Lo extraño no es el giro como tal, sino que no haya ocurrido antes. Quizás era demasiado agrio para Uribe, sometido a las irritantes pero en verdad inofensivas ofensas de Chávez
Se ha producido un giro de tono y sustancia en la política colombiana hacia Venezuela. El mismo tiene una explicación racional, aunque no comparta sus motivaciones. Es resultado de cuatro factores interconectados: la decepción de las élites político-económicas de Colombia con respecto a Washington; el éxito de la estrategia de seguridad democrática uribista; el caso Makled; y la debilidad esencial del régimen venezolano. Veamos:
Las élites colombianas se la han jugado a fondo con la alianza estadounidense. Han sobrellevado costos por ello, medidos en términos diplomáticos (caso de las bases militares norteamericanas), o económicos (descenso exponencial del comercio con Venezuela). Al final del túnel, sin embargo, se vislumbraba el Tratado de Libre Comercio con EEUU, un trofeo de suma importancia que ofrecía esperanzas en medio de la travesía del desierto. No obstante, Washington no ha cumplido. Al patente desdén de Obama hacia América Latina se añade un Departamento de Estado manejado por ingenuos idealistas, y un Congreso hasta hace poco dominado por un partido Demócrata comprometido a fondo con los intereses proteccionistas de los grandes sindicatos norteamericanos.
Sin Tratado de Libre Comercio con EEUU, a Bogotá se le ha hecho casi imperativo restaurar óptimos lazos comerciales con Venezuela. El empresariado lo exige con intenso clamor, y aunque parezca paradójico, el éxito de la política de seguridad de Uribe ha proporcionado a su sucesor un amplio campo de acción y la flexibilidad táctica necesarios para acercarse a Chávez, sin sacrificar objetivos fundamentales en la lucha contra la guerrilla.
Dentro de este contexto se ubica el sonado caso Makled. El malencarado capo del narcotráfico se ha convertido en una ficha útil para Bogotá, y en fuente de amargo temor para los atarantados y temerarios revolucionarios en Venezuela. Es obvio que Makled llegará a Caracas, si es que ello finalmente ocurre, luego de haber “cantado” como un canario que ve un gato. No es necesario que visite Guantánamo. La inteligencia estadounidense debe tener ya en sus manos todos los elementos de interés en poder del locuaz narcotraficante. Sin embargo Santos, quien a todas luces ha tomado de lleno la verdadera medida de Chávez, maniobra con el miedo de su colega venezolano y le enseña a Makled como un anzuelo oculto tras suculenta carnada.
Santos entiende, como frío veterano que es, la debilidad esencial del régimen chavista, la fragilidad de una revolución sin fervor que al tiempo de proclamar el fin del capitalismo, sobrevive gracias al torrente de dinero que genera el petróleo. Santos percibe al otro lado de la frontera el maloliente vaho de corrupción que envenena los tejidos del régimen chavista, y observa con inocultable agrado los disparates de su colega, que en medio del delirio de una revolución quimérica permite el gradual pero seguro avance de los intereses de Colombia, Brasil y Cuba sobre el cuerpo herido de una Venezuela que se desploma.
Lo extraño no es el giro como tal, sino que no haya ocurrido antes. Quizás era demasiado agrio para Uribe, sometido a las irritantes pero en verdad inofensivas ofensas de Chávez. Santos puede caminar con más soltura. Su sonrisa cínica pone de manifiesto un espíritu lúcido e implacable, demasiado refinado y maquiavélico frente a la crudeza y ausencia de sentido de las proporciones de su par venezolano. Desde luego, en todo este torneo geopolítico Colombia es el gato, y Venezuela bajo Chávez un ratón que pretende rugir como tigre, pero del cual brota un enojoso chillido.
aromeroarticulos1@yahoo.com
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Se ha producido un giro de tono y sustancia en la política colombiana hacia Venezuela. El mismo tiene una explicación racional, aunque no comparta sus motivaciones. Es resultado de cuatro factores interconectados: la decepción de las élites político-económicas de Colombia con respecto a Washington; el éxito de la estrategia de seguridad democrática uribista; el caso Makled; y la debilidad esencial del régimen venezolano. Veamos:
Las élites colombianas se la han jugado a fondo con la alianza estadounidense. Han sobrellevado costos por ello, medidos en términos diplomáticos (caso de las bases militares norteamericanas), o económicos (descenso exponencial del comercio con Venezuela). Al final del túnel, sin embargo, se vislumbraba el Tratado de Libre Comercio con EEUU, un trofeo de suma importancia que ofrecía esperanzas en medio de la travesía del desierto. No obstante, Washington no ha cumplido. Al patente desdén de Obama hacia América Latina se añade un Departamento de Estado manejado por ingenuos idealistas, y un Congreso hasta hace poco dominado por un partido Demócrata comprometido a fondo con los intereses proteccionistas de los grandes sindicatos norteamericanos.
Sin Tratado de Libre Comercio con EEUU, a Bogotá se le ha hecho casi imperativo restaurar óptimos lazos comerciales con Venezuela. El empresariado lo exige con intenso clamor, y aunque parezca paradójico, el éxito de la política de seguridad de Uribe ha proporcionado a su sucesor un amplio campo de acción y la flexibilidad táctica necesarios para acercarse a Chávez, sin sacrificar objetivos fundamentales en la lucha contra la guerrilla.
Dentro de este contexto se ubica el sonado caso Makled. El malencarado capo del narcotráfico se ha convertido en una ficha útil para Bogotá, y en fuente de amargo temor para los atarantados y temerarios revolucionarios en Venezuela. Es obvio que Makled llegará a Caracas, si es que ello finalmente ocurre, luego de haber “cantado” como un canario que ve un gato. No es necesario que visite Guantánamo. La inteligencia estadounidense debe tener ya en sus manos todos los elementos de interés en poder del locuaz narcotraficante. Sin embargo Santos, quien a todas luces ha tomado de lleno la verdadera medida de Chávez, maniobra con el miedo de su colega venezolano y le enseña a Makled como un anzuelo oculto tras suculenta carnada.
Santos entiende, como frío veterano que es, la debilidad esencial del régimen chavista, la fragilidad de una revolución sin fervor que al tiempo de proclamar el fin del capitalismo, sobrevive gracias al torrente de dinero que genera el petróleo. Santos percibe al otro lado de la frontera el maloliente vaho de corrupción que envenena los tejidos del régimen chavista, y observa con inocultable agrado los disparates de su colega, que en medio del delirio de una revolución quimérica permite el gradual pero seguro avance de los intereses de Colombia, Brasil y Cuba sobre el cuerpo herido de una Venezuela que se desploma.
Lo extraño no es el giro como tal, sino que no haya ocurrido antes. Quizás era demasiado agrio para Uribe, sometido a las irritantes pero en verdad inofensivas ofensas de Chávez. Santos puede caminar con más soltura. Su sonrisa cínica pone de manifiesto un espíritu lúcido e implacable, demasiado refinado y maquiavélico frente a la crudeza y ausencia de sentido de las proporciones de su par venezolano. Desde luego, en todo este torneo geopolítico Colombia es el gato, y Venezuela bajo Chávez un ratón que pretende rugir como tigre, pero del cual brota un enojoso chillido.
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