Me
refiero a los que fungen (y sólo fungen…) de intelectuales de izquierda, mejor
dicho de “izquierda” entrecomillada, y en Argentina, que no es poco decir.
Excluyo
provisoriamente a los tenidos y autodesignados como de derecha pues aquí sus
voces no llegan, o llegan poco, o no son atendidas a nivel masivo. Si bien la
economía mundial se mueve mayoritariamente en contextos de libre mercado, en
general, el resto de la cultura está
directamente en manos de las izquierdas entrecomilladas, es decir, estatistas y
totalitarias, que gobiernan directamente o que socavan gobiernos.
Pienso
en los “intelectuales” aplaudidores del gobierno, en los que medran a su
sombra, en los repetidores de tesis ajenas que en los mass media y en las
cátedras la van de austeros, probos, sensibles e idealistas bienintencionados.
Autodesignados
como “progresistas”, en realidad usurpan el mote. Éste y los supuestos atributos
que el término encierra no tienen sustento real en su caso ya que sólo es una
autocolocación en el espacio público a la izquierda de los que designan como
“reaccionarios”. Sin embargo, como fruto de su narcisismo al atribuir sentido
agonal a su función social concreta se creen progresistas. Y a esa categoría,
inflada y “madurada” a puros fomentos, remiten sus menudos e inútiles aportes
neuronales. Agonistas de pacotilla que dicen amar y luchar por el Pueblo en
contra de los gigantes malvados, son todos insignificantes que perecen gigantes
a fuerza de agrandar imaginariamente a sus enemigos, ya que sin ellos estarían
reducidos a la mínima expresión.
Sólo
son “progres”, bochornosa jineta que se ha vuelto políticamente correcta para
los muchachos “de posibles”, ansiosos de pronta colocación.
Cuando
están en el llano se disfrazan de Juan el Bautista para predicar la inminente
llegada del próximo supuesto Salvador,
pero el que se les revela habitualmente no es tal sino un pálido remedo de
manual. No obstante, corren a ponerse a su servicio, a integrar sus claques
adocenadas, ávidos de trascendencia, con una estética despojada, miserabilista,
de caras grávidas y sin sonrisa como corresponde al rol decantado de
intelectual progre, por ende torturado y
mortificado por el dolor existente en el mundo.
Pero
ni son apóstoles ni predican en sagrado; son simples locadores de obra, sobre
todo desde el poder, y con o sin contrato pero siempre con buena paga.
Fabricantes de inútiles placebos para las neuronas masacoteadas de sus
repetidores y divulgadores: los militantes de la izquierda con sus herencias
decimonónicas tan desactualizadas y fracasadas como las del siglo XX, que hoy
miran asombrados el vigor del populismo rebautizado como socialismo del siglo
XXI, al cual se conchaban como zombies testimoniales de “la memoria”, mirando
sin poder ver, infatuados por el convencimiento falaz de ser un pedazo de
historia viva, a la espera del merecido reconocimiento social a que sus luchas
imaginarias les han hecho acreedores, siempre según sus autobiografías
inéditas.
Por
más que digan que “hablan con.., de…, desde… y en nombre del pueblo”, no
representan a nadie (salvo a si mismos y a menudo ni siquiera eso) ya que no
pueden hacerlo y menos aún emancipar a nadie, según la feliz caracterización
del sociólogo nicaragüense Freddy Quezada, quien los conoce tan profundamente
que sabe de qué lado renguean sin necesidad de verlos andar previamente.
Pretender
representar es en ellos justamente un acto miserable para evitar comprometerse,
como aquel que habla y habla en una entrevista para que le pregunten lo menos
posible acerca de algo comprometedor o peligroso, o aquel otro que se lo pasa
haciendo preguntas para no ser preguntado y no tener que dar respuestas de las
que carece, o que cuando las tiene no se atreve a decirlas.
