La primera parte del título constituye un
apotegma, término muy visitado por el
Perón del exilio, y ampliamente conocido entonces por ese motivo antes que por
un conocimiento filológico generalizado. Un ejemplo clarísimo es que muchos
contemporáneos de aquel Perón suelen creer que a él le corresponde la
paternidad de la expresión “la única verdad es la realidad”, siendo que ella es
hija de Aristóteles.
En esta ocasión me referiré a la conocida
expresión, tenida por un axioma, según la cual “no se puede hacer política sin
dinero”. Así, para hacer conocer una propuesta política y para aglutinar poder
hace falta dinero.
Cuando no se dispone suficientemente de él los nuevos
dirigentes políticos y los nuevos partidos suelen adscribir a otros partidos
más grandes y poderosos o conformar alianzas lo suficientemente elásticas para
dar cabida a todas las necesidades financieras sumadas de sus adherentes, y a
todas las aspiraciones y promociones de sus respectivas dirigencias.
Es ahí cuando aparecerán feroces apetencias y
personalismos que se convertirán en nuevos agentes que de mil maneras
presionarán a los mejor inspirados dirigentes de un espacio que, supuestamente, pudo haber nacido
–como es frecuente escuchar actualmente- “para cambiar las formas de hacer política”.
Desde mi lejana juventud escuché esa
expresión habitualmente admitida como cierta por la mayoría de los argentinos,
principalmente por haberla escuchado de boca de quienes integraban el sector
social de la actividad política. Cuánto más atrás nos remontemos veremos que
estas personas, los “políticos”, gozaban de mayor prestigio que en la
actualidad, y sus opiniones más sencillas pasaban por “verdades”
frecuentemente.
Asimismo lo he leído respecto de quienes
pensaban y hacían política tanto dentro del sistema como en matrices
antisistema. De modo que ello constituye una aparente verdad de sentido común,
también aplicable a la guerra cuando se dice que “no se puede hacer la guerra
sin dinero”.
En la realidad el dinero puede ser obtenido
de muchas maneras, tanto lícitas como ilícitas, y puede ser sustituido por los
elementos necesarios, léase dinero contante y sonante, prebendas, becas,
contratos de obras públicas, contratos de actuaciones artísticas, chapas,
bolsas de comida o de cemento, pago de facturas de luz, agua o gas, subsidios
ocasionales de campaña, puestos en la administración pública, etc; así como mantenimiento de punteros, matones,
barras bravas, pistoleros, pechetos, sicarios, guardias y hombres armados en
general que puedan existir fuera de los ya enumerados.
También el dinero sirve para comprar armas,
pero si ello no es posible éstas podrán ser robadas, aunque siempre habrá que
proveérselo a los ladrones que se encarguen de ello robándolas directamente de
los arsenales oficiales o llevando a cabo secuestros que permitirán
comprárselas a oscuros proveedores del exterior. O habrá que hacer ciertos
negocios non sanctos con otros delincuentes ajenos a la actividad política
directa que puedan tener interés en comprar protección, en lavar dinero, en
hacer campañas de cambio de imagen, etc.
Quienes dicen que sin dinero no se puede
hacer política saben lo que dicen, y se reafirman en su convicción para
traspasar una y otra vez la capacidad de asombro de los que permanecen al
margen de estos menesteres en la vida social de cualquier país actual, sobre
todo de los latinoamericanos.
De modo que a primera vista parecería que
este apotegma, tantas veces escuchado en boca de populistas de toda laya, es
efectivamente una verdad probada, una evidencia. Sin embargo, no es fatal que
así sea. Demostrarlo requiere reflexionar sobre otras cosas distintas que el
dinero y la política.
En principio, este dinero es tal que sus
aplicaciones persiguen otros fines más allá del que aparente tener, sobre todo
cuando se utiliza con los conocidos “fines sociales” (para “ayudar” al pueblo).
Nadie ignora que lo que realmente busca para “hacer política” es comprar
voluntades y comportamientos, por acción u omisión, siendo un negocio
emblemático su uso en los procesos electorales.
Siendo así, el dinero para hacer política es intrínsecamente inmoral si ello implica comprar voluntades, votos, aplausos, sonrisas, etc., con lo cual también lo será la actividad política que lo utiliza sistemáticamente. Claro que si hiciera falta dinero para viáticos de fiscales de partido en las mesas electorales ello sería un uso lícito del mismo, lo cual justifica que el estado garantice condiciones de igualdad para todos los partidos en todas las jurisdicciones del país, independientemente del número de sus afiliados o de la riqueza que eventualmente posean sus afiliados.
La propaganda y la compra de voluntades es un
tema distinto, ella demanda ingentes sumas a los partidos principales, en
cuanto a número de afiliados, de representantes políticos en ejercicio y de
expectativas de triunfo.
Los primeros en crear argumentos ad hoc para
justificar y legitimar la captura de estos dineros, sea para fines electorales,
para obtener determinados comportamientos sociales y dirigenciales convenientes
a los intereses de quien los provea, son los propios políticos, o sea, aquellos
que difunden el apotegma del título. Por lo tanto, esa opinión debería ser
desechada como expresión de intereses por lo general turbios, toda vez que la
compra de voluntades en cualquier campo de la vida constituye un acto inmoral
como mínimo… cuando no directamente abominable.
