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jueves, 22 de julio de 2010

ANÁLISIS DE PERSONAJES ROJITOS: EL INNOMBRABLE; ANDRÉS SIMÓN MORENO ARRECHE

Parece mentira que fuera Samuel Beckett, dramaturgo, novelista, crítico y poeta irlandés, uno de los más importantes representantes del experimentalismo literario del siglo XX dentro del modernismo anglosajón, quien realizara -sin proponérselo, claro está- el más acertado perfil de nuestro innombrable, el mismo aquel que se refugió en el Museo Militar, no precisamente ‘Esperando a Godot’, sino esperando más bien el ‘Fin de Partida’ de su alocado ‘coup dê etat’, algo así como ‘La Última Cuita’ de su añorado Maisanta, en un ‘Acto Sin Palabras’ que la historia (y en La Haya) le cobrará con creces.

‘El Innombrable’, novela de Samuel Beckett, comienza con las mismas preguntas con las que se iniciara en política aquel que ofreció ‘quitarse el nombre’ en el año 2000 si en los doce meses siguientes se encontrare un niño abandonado en las calles de Venezuela. De ahí su ‘des-nombre’. Las preguntas de aquél y las de éste innombrable han sido, repetidamente éstas: “¿Dónde ahora?”... “¿Cuándo ahora?”... “¿Quién ahora?” Para ambos innombrables todo sentido de lugar o tiempo se ha esfumado y el tema esencial parece ser el conflicto entre el impulso de la “voz” protagonista de seguir hablando con el fin de sobrevivir de alguna forma, y su igualmente impetuosa urgencia de hacerse merecedora del silencio y el olvido definitivos.

Pese a la opinión muy extendida de que el trabajo de Beckett, como en la novela aludida, es esencialmente pesimista, los venezolanos hemos descubierto que además de los valores literarios, hay en este texto una suerte de premonición, no tanto por la coincidencia en el nombre ‘innombrable’ de los personajes, como en la asombrosa sintonía psicológica de ambos, lo que convierte a Beckett en un augur particularmente asertivo para la interpretación del componente psicológico de este protagonista principalísimo, escribidor y actuante de este teatro del absurdo que llaman Socialismo del Siglo XXI.

Porque tanto aquel innombrable de la ficción ‘beckiana’, como éste, el de la realidad venezolana, padecen de una fuerte incapacidad para orientarse, pues el monólogo de aquél (expresado en palabras para ser leídas) como el del nuestro (en insufribles cadenas televisivas para ser visto y oído) está encaminado a adjudicarse un nombre, un lugar y un tiempo ajenos y exógenos. Dice El Innombrable de Beckett:

“...no pediría otra cosa de mí que saber que lo que oigo no es el sonido inocente y necesario de cosas mudas constreñidas a permanecer, sino la palabrería impregnada de terror del condenado al silencio.”

Tal podría ser el pedimento de nuestro innombrable, insomne y errante (mas nunca solo) al deambular por los quejumbrosos pasillos del Palacio de Misia Jacinta, en esas frías y húmedas madrugadas caraqueñas cuando el litio no le puede controlar las ansiedades, y entonces fagocita todos los dulces de lechosa de la generosa e inagotable despensa de la cocina miraflorina. Porque la palabrería y el posterior silencio forman los quistes idénticos de su conducta: Se ve constreñido a hablar, sea de lo que fuere, en tanto que lo que se impone, muy adentro de su psique, es el silencio. Pero tienen que hablar, tanto aquel innombrable de ficción como éste, de la absurda realidad, pues únicamente a través del mensaje (así sea este incongruente o contradictorio) es como determina que existe. Dejar de sonar para las masas equivale a destruirse.

Y sin embargo, tanto El Innombrable de Beckett como el nuestro, reconocen que la palabrería, por sí misma, no conduce a nada. El de Beckett lo expresa así:

“Entretanto sería estúpido discutir de pronombres y de otros elementos de la charlatanería. El sujeto no importa, no lo hay.”

Tampoco lo hay para nuestro innombrable. Y no nos referimos al sujeto de la oración, sino al sujeto social, el que nada le importa y del que nunca desea discutir, ni de él ni de otros elementos de la opinión pública, a la que coincidentemente el nuestro llama ‘charlatanería’. Y es que como el personaje de ficción, la verdadera identidad política de nuestro innombrable debe seguir disfrazada, como desde siempre, y por ello debe vivir únicamente de y con palabras. Cuando uno lee El Innombrable de Samuel Beckett resulta inevitable asociar los monólogos de aquél con nuestro inefable innombrable:

“...no hay necesidad de boca, las palabras están por doquier, dentro de mí, fuera de mi. Bien, bien, hace un minuto que yo no tenía cuerpo, las oigo, no hay necesidad de oírlas, no hay necesidad de cabeza, imposible pararlas, estoy en las palabras, hecho de palabras, palabras de otros ¿Qué otros? El lugar también...”

Palabras des corporizadas que identifican a El Innombrable de Beckett, pero irónicamente no existe palabra para su nombre. A curso inverso, el nuestro si tuvo palabra para su nombre, de hecho dos: Hugo Rafael, de las que se desprendió con el concurso de una promesa incumplida. Un desprendimiento de nombres que no tuvo necesidad de bocas, tan solo de la suya, la que profirió la ofrenda quebrantada.

Como el personaje ficcionado por Beckett, nuestro innombrable prosigue sin integridad pues ya no sabe qué es; continúa sin creencias, sin identificación creíble, sin saber por qué es culpable de sus pecados, sin ninguno de esos puntales éticos en los que los hombres trascendentes suelen apoyarse. Sobrevive en el escenario político y continuará sobreviviendo porque se lo permitimos. En un universo político que no entiende nada, y sin contar siquiera con un nombre, no tendrá salvación.

andresmorenoarreche@gmail.com

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