En estos días he leído innumerables tuits y
varios artículos, muchos para mi gusto, rondando y regodeándose en el tema de
la muerte por razones, más que obvias, patrias.
De hecho, la muerte se convirtió en un tema
recurrente para los venezolanos desde hace algunas semanas.
La muerte, la no revelada, la presumida o la
temida, nos seguía por todas partes a pesar de que, como en mi caso, le sacáramos
intencionalmente el cuerpo, y lo hacía sin contemplaciones independientemente,
de otras muertes que nos rozaban y revolvían la vida.
Pero no creo que esa variante del tema se
convirtiera en la recurrente porque no existieran otras, más personales e intensas
que nos afectaran a diario gracias a la delincuencia, al estrés o a la mala
vida que nos estábamos dando, sino porque un evento, la ausencia, la convirtió
en el centro de mesa en todo momento.
Es por eso que, aunque aumentaran las
estadísticas de asaltos y muertes producto de la inseguridad, o aunque
descubrieras en una funeraria que en 4 de las 6 capillas estaban siendo veladas
personas que conocías directa o indirectamente, la pregunta de rigor ante casi
cualquier encuentro, la que seguía al “Hola, ¿cómo estás?”, era : “dime, ¿tú
crees que está vivo o muerto?“
Cuando la muerte se convierte en una afrenta
de esa naturaleza, se entiende que las cosas están realmente mal.
Mi relación con la muerte siempre ha sido muy
sui géneris. Quiénes me conocen, desde siempre, saben que acostumbro a
molestarme profundamente con todo el que quiero y que se atreve a morirse antes
que yo, especialmente cuando lo hacer sin previo aviso; y también saben que
acostumbro a hacer comentarios y chistes muy negros en torno a ella,
específicamente, a las muertes más cercanas. Ojo, pero no se trata de los
típicos chistecitos de funeraria, o de cualquier payasada que sirva para romper
el hielo o aliviar el pesado aire del duelo, no, de esos no, porque para mi la
muerte siempre ha sido un asunto muy serio, al que hay que tratarlo con el
humor que se merece. De paso, también saben que muy poco soporto las
cursilerías y los llantos fingidos y destemplados, pero respeto profundamente
las lágrimas o el silencio producto del dolor desgarrado, porque puedo percibir
su asfixia y eso me parte el alma.
Como es del conocimiento de todos los que he
tenido cerca en los últimos meses, desde que mataron a mi amigo Carlos, la
presencia de la muerte me tiene saturada, quizá por eso, por mi visión del
humor negro que se merece la muerte y posteriormente, por toda la parafernalia
tejida en torno a la “ausencia“, había decido no meter en mi agenda teatral a
Matarile.
Debo confesar que viéndolo en retrospectiva,
la razón del medio me quedó como petulante porque pude, sencillamente, confiar
en la inteligencia reconocida y
respetada de Rebeca, en lugar de temer encontrarme con una pieza que no
cumpliera mis expectativas sobre el tipo de humor deseado. Que feo me quedó
eso… sorry Rebeca… Sin embargo, poniendo al margen mi petulancia y mi
preferencia por el humor negro profundo, las otras dos razones, las que hacían
que mi relación con la muerte estuviera un poco mellada en estos días,
constituían una justificación más que válida para mantener mi decisión.
No obstante, la muerte, la que acabó con la
ausencia, o mejor dicho, la que sacó de la ausencia al ausente, me jugó una
interesante pasada y me modificó sin remedio la agenda de teatro, por lo que
decidí, como era lógico, confiar en Rebeca, respirar a fondo mi saturación y
lanzarme a ver Matarile.
Comienzo diciendo que tienen que ir a verla y
que no se las voy a contar, porque ya saben que hacer eso no tiene chiste.
Continúo diciéndoles que obviamente cada cosa
en su momento, pero menos mal que decidí confiar en la inteligencia y el
trabajo que respeto y admiro de Rebeca Alemán (@rebecaaleman), Iraida Tapias
(@iraidatapias) y toda la Gente de Agua (Water People Theater Company -
@waterpeopletc) que es gente seria y que están en mi lista de #GQHLCB (Gente que
hace las cosas bien), porque me reí y la disfruté a rabiar, casi tanto o más
que ellos, que ya es decir. (Y aquí entre nos, ¿verdad que cuando uno va al
teatro y percibe el disfrute de los actores interpretando, la experiencia es
más intensa?)
Pero comencé a escribir estas líneas
realmente, para decirles, que viendo Matarile pensaba en cosas que, quizá por
triviales, escapan a nuestra consciencia cotidiana, como por ejemplo, lo común
que es descuidar la salud hasta que la enfermedad nos alcanza y entonces, nos
debatimos entre el miedo a la muerte, la nostalgia por todo lo que nos
perderemos y el miedo a sufrir los rigores de la enfermedad. En algunos casos,
el miedo se convierte en pavor y éste lleva a la negación, por lo que peleamos
con lo que tenemos y retamos a la enfermedad o mejor dicho, por no asumirla y
ponernos en tratamiento, terminamos retando a la muerte, como si tuviéramos un
poder divino para vencerla. En este caso, creo que la “salud” escapa a nuestra
consciencia cotidiana, porque pensamos en ella como ausencia de sintomatología,
pero no como sinónimo de llevar una vida armónica y emocional y físicamente
saludable.