Ni
existe ese lugar supuesto desde el cual dicen hablar, salvo como entelequia
para aprendices e ingenuos, ni mucho menos son valientes ni temerarios. Sus
vísceras más sensibles no son el corazón ni el cerebro, sino el bolsillo. De
ahí que sus arrebatos sean poses, gestos y envoltorios que -como toda estética-
tienen más emoción prediseñada que racionalidad.
El
intelectual progre es un pseudointelectual, un especulador y un frívolo a quien
en realidad no le importan ni le duelen los problemas y los sufrimientos de los
pobres, por más retórica paternalista con que recubra sus intervenciones,
puesto que no habla por si mismo sino por boca de otros en cuyas palabras y
artilugios se refugia y en cuyas posiciones se sitúa para no soltar lo suyo; y
esto siendo generosos, es decir, en la hipótesis de que tuviera “lo suyo”.
Ése,
pues, es su egoísmo, que invariablemente lo lleva a terminar esclavizado por
los moldes en que ha vertido su casi siempre poco original pensamiento, y sin
embargo ilusionado con haber puesto un granito de arena en la construcción de
la gran pirámide (como decía Roque Dalton
respecto de ciertos pretendidos revolucionarios), “que por ello
pretenden que les regalen la cerveza por el resto de sus días y cada vez con
una ceremonia especial”.
Autores
de frases célebres que no dejan volar para que los vientos las lleven a todas
partes y para que otros las adopten sin necesidad de mirarles la marca en el
orillo, o una marca cualquiera, ¡noooo!... ¡ellos reclaman paternidades y
filiaciones “revolucionarias” aunque para ello tengan que mentir y torcer la
lógica! ¡Encantadores de serpientes, falsos oráculos que se multiplican a
través de perversos sacerdotes y
escribas actuales y futuros del templo del saber alternativo, contracultural,
comprometido, transformador, revolucionario! ¡Basura que consumen década tras
década y siglo tras siglo todos los imbéciles de la tierra!
Mascaritas
de carnaval, disfrazados de “intelectuales”, carentes de voz propia,
necesitados y urgidos de presencia y apariencia, de formas, de estéticas, de
figuras, de rostros, melenas y barbitas negligee, y de gestos de “intelectual”
como silencios grávidos de sabiduría expectable, de chasquidos impacientes de
lengua antes de dignarse explicar preguntas impertinentes de bajo nivel, de
“sufrimientos interiores” de “intelectual”, de dudas existenciales de
“intelectual”, de bellos artilugios de su por lo general afiebrada imaginación.
Pero
hay algo más grave aún y es que sus palabras, aunque sean zonceras, nunca son
inocentes ni inocuas ya que siempre avalan tiranías y tiranos de cualquier
signo.
Por
lo tanto, como ideólogos son coautores responsables de los crímenes que
indujeron, de los que conocieron y ocultaron y de los que desmintieron con su
mágica verborrea. Y en el mejor de los casos son cómplices.
De
ninguna manera son inocentes, en lo absoluto; más aún, son esencialmente
cobardes ya que se escudan en las palabras y frases que pronuncian pues jamás
se atreven a mostrase ellos mismos, por ser cobardes y por no tener nada propio
que expresar.
Sobre
todo son responsables de engrupir, de engañar, de mentir a los ingenuos, a los
débiles, a los inadvertidos, y de hacerlo con saña y alevosía, pues así buscan
llegar, urbi et orbi, sin réplica, so pena de represalia “popular” desde el
poder al que están abonados, la cual promoverán y legitimarán todas las veces
que sea necesario.
Descaradamente
ya se declaran stalinistas, pero no se diferencian en nada de los fascistas,
amén de que aquellos y éstos son lo mismo en definitiva. Por ello, no son
amigos del pueblo sino sus opresores. A ellos no hay que leerlos ni
escucharlos. Hay que resistirlos.
Carlos
Schulmaister
carlos@schulmaister.com
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