto, ¡qué digo…
un tomo, una enciclopedia!, dos siglos de desencuentros y frustraciones,
mediante la revalorización real del sistema republicano y la corrección de sus
zonas oscuras. En una palabra, que acabara con el populismo y el
hiperpresidencialismo, que consagrara el ejercicio de la democracia
participativa mediante el juego libre de
las instituciones. Y sobre todo, que aún
después de un Nunca más más riguroso aún frente al pasado, acordara y nos
recordara hacia el futuro un Nunca más a la
violencia de ningún tipo ni con ninguna excusa. Y que cumpliera.
Pero sólo llegaron renovadas propuestas de
caciquismos, caudillismos y eventualmente ¡liderazgos!, como si esto último
fuera la Salvación. Como era previsible, retornó la dialéctica amigo-enemigo y
las tesis conspiracionistas de la historia.
Y así estamos hoy, en 2013, con el peor
gobierno de la historia argentina que ha dejado al demonio de los noventas a la altura de un poroto.
Hoy, año 2013, Argentina continúa esperando
un estadista que realmente ponga una bisagra en la historia en lugar de
facilitar el “más de los mismo” que nos agobia como un cáncer. Sería bueno que
apareciera antes del inminente fracaso, pues todo nuevo fracaso, igual que
sucede con las exigencias de toda nueva dictadura para tener credibilidad, ha
de ser, necesariamente, cada vez más despiadada. Por lo tanto, remontar la
cuesta, eventualmente, ha de resultar casi sobrehumano.
carlos@schulmaister.com
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