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No es la primera ni seguramente será la última vez que me refiera a un fenómeno que me causa – y por lo visto le causa a muchísimos venezolanos – un hondo desasosiego: la insólita proliferación de precandidatos, de los que ya debemos andar por los veinte. Un fenómeno que en condiciones normales sería no sólo lógico sino altamente deseable. ¿Qué mejor signo de vitalidad y de confianza en los mecanismos democráticos que ver aumentar el número de ciudadanos que aspiran a formar parte del liderazgo nacional y dirigir los altos designios de la República? ¿Qué hecho más admirable que asistir al interés que despierta - en un país que hasta ayer repudiara a la política y sobre todo a los políticos - un proceso electoral de primera instancia que despierta tanto atractivo?
No me causaría ninguna preocupación si el mismo interés que provoca ofrecer los servicios individuales para aspirar a la presidencia de la República, lo provocara el deseo de las mayorías conscientes del país por ingresar a las filas de cualquiera de los partidos políticos al que pertenecen todos los precandidatos anunciados hasta ahora. De los que en un futuro inmediato tendremos, sin ninguna duda, un número aún mayor. Sin contar con los independientes. Sin importar si proceden del mismo partido o de la misma corriente ideológica. Que los hay que tienen hasta cinco precandidatos. Pues lo que estamos viviendo no es un signo de unidad ni muchísimo menos de conciencia con que enfrentar el cáncer terminal que sufrimos, sino la proliferación indiscriminada de ambiciones personales. Con absoluta prescindencia del estado de excepción en que se encuentra el país. Y de las propias posibilidades.
El divorcio entre la sociedad civil y los partidos políticos está muy lejos de haber sido subsanado. Las preferencias que dejan ver las encuestas respecto de las personalidades en liza no se compadecen en absoluto con el respaldo ciudadano con que cuentan los partidos políticos. Mientras la sumatoria de los porcentajes de todos los candidatos en la aceptación popular es altísima, la de los partidos es bajísima. Lo cual es una señal indiscutible del divorcio todavía existente entre la sociedad civil y los partidos políticos – al que por cierto contribuyen quienes se lanzan al ruedo sin consideración de las decisiones de sus respectivos partidos-, de la pervivencia en el consciente y en el inconsciente colectivo de un tenaz y porfiado rechazo a la política como se la entiende en democracia, vale decir, de aquella que se expresa a través de las ideologías y principios constitutivos de los partidos. La que se expresa en una sana relación entre los representantes y los representados. Y lo que es aún más preocupante, la sobrevivencia del personalismo, del caudillismo y del espontaneismo en las decisiones y acciones de dirigentes y electores, desesperados por encontrar un atajo a la satisfacción de sus anhelos y ambiciones.
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Ninguna de las transiciones exitosas que hemos vivido en los últimos cincuenta años en Hispanoamérica, de las que sobresalen la venezolana que dio paso a la democracia luego del 23 de enero del 58, la española del post franquismo a la que sirvió de modelo y la chilena, así como todas las del Cono Sur al salir de las dictaduras militares, fue antecedida por una voracidad candidatural de semejantes proporciones. No hubo primarias en Venezuela, no las hubo en España, no las hubo en Chile. Tampoco en Brasil, en Argentina o en Uruguay. No fueron necesarias, pues la conciencia del grave mal que enfrentaban y la indiscutida vigencia de sus liderazgos - a pesar del quebranto sufrido durante las dictaduras precedentes - impuso la cordura y la sensatez de resolver el problema sin soliviantar el avispero de las propias ambiciones.
En Venezuela hubo, antes que nada, un acuerdo de gobernabilidad entre las tres fuerzas políticas decisorias: AD, COPEI y URD. Fue el Pacto de Punto Fijo, tan difamado y escarnecido a pesar de haber sido la prueba de la altísima conciencia política y de la inmensa responsabilidad histórica de sus firmantes. En España, siguiendo el ejemplo venezolano, hubo el Pacto de la Moncloa. Y a las elecciones sólo se presentaron los más importantes líderes de los grandes partidos. En Chile hubo un solo candidato, escogido por la unanimidad de las fuerzas opositoras: Patricio Aylwin. Cuya elección fue decidida por el empeño que pusiera en lograr la unidad opositora. Fueron decisiones motivadas por la consideración de la inmensa gravedad del desafío que se enfrentaba y el profundo anhelo de las fuerzas opositoras por reconquistar la andadura democrática y asumir el sendero hacia la libertad, la modernidad, la prosperidad, el progreso.
