Si alguna excepción ha tenido el cementerio de
escasez que hemos transitado en estos 13 años es en las denominaciones.
Huérfanos de ideas y realizaciones de cualquier tipo, quienes gobiernan
muestran sin embargo un exquisito talento para el eufemismo, la simulación,
ocultación de los hechos y para la transformación de patentes realidades en sus
exactos opuestos. Habilidades que tienen como instrumento principal el
denominalismo, práctica mediante la cual toda realidad queda transformada con
un simple cambio en el sustantivo que antes la nombraba.
Tampoco en esto es original nuestra revolución
vernácula. Desde que la madre de las revoluciones publicitarias se instaló en
Francia en 1789, todas estas conmociones sociopolíticas, unas más auténticas y
otras francamente de pacotilla, mostraron su gusto por renombrarlo todo. El
calendario de la Revolución Francesa cambió el número y los nombres de los
meses y los días, entre otras “profundas” transformaciones que no duraron ni 15
años; los bolcheviques le cambiaron el nombre a todo, comenzando por el país
soviético, y aunque todo eso tuvo una duración mayor, al cabo de 90 años hasta
el zar está reivindicado y adorado por el pueblo ruso.
La revolución que nos azota desde 1999 ejerce
profusa e intensamente su denominalismo, desde el pomposo cognomento
bolivariano adjudicado a la revolución, a la República, a gobernaciones,
municipios, fuerza armada, policías y a cuanto aparato estatal inventado o por
inventarse. Añádase el cacofónico Poder Popular adjudicado a ministerios e
institutos oficiales. Son ardides que intentan disfrazar de cambio profundo lo
que es apenas una muda de piel y sobre todo ocultar la inopia de contenido que
banaliza todo su discurso.
Tanta ridiculez está presidida por el cursi uso
del doble género para calificar a los cargos públicos, el cual alarga y afea
hasta el ridículo a la Constitución: diputados y diputadas, ministros y
ministras, electoras y electores, jueces y juezas, más un interminable
etcétera.Algunos “funcionarios o funcionarias”, con la presidenta del CNE como
lideresa absoluta, han convertido al doble género en un magistral ejercicio del
arte kitsch.
En lo que son unos maestros dignos de asombro en
la re-denominación de las innumerables calamidades por ellos producidas o
acentuadas. Así, los niños de calle pasaron a ser “niños de la patria”, aunque
siguieran campantes en las calles, los damnificados producidos por su
incompetencia son ahora “dignificados”, aunque permanezcan arrumados en la
incuria de vejatorios “refugios”. Los televidentes se llaman ahora “usuarios” y
los tradicionales mil bolos son ahora un solo “bolívar fuerte”, aunque permita comprar
menos que aquellos.
Mas en toda la verborragia denominativa, ninguna
supera en cinismo, hipocresía y perversidad a la odiosa muletilla “privados de
libertad”. Toda la sinvergüenzura, maldad y picardía de quienes asaltaron
nuestras instituciones para su provecho exclusivo y excluyente, se concentra
con química pureza en ese bastardo eufemismo, con el cual pretenden edulcorar
la condición sub-humana a la cual ellos mismos han arrojado a los 46 mil
venezolanos más desvalidos. Al margen de su incorrección gramatical, que debe
expresar una situación o “estar” y no una condición o “ser”.
La mostrenca disonancia adquiere ribetes
arquetípicos cuando la muletilla sale de los carrillos sobre-inflamados de la
ministra fosforito, toda ella un incunable de la iconografía bolivariana, reina
de la bastedad, la desmesura y la intolerancia.
Con gobernantes como “estas y estos”, todos
estamos “privados de libertad”.
@TUrgelles
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