No obstante, cuando alguien corrompe a otro
no existe un solo pecador ni un solo delincuente, sino dos por lo menos. Es que
quien recibe dineros con fines expresa o implícitamente inmorales teniendo
conciencia de ello tiene en su alma, o en su conciencia, es decir, en cualquier
plano de su vida moral, un componente negativo idéntico a quien le quiere
corromper. Por ello no cabe aquí el remanido recurso argumentativo que dice que
los pobres son los habituales cooptados o comprados por esos dineros provistos por
hombres inmorales porque se hallan en estado de necesidad, o porque tienen que
llevar comida para sus hogares. Este argumento, tan seductor en los años de la
Guerra Fría, resultó ser una falacia a poco de andar, por más que tuviera una
importante gravitación en punto a lo que por entonces se designaba como las
luchas antimperialistas, que en realidad fueron otra gran falacia.
Por cierto, pareciera que los pobres
cambiaron mucho de ayer a hoy, pues cuando yo era joven ser pobre no era
sinónimo de carecer de frenos morales. Por el contrario, los pobres, en general
“eran pobres pero honrados”, como dice el proverbio. Es decir, tenían muy clara
la línea divisoria entre el Bien y el Mal y ajustaban sus conductas públicas y
privadas a mandatos morales muy firmemente arraigados. Obviamente, sin
desconocer la existencia de excepciones. Pero es relativamente reciente esta
tendencia a asociar a los pobres con los delincuentes y pecadores que no pueden
dejar de serlo porque “la vida los ha hecho así”, o la injusticia social, etc.,
etc. Y esto es pura ideología. Y a menudo pura política aplicada para que los
pobres sean de esta última manera, y así se los pueda dominar y controlar más
fácilmente desde el poder.
Así como hace unos años se puso en boga la
sana opinión de que nadie está obligado a hacer actos inmorales porque así lo
ordenare algún jefe o superior en las Fuerzas Armadas, y por extensión en
cualquier otro ámbito social público y privado, cabe inferir lo mismo respecto
de quienes acuciados por el estado de necesidad recurran a la comisión de actos
ilícitos o inmorales. Pero esto siempre se supo, desde hace siglos… me corrijo,
desde hace milenios, y en todas las culturas.
Se trata, pues, de un ingrediente cultural
que puede estar presente en la formación ética de base de una sociedad o haber
desaparecido. Y si ha desaparecido seguramente no ha de haber sido por
casualidad. ¡Quién puede negar que el estado es hoy el Gran Corruptor! Algo que
cuando niño y adolescente jamás hubiera sido imaginado por la mayoría de las
personas, fueran pobres o poseedoras de mucha riqueza. ¡Si el estado es quien
desnaturaliza la moral social tradicional en sus aspectos más ricos qué se
puede esperar del comportamiento colectivo consiguiente!
Hoy resulta que los pobres son “comprendidos”
en los países gobernados por el populismo y pueden matar y hasta violar por
razones étnico-culturales como ha quedado demostrado en numerosas instancias
judiciales con resultados benignos para ellos. ¡Quién puede desconocer que esa
modalidad tan extendida en el campo de la justicia no proviene de una
profundización ética acerca de los derechos humanos sino que se trata de una
manipulación tremendamente inmoral de los derechos humanos con fines
ideológico-políticos de dominación hegemónica!
En consecuencia, cada delincuente social
actual es la cara visible de quien lo ha incitado desde la función pública,
generalmente halagando su condición de pobre como si se tratara de un estado de
superioridad moral indiscutible. Ser pobre no equivale a ser bueno, así como
ser rico no equivale a ser malo. Pero éste es el aprendizaje social que los
gobiernos populistas han difuminado por todo el país, sobre todo en las clases
bajas, las que por razones económicas se hallan en estado de mayor
vulnerabilidad ante las presiones gubernamentales.
Muchos pueblos de culturas diferentes se
mueven a diario entre las mismas incitaciones de gobiernos que no vacilan en
manipular conciencias y comportamientos con la finalidad de conservar y ampliar
su poder sobre los habitantes. Sin embargo, existen otros pueblos que no se
parecen a nosotros los latinoamericanos, y por eso a muchos de los que
resentimos este estado de decadencia sistémica nos resultan admirables. No
tiene sentido mencionarlos pues ello suele abrir la puerta a discusiones de
retaguardia que sólo procuran desviar los ejes principales de una conversación.
Entonces podemos concluir sin avergonzarnos
(por eso de la vergüenza debida que aqueja a tanto “progre” melindroso y ubicuo
que ingenuamente cree en la sabiduría de los apotegmas y los slogans, como en
los gestos y rituales simbólicos) que aquello de que “la política es la
expresión más alta de la cultura de un pueblo”, tan repetido en otras décadas,
es hoy una expresión abstracta y por lo mismo sin aplicación real entre
nosotros. De ahí que para que la política sea una expresión social elevada debe
llenarse de ética y de moral, algo que a todas luces y salvo honrosas
excepciones y zonas concretas hoy es prácticamente inexistente.
¿Por qué concluyo esto?
Porque los pueblos mal enseñados por la vida
pública que supimos conseguir han llegado a creer que la ética y la moral son
funcionales a los altos requerimientos de la “gobernabilidad”, ese falso ídolo
populista y totalitario que está inficionado en la mente de muchos
contemporáneos y que convierte en lábiles todos los valores de la cultura y de
la civilización. Por eso mismo, sin ética y sin moral la política es una
mentira, y mientras ello siga siendo así seguirá siendo necesario contar con
dinero para hacer “esa” clase de política.
Y también para que no se crea que los
apotegmas siempre dicen la verdad.
carlos@schulmaister.com
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