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domingo, 1 de abril de 2012

ANTONIO COVA MADURO / VIDA DE LA CORTE

Los encargados de que todo marche como tiene que ser, pero sobre todo el mismísimo monarca, tienen un ojo especial para captar ausencias, pero mucho más un olfato crítico para detectar "autoinvitados". Está claro que el delicado y riguroso ceremonial de Corte cuenta con todos y cada uno de los que "tienen que estar" en el sitio justo a la hora pautada


Presurosos algunos nobles escogidos se dirigen al Palacio de Versalles, más precisamente a las recámaras reales. Es ya la hora determinada de la mañana en la que el Rey se despereza y debe iniciar sus actividades. A ellos les toca estar presentes para todo el diario ceremonial de "vestir a Su Majestad". A ninguno de los designados se le ocurriría faltar a lo que quizás sea la cita más importante del día. 



No puede haber ni ausentes ni asomaos en esa liturgia matutina. Los encargados de que todo marche como tiene que ser, pero sobre todo el mismísimo monarca, tienen un ojo especial para captar ausencias, pero mucho más un olfato crítico para detectar "autoinvitados". Está claro que el delicado y riguroso ceremonial de Corte cuenta con todos y cada uno de los que "tienen que estar" en el sitio justo a la hora pautada. 



Ninguna Corte es numerosa. No puede serlo porque luciría más bien una gallera a la que se ha dado "puerta franca". Su poder, su legitimidad y hasta su efectividad dependen de que sea el hábitat de un exiguo grupo de escogidos. Por eso, tanto las "entradas" a ese Edén, como las "echadas" de él son rigurosamente pautadas. 



Son, como en los clubes exclusivos de la oligarquía, otros miembros, ya duchos en la vida y milagros de la Corte, quienes "apadrinan" a los nuevos candidatos. Del éxito de semejante apadrinamiento dependen lealtades que serán muy útiles llegado el momento. Algo así fue lo que nos descubrió un sensacional trabajo de hace dos domingos en "Siete días" del diario El Nacional: el confiscador de tierras, Juan Carlos Loyo, entrando a la Corte de las manos del diputado carabobeño Ameliach. 



Este "apadrinamiento", sin embargo, no deja de tener sus peligros, porque si el "apadrinado" no se comporta y cae en la mira desagradada del autócrata, no sólo caerá él, sino su padrino también. Por ello siempre es recomendable que el candidato a cortesano muestre sus "cualidades" con el esmero adecuado en cuanta oportunidad tenga. Con ello da garantías al potencial padrino y atrae la benigna mirada del autócrata.

Otra forma de entrar puede ser coquetear con la familia real, llenarla de regalos, reírle sus gracias, servirles de compañía en cuanta oportunidad se presente. Recordemos el famoso refrán "quien a tu hijo besa, tu boca endulza". Y el autócrata es muy sensible a eso. 

Todo autócrata sabe que la reverencia y el temor que él debe provocar exige que nadie entre los cortesanos -o los aspirantes a serlo- se sienta exento de cualquier castigo: un periódico ostracismo como los que Chávez otorga de cuando en vez, o el exilio perpetuo; pero tampoco el cortesano sabe cuándo le puede venir un súbito regalo, una alabanza, un ascenso.

 Todo depende del humor del autócrata, y de su "standing": si la "popularidad" decrece, tanto más se precisa de la lealtad de los cortesanos. Castigos y premios, pues, son el pan nuestro de cada día en la vida de la Corte.

La Corte es también el dominio de las palabras, por ello ¡hay que cuidarlas! En el riguroso entrenamiento cortesano se aprende -y de ese aprendizaje y su práctica depende la sobrevivencia exitosa- lo que hay que decir y cómo decirlo, pero sobre todo se aprende lo que hay que ocultar y callar.
La Corte no es para los miembros desarrollar mejor su trabajo. No. Esa Corte existe para que el autócrata se sienta rodeado por quienes le son patria o muerte. Por ello el aprendizaje más vital es llegar a saber cómo hablarle al Jefe, de modo que al lograr convencerle de algún asunto, suban a la estratosfera los "puntos" del cortesano.

Y quizás más importante aún, saber cuál es la interpretación justa de sus palabras, y mucho más de sus silencios. 

Los veteranos logran imponerle al jefe sus temores porque saben cómo hablarle, incluso qué gestos administrar en el proceso, como cuando le convencieron de echar pa'trás la fallida Ley de Universidades.

Pero también cómo predecirlo: tarea agobiante y azarosa. 

Para el cortesano que aspire al éxito las fatigas abundan y los "tiempos" son eternos. Debe acudir en riguroso uniforme de cabeza a pie a todas las citas presidenciales y hasta debe "mudarse" a Miraflores, como dicen ya hizo Giordani. Así estará más cerca del autócrata y hasta se adaptará a una vida llena de trampas y negras sorpresas. 



Pero como era predecible, la Corte se marchita rápido y ya comienzan a abandonar al "Costa Concordia" los fieles de ayer. Vivimos en tiempos de talanqueras y excomuniones inútiles, mientras aires nuevos soplan desde el Este. 






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