¿Qué duda
cabe? Izquierda es un bonito sello ideológico. Cobija a personalidades tan
emblemáticas de esta tendencia como Ernesto Samper, Piedad Córdoba o Navarro
Wolff, a un buen número de columnistas y a los dirigentes del Partido Liberal,
de Cambio Radical, del Partido Verde y desde luego del Partido Comunista y del
Polo Democrático, así como a buena parte del Partido de la U y ahora a quienes
se congregaron en Medellín en busca de una alternativa nueva y distinta del
uribismo y el santismo.
¿Qué los une?
Propuestas tan atractivas para los estratos populares como la lucha contra la
pobreza, el incremento del gasto social, servicios públicos a bajo costo,
reformas agrarias encaminadas a quebrar latifundios y una política fiscal y una
planificación económica que permitan una real redistribución de la riqueza.
Todo ello, claro está, a cargo del Estado.
Sin embargo,
tan ambiciosos proyectos suelen encubrir dos posiciones ideológicas opuestas:
la que se identifica con la socialdemocracia y la que ahora anda tras el
llamado Socialismo del Siglo XXI. La primera agrupa al liberalismo, Cambio
Radical y otros partidos cercanos al Gobierno. La segunda al comunismo, al Polo
Democrático y, aunque difieran en sus medios de lucha, a las Farc y al Eln.
El rasgo
distintivo de todos cuantos en Colombia se consideran de izquierda es la
satanización de quienes no compartimos sus concepciones imponiéndonos el rótulo
de derecha o de extrema derecha y presentándonos como cavernícolas, amigos de
los privilegios y enemigos de las reivindicaciones populares.
Así quedamos
catalogados, por cierto, los voceros de un pensamiento liberal (no el de doña
Piedad, sino el de Adan Smith, Von Misses, Hayeck o Jean François Revel). De
poco valen que los liberales de Hispanoamérica intentemos demostrar cosas que
deberían resultarle a todo el mundo obvias. Así, como nosotros, debieron
sentirse los discípulos de Galileo cuando era vista como una herejía su
meridiana verdad de que la Tierra era redonda.
¿Cuál es
nuestra herejía? Decir, por ejemplo, que la pobreza se derrota mediante un
modelo liberal como el de Chile o de los 'tigres asiáticos'; modelo que se
apoya en el esfuerzo privado, el ahorro, las inversiones, el adelgazamiento del
Estado, la supresión de sus asfixiantes trámites y regulaciones y de los
monopolios estatales, empresariales y sindicales y, sobre todo, a fin de dar
paso a una verdadera economía de mercado, la búsqueda de una educación de alto
nivel como la que puso a Singapur en el primer mundo. Decimos también que entre
nosotros el Estado, manirroto, pésimo administrador, mal empresario, genera
burocracia y clientelismo y una cultura del trámite. No cumple, en cambio, las
funciones que son de su exclusiva incumbencia, como el orden público y la
administración de justicia, dejándonos expuestos a la inseguridad y a la
violencia.
De modo que
nuestro Estado no es, como cree la izquierda, el remedio para combatir la
pobreza sino parte del mal. Su único y real beneficiario entre nosotros es la
clase política. En sus predios, monopolios y servicios pasta una profusa
burocracia, que eleva el gasto público y es entorpecedora, deficiente.
"Adelgazar al Estado -dice Mario Vargas Llosa- es la mejor manera de
modernizarlo y moralizarlo. Se trata, sobre todo, de poner fin al
reglamentarismo kafkiano y a los controles paralizantes y al régimen de
subsidios y de concesiones monopólicas, de prendas y dádivas".
Todo esto para
nuestra izquierda son herejías de derecha. Los rótulos son su arma de guerra.
Izquierda es una palabra que luce como una flor en la solapa. Y derecha, un
rótulo sombrío que nos endilgan a quienes nos permitimos recordar unas cuantas
verdades de Perogrullo.
Plinio Apuleyo
Mendoza
pam@gmail.com
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