No es el caso de la Venezuela actual. Inconscientes del inmenso
riesgo que enfrentamos, de la insólita gravedad del momento que vivimos, del poderío del omnipotente y omnipresente candidato único, líder único, comandante único y de su absoluta inescrupulosidad a la hora de montar las maquinarias que le garanticen la permanencia en el cargo, proliferan las individualidades opositoras, con o sin partidos propios, que se sienten llamadas a enfrentársele. Y capacitadas para ello. En muchos casos sin la más mínima consideración de sus fuerzas reales. Y de las del tirano que enfrentarían, sus gigantescos recursos y el servicio de todas las instituciones sometidas a sus arbitrios, de las que las Fuerzas Armadas y los órganos de justicia son escandalosos
instrumentos de su voluntad.
Peor aún: hasta el momento no existe ningún pacto de gobernabilidad, ningún acuerdo programático único. Hasta ahora, las máximas dirigencias partidistas permiten, incluso, que de sus filas se postulen en franca competencia personalidades consumidas por el afán de ser presidentes de la república. COPEI tiene cinco precandidatos. Un Nuevo Tiempo tiene dos. Independientes hay varios. Socialdemócratas, cuatro. Si incorporamos el espectro ideológico, veremos que muchos de los precandidatos comparten una visión liberal, otros una socialcristiana, otros la socialdemocrática. ¿Por qué, si en realidad no hay más de tres grandes opciones ideológicas y programáticas, hay 20 precandidaturas?
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En un encuentro con un líder opositor venezolano celebrada hace ya dos años, el ex presidente español Felipe González previno contra la tentación de caer en el torbellino de las primarias. “No se les vaya a ocurrir recurrir a primarias como mecanismo de escogencia de vuestros
candidatos”, expresó el líder del PSOE. “Complican inútilmente las cosas y dejan heridas que entorpecen el posterior desarrollo de los procesos electorales”.
Un confuso democratismo, propio de países desencajados de sus naturales liderazgos, ha terminado por imponer el recurso a las primarias. Y razones insuficientemente aclaradas han decidido la fecha de su celebración. La falta de acuerdos entre los partidos y la débil autoridad de la MUD no han podido impedir la proliferación de precandidatos. Todos ellos porfiadamente convencidos de que tienen opciones reales de llevarse el discutible trofeo: un país que deberá ingresar de inmediato a terapia intensiva y sufrir un auténtico tratamiento de shock. Asediado por la miseria, la crisis económica, la debacle institucional, el radicalismo.
Es perfectamente previsible que de mantenerse la lista actualmente en
curso, el ganador no obtenga el respaldo mayoritario y aplastante que convendría para que iniciara su campaña con el consentimiento real de todo el país opositor. Ante lo cual se ha llegado al absurdo de proponer una segunda vuelta. Lo que incentivaría la porfía en participar de aquellos que no tienen ninguna oportunidad real de ser elegidos y cuya participación no tendría otro sentido que el de medir sus fuerzas y acomodarse ante el reparto del Poder en un futuro y muy eventual gobierno.
El proceso de primarias ya es un hecho. La fecha de su realización, un acuerdo nacional. Si bien se abre paso el proyecto de adelantarlas cuanto sea necesario en caso de que el presidente de la república ordene adelantar las elecciones presidenciales para su personal conveniencia. Cuestión a la que el país, la MUD y los precandidatos debieran oponerse con toda la autoridad que les corresponde. Debemos imponer el respeto a las normas constitucionales y a las tradiciones democráticas de medio siglo, que las han dispuesto para el primer domingo de diciembre del año en cuestión.
Respecto de las precandidaturas, la sociedad civil debiera exigir de los partidos políticos proponer de entre sus filas un solo candidato. Y si fuere posible, que esos partidos, agrupados en los bloques ideológicos de su pertenencia, acuerden su elegido. Así, podríamos llegar a las primarias con no más de dos o tres candidatos: el socialdemócrata, el socialcristiano y el independiente. O, si se prefiere, aquel que represente a la Centroizquierda, el que exprese los afanes de la Centroderecha y aquel que, no perteneciendo a ninguno de ambos bloques corresponda a los intereses de quienes se declaran independientes.
Que los partidos se excusen de tomar decisiones definitorias y dejen la vía libre para que cualquiera de sus miembros se sienta ungido por nuestros dioses tutelares, demuestra la crisis y la desorientación que los aqueja. Un grave y profundo mal que nos ha arrastrado a estos pantanales.
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