Algunos
dicen que, cuando hablamos de los políticos, no es bueno meter a todos en la
misma bolsa. Sostienen que las generalizaciones no son saludables, porque en
casos como estos solo alimentan la anarquía.
Tal
vez lo que suceda, es que en la política nadie se esmere demasiado en esto de
diferenciarse lo suficiente como para que los que pluralizan se detengan en
decir “todos menos aquel otro”.
No
se afirma nada nuevo si se recuerda que la política se maneja con sus propios
códigos. La perversa deformación del concepto de democracia por la cual se
manipula el uso de las mayorías, ha dado paso a nuevos esquemas de
funcionamiento que priorizan determinadas acciones y descartan otras.
Lo
concreto es que la carrera por los votos, ha generado una dinámica donde lo que
importa es parecer. El corto plazo, el próximo turno electoral, invita a la
política, solo a dedicarse a aquellos que tenga impacto electoral.
Pero
lo cierto es que a la inmensa mayoría de los políticos no les interesa, en lo
más mínimo, lo que sucede con la gente, en tanto y en cuanto eso no impacte
fuertemente en la próxima encuesta de opinión.
La
política acciona y reacciona, solo cuando percibe que electoralmente ciertas
decisiones pueden complicarla en forma directa o bien cuando una determinación
le significa un rédito partidario emergente.
Pero
todo esto sería retórica si no fuera porque se confirma a diario. Muestras de
esto, abundan por doquier. El desprecio de la política para con los individuos,
es demasiado evidente y forma parte del paisaje cotidiano.
Hasta
los más progres, esos que se ufanan de su humanismo y le critican a sus
adversarios, la insensibilidad de sus políticas, terminan confirmando ese
sendero en el que la política trata a la gente como basura.
Las
postales que vemos son difíciles de refutar. Solo es necesario recorrer las
salas de un hospital para ver como las supuestas “políticas de inclusión”,
deshumanizan a la gente de la mano de quienes operan el régimen.
Pese
al esfuerzo aislado de algunos agentes públicos, que desentonan en el contexto,
la gente que padece una enfermedad queda relegada, su intimidad bastardeada en
otro síntoma de la indolencia estructural. En ese sistema no importa la
relación medico paciente, ni la contención o el estado de ánimo del que además
de sufrir dolencias, termina siendo víctima de un esquema que lo ningunea sin
parpadear, ni sonrojarse.
Los
pacientes pasan a ser números de cama, o de turno en una guardia, en la que
esperan que “el sistema” le asigne un caritativo facultativo que se ocupe de él
y que no necesariamente, es el más apto para la tarea. Esta es solo una cara
más de cómo el sistema desprecia a la gente.
Ni
hablar de cuando ese ciudadano que paga impuestos debe hacer una gestión en una
oficina pública. El destrato, la interminable lista de agravios y ofensas que
tendrá que soportar para cumplir con la burocracia formal, es otro botón que
sirve de muestra.
Otra
fotografía es la de las largas filas de personas esperando para cobrar un plan
social, para obtener su jubilación, o percibir sus haberes en otra señal
evidente de esa desconsideración secuencial. Sectores sociales que no tienen
posibilidades, inician esas hileras muchas horas antes, a veces en la
madrugada, sufriendo inclemencias del tiempo de todo tipo, para que un
funcionario estatal lo despersonalice y lo trate como a uno más.
En
la educación estatal sucede lo mismo. Un alumno es solo eso, uno más en la
lista. No importa enseñar, mucho menos que progresen y aprendan. Las aulas, los
elementos de estudio, los contenidos, el edificio escolar, las instalaciones
sanitarias, otro signo de lo que piensa el sistema de su gente.
Ese
no parece ser el sistema que tanto elogian los defensores del régimen. Solo hay
que recorrer, escuelas, hospitales, oficinas públicas, para entender la utopía
del Estado eficiente, de ese costado humano que todos pretenden encontrar en
esa construcción mental falaz y que no existe de modo alguno.
Algunos
dirán que el problema son los operadores del Estado, esos empleados públicos
que descalifican el esfuerzo del resto. Inclusive no faltará quien diga que los
ineficientes son los menos.
El
problema no son los empleados, el asunto de fondo está en el sistema, ese que
desestimula a los que hacen bien las cosas pagándole lo mismo que a los que
hacen mal, ese que otorga “estabilidad laboral” creyendo que eso es un valor,
cuando es esa la herramienta que hace que a nadie le importe hacer su trabajo
como corresponde, después de todo, no lo podrán quitar de la nómina. Ni hablar
cuando media en este juego, el acomodo político, la recomendación, el
padrinazgo del algún dirigente que nunca falta.
El
sistema es esencialmente inhumano. Trata a la gente como basura. La destruye
moralmente haciéndola sentir una lacra, a veces ni siquiera la considera un
número, en todo caso como si fuera “una cosa”.
Es
casi imposible defender un sistema que maltrata a la sociedad, sobre todo a los
que menos pueden amortiguar el impacto de los atropellos de los abusadores
seriales. Es notable como algunos pretenden justificar esta actitud cotidiana,
que atraviesa épocas, gobiernos y colores partidarios.
La
política tiene ciertos estímulos que marcan su norte. Sus conductores, líderes
y dirigentes, solo están pensando en el próximo turno electoral. Allí tienen
puestos sus esfuerzos, su concentración, y a eso se dedican. El resto es solo
la matriz del desprecio.
albertomedinamendez@gmail.com
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