Vivimos una época en que la política
dejó de ser espacio de redención para convertirse en una imposibilidad
frustrante. He repetido cientos de veces que el pensamiento y la política se
divorciaron, convirtiéndose la segunda en un giro lamentable sobre lo
instituido. La política pasó a ser la administración de lo instituido
despojándose de toda carga, incluso de aquella vieja concepción que la definía
como “el arte de lo posible”.
Encontramos que quienes anuncian
prácticas de “democracia representativa” la transforman en verdad en una
situación deliberativa intrascendente incapaz de incidir con modificaciones
sobre lo instituido. Lo representativo ha dejado prácticamente de existir al
constituirse en un mecanismo conservador de lo existente y al no encarnar una
voluntad expresada desde la fuente instituyente
y lo llamado “participativo” ha sido convertido en una farsa que obtiene
resultados exactamente contrarios a los necesarios..
Es necesaria la tensión modificadora
que produce una sociedad en afán instituyente. Nos hemos planteado cambios
institucionales y no cambios estructurales que son los propicios para el logro
de la equidad social. Hay que construir
una ciudadanía y no tenemos tiempo como para andar proclamando que se
requerirían 20 o 30 años de un proceso educativo profundo. Hay que procurar un
despertar hacia una autodeterminación ciudadana y no detenerse en la larga
espera de una formación poblacional masiva.
Pasa por hacerlas interpelar y crear
así una tensión. Ello implica innovación originada en un profundo
discernimiento. Esto es, deben poder ser convertidas en activistas en procura
de la inclusión y del reconocimiento de derechos aún no reconocidos. Se trata
de la ruptura de una lógica instituida e impositiva que mantiene en vigencia un
acuerdo social básico absolutamente inepto para atender a las necesidades
políticas inmediatas de superación de un régimen autoritario e impide el poder
arrollador de una sociedad instituyente. Ello implica una nueva ética política
que hará posible la erupción de una nueva cultura política que posibilitará –entonces sí- el largo
período de educación masiva en la formación de ciudadanos. Algo muy contrario
al asistencialismo del estado, un perverso mecanismo que no hace ciudadanos
sino aciudadanos.
Cuando se fragmenta se enseña que la
movilización colectiva es inocua, se corroe el poder instituyente del cuerpo
social. La sociedad venezolana actual está en fase negativa. La protesta es una
simple pérdida de paciencia y la lectura de columnistas que insultan al
gobierno un simple ejercicio de catarsis.
Es lo que intentamos hacer:
procurarnos algunos ciudadanos, ya dueños de esta condición, para comenzar a
generar una cultura política esencialmente nueva.
Lo que pretendo al hablar de
ciudadanía instituyente no se refiere a un mito fundante. La política de
resolución de conflictos y de armonización de intereses se basaba en el respeto
estricto al orden legal vigente como única posibilidad política de
mantenimiento democrático. Después del revolcón que hemos sufrido ese contexto
de política está marchito. La paradoja es fácilmente soluble, puesto que al
estar encerrados (como estamos) en la “sin salida” (repito que ya he hablado
suficientemente de nihilismo y cinismo del siglo XXI) va a encontrarse
inevitablemente con una reacción frente al sometimiento, una que también de
manera inevitable va a estar marcada por una concepción de la política
absolutamente distinta de esta que practican entre nosotros tanto gobierno como
oposición. Hay, pues, esperanza, porque de la nueva ética saldrá racionalidad
en la nueva construcción. Ello provendrá de la toma de conciencia de una
necesaria recuperación (no del pasado, en ningún caso), sino del sentido.
tlopezmel@gmail.com
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