Otra cosa en la que pensaba es en cómo escapa
cotidianamente y para mucha gente, la propia consciencia de vivir la vida. Hay
muchos momentos en los que las personas actúan como los estudiantes cuando
tienen que entregar una tarea y sin pensar realmente en lo que tienen que
aprender con ella, la hacen preocupados porque tienen que “entregar algo” que
cumpla con unas pautas -o una receta, dependiendo del profesor- y que les
permitirá obtener una “calificación” o una nota. Respiramos porque si no, nos
morimos; comemos por ansiedad o para que no nos de una fatiga; damos los buenos
días y preguntamos al otro ¿cómo estás? sin importarnos ni el buen deseo, ni la
respuesta, por cortesía; escribimos el informe, para entregarlo; preguntamos al
cliente ¿qué desea? por rutina; y hasta esquivamos la mirada para que no se nos
vean las costuras…
Ver unos ojos brillando por la emoción y el
disfrute por lo que se está haciendo, es poco común, o sucede por destellos. En
su lugar, se percibe un vacío que torpemente se trata de llenar con la
ejecución de rutinas que incluyen el beso y el abrazo que no se notan
acolchados y sentidos. En la comunicación verbal, predominan frases pesimistas
o disculpas por no tener ánimo en cada momento, cuando no las quejas o
descargas por lo que estamos “sufriendo“. Es como si vivir, en este país, nos
pesara demasiado, aunque creo que en el fondo, se nos olvidó lo que significa
vivir y lo que nos pesa demasiado es tratar de sobrevivir.
Claro, después de esto más de uno pensará,
pero Olga ¿no es obvio? ¿no está suficientemente jodida la vaina? ¿de qué
cuernos hablas?
Y es que mientras veía Matarile, estaba pensando en nuestra reiterada manía de jugar a vernos en el espejo sin reconocernos que, en este caso, se traduce en no darnos cuenta de que nos estamos convirtiendo en un país de “muertos-vivientes“, de gente que perdió la noción y la consciencia de vida en su cotidianidad y que regalándole el poder al otro, deambula por los predios de su casa sin permitirse tocar la puerta, coger las riendas de su vida y entrar. Es decir, se puede vivir muriendo con cada acción cotidiana y ni enterarte.
Cuando se trata de la vida a nivel personal,
el poner el poder en otro, quién quiera o lo que quiera que sea, nos aparta
tanto de la responsabilidad sobre lo que nos sucede, como de la esperanza, como
escribía en twitter en estos días, contrastándolo con la máxima que reza que
hay que vivir cada día como si fuera el último, pero no porque sientes que se
te acaba la vida, sino porque lo exprimes para disfrutar al máximo cada segundo
que puedas respirar.
Pero cuando se trata de la vida en el
contexto de la convivencia o la vida en comunidad, ya sea muy local o nacional,
el colocar el poder en el otro no es más que una modalidad viciada del
significado que se le da al “liderazgo”, que permite atribuirle a quiénes por
legitimidad de alguna naturaleza, tienen el mandato o el reconocimiento para la
conducción de alguna instancia de gobierno o de alguna agrupación política o
social, y en lugar de ello, se pone la suerte del colectivo en sus manos
cediendo por parte de sus miembros, el control que emana, tanto del poder de
decisión, como del ejercicio de la responsabilidad ciudadana.
Lo interesante de este fenómeno, en nuestro
caso, -aunque suene feo decir “lo interesante” en este contexto- es que el
fenómeno es bastante generalizado y se expresa tanto en aquellos que entregan
su poder poniendo en el otro la esperanza de tener una buena vida, como en
aquellos que lo hacen achacándole al otro la responsabilidad por no tenerla.
(Dos caras de la misma moneda, o nuestro reflejo visto en el espejo)
Escribiendo ésto, me acordaba de Martín-Baró,
me preguntaba si este vivir muriendo, como personas o como país, cual
muertos-vivientes, sin esperanza, es lo que él llamaba “desesperanza aprendida”
y si de eso se trata, ¿cómo podemos hacer para superarla? ¿qué tanta capacidad
tenemos en lo individual y en lo colectivo para retomar el poder y la
conducción de nuestras vidas y del país?
Creo que las respuestas a esas preguntas son
parte de nuestra tarea pendiente.
Por ahora me despido agradeciendo a Rebeca la
sugerencia y al elenco de Matarile (Rebeca Alemán, Ámbar Díaz, Rolando Padilla
y Dereck Blanco) por su excelente trabajo, por haber disfrutado tanto su
interpretación -la mejor ilustración de lo que significa vivir con el fuego de
la vida en el brillo de la mirada- y por haberme contagiado con su disfrute,
pero especialmente por la energía que hizo que emergieran, de otra manera,
algunas ideas sobre la vida y la muerte.
Y termino, como Matarile, afirmando ¡La
muerte debe ser la hostia porque el que muere no vive más!
(*)
Para quién no la conozca, es el primer verso de la canción “Testamento” de
Silvio Rodríguez. La primera canción relacionada con la muerte que canté a
consciencia en mi vida
Olga Ramos
oiramoss@gmail.com
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