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miércoles, 23 de julio de 2014

HUMBERTO SEIJAS PITTALUGA, UN DISPARO QUE MATÓ A MILLONES, SESQUIPEDALIA

Dentro de pocos días se cumplirá cien años del comienzo de lo que se llamó en esa época la Gran Guerra y después pasó a ser conocida como la Primera Guerra Mundial.  Fue una conflagración que inicialmente debió estar limitada a dos países en el centro de Europa pero que al final implicó una lucha en la cual se enfrentaban combatientes de los cinco continentes y que necesitó el llamamiento a las armas de casi 65 millones de soldados.


¿Por qué se llegó a este horrible hecho después de que Europa había disfrutado de un siglo de relativa paz?  Antes de contestar, hay que señalar que los estadistas europeos, a partir de 1814 habían diseñado un sistema de equilibrio del poder  que devenía de la aceptación tácita de una norma: ninguna nación podía adquirir una posición predominante que le permitiera dominar a las otras. Si lo intentaba, las otras se coaligaban y lo intimidaban.  Era una política disuasoria  que buscaba impedir la aparición de un nuevo Napoleón que se apoderara de Europa.  Su objetivo era asegurar la paz no dando a las guerras ninguna perspectiva razonable de ganancia y haciendo que las pocas hostilidades que llegasen a producirse quedasen restringidas a objetivos limitados que no amenazasen el equilibrio existente, que se resolviesen en pocos días mediante una o dos batalla decisivas.

El pero estaba en que la supervivencia de ese sistema de seguridad colectiva requería que una de dos cosas: un gobierno constitucional en el cual el parlamento pudiera ponerle frenos al mandatario que tuviese afanes de ganancia o gloria; o, en las monarquías absolutistas que abundaban a comienzos del siglo XX, un soberano responsable, prudente, capaz de auto-refrenarse y de hacerse obedecer por los militares. Autoridades así dejaron de existir en Alemania después de la muerte de Guillermo I, en Rusia después de la muerte de Alejandro III, y en Austria-Hungría cuando Francisco José comenzó a declinar por la senectud.  A eso, súmesele que Francia era una república donde no había gobiernos fuertes; tanto que en los 45 años de la pre-guerra hubo 42 ministros de Guerra y Marina. En ninguno de esos países había instituciones políticas — apoyadas sobre bases constitucionales— capaces de ejercer la autoridad sobre los militares.

Mucho del drama se debió a que el planeamiento y la política militares se dejaron casi exclusivamente en manos de los altos mandos.  Eso llevó a que durante la Gran Guerra se pudiera observar el sorprendente espectáculo de inmensas maquinarias humanas —con todo y sus piezas de repuesto— avanzando según unos planes irreversibles hacia lo que devino en un frente fortificado desde Suiza hasta el mar, con flancos imposibles de rodear, y en el cual tantos millones de vidas fueron sacrificadas en una ordalía cruel y en vano.  Esa guerra nunca ha sido igualada en la relación sacrificios sangrientos versus logros mezquinos.
La decisión se produjo finalmente, no por una batalla decisiva de las que preconizaba Klausevitz, sino por el agotamiento del recurso humano.

Los disparos que hizo Gavrilo Princip el 28 de junio de 1914 no solo asesinaron al archiduque Francisco Fernando y su esposa; fueron también las primeras notas de una sinfonía trágica marcada por los compases de billones de disparos de todo calibre y terminada en una coda de más de treinta millones de personas inmoladas. También fueron el pistoletazo de salida para la concreción de un fatal cronograma de movilizaciones.  Entre el 28 de julio y el 23 de agosto volaron declaraciones de guerra por toda Europa. Y hasta el lejano Japón se metió en la contienda. 

Bárbara Tuchman nos explica en “The Guns of August” que "Europa era un montón de espadas, apiladas tan delicadamente como briznas de paja; no se podía sacar una sin mover las otras".  Lo que faltaba era un incidente casual, una decisión imprudente o un gesto desesperado para que se desencadenase todo. Los hechos de Sarajevo fueron ese detonante.  Por desdicha, el asesinato del heredero de un emperador al que le quedaba poca vida — uno que reunía condiciones personales, firmeza de carácter y visión política— impidió que llegara a la corona alguien que hubiese podido detener la descomposición política de Austria.  Y, así, de la guerra.

Por estos lados, y cien años después, no sería malo que meditásemos sobre estas cosas y reflexionemos si debe darse a los militares tanta intervención (y hasta intromisión) en asuntos de Estado.  Primero, se puede correr el riesgo de confundir unos objetivos militares designados por oficiales sin formación política con los grandes objetivos nacionales.  Aquí no es muy probable que ocurra porque lo que abunda son jefes que dan ganas de llorar por su enanismo mental, su avidez de riqueza y su genuflexa sumisión a los colonizadores cubanos.  Pero puede suceder…  Después, por la existencia de un poder legislativo que no sirve de check & balance del ejecutivo sino que le estampa sello de legitimidad a todos los desmanes que decidan el capitán Hallaca y el PUS. Y, para rematar,  un “monarca” poco ilustrado que se resiste a dejarse asesorar por consejeros sensatos e ilustrados, que trata de sofocar la participación ciudadana, y que se aferra a sus prerrogativas —sin darse cuenta de que, en realidad, ya no puede ejercerlas.  O sea, igualito que su tocayo Nikolai en la Rusia de 1914…


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viernes, 4 de julio de 2014

ANÍBAL ROMERO, UN DISPARO, UNA GUERRA

El pasado día sábado 28 de junio se cumplieron cien años del asesinato del heredero al trono del Imperio Austro-Húngaro, evento que detonó la Primera Guerra Mundial. Ese particular suceso no causó propiamente el conflicto, sino que fue la chispa que incendió una pradera reseca y lista para arder durante cuatro años de dolor en Europa.

Lo que mostró el disparo que acabó con la vida del desafortunado heredero a una corona imperial, que ya para entonces era un puñado de ruinas sostenidas como por arte de magia, es que pequeños eventos pueden desatar grandes tragedias. En tal sentido conviene distinguir entre las causas profundas de, por ejemplo, el desastre de 1914-1918, y los acontecimientos específicos o causas detonantes que hicieron estallar el polvorín acumulado.
Existen analogías entre la situación vigente en Europa los años inmediatamente anteriores a la ruptura de hostilidades (Agosto 1914), y la actual situación internacional. También hoy, como entonces, el escenario presenta dos potencias insatisfechas (China y Rusia), que de modo parecido a la Alemania del Kaiser Guillermo II, procuran alterar aspectos básicos de la correlación de fuerzas geopolíticas a nivel regional y global. También hoy, como entonces, actores que juegan de modo independiente a las potencias principales son capaces de complicarlo todo, como ocurrió con el viejo continente en los Balcanes y en nuestros días ocurre en el Medio Oriente. También hoy, como entonces, una potencia predominante pero desgastada intenta evadir los conflictos que se perfilan, pero los mismos no la dejan sola. Me refiero desde luego a Estados Unidos, y pienso en Gran Bretaña y Francia durante la “Belle Époque”.
Pero considero que la más ilustrativa analogía entre los tiempos que precedieron la Primera Guerra Mundial y el paso de nuestros días, se refiere a la generalizada convicción –con algunas excepciones, por supuesto—según la cual, a pesar de los múltiples desafíos que hoy asoman sus rostros amenazantes alrededor del mundo, el peligro de una “gran guerra”, es decir, de una confrontación que involucre a las principales potencias y se extienda más allá de teatros regionales limitados, ha sido conjurado, posiblemente para siempre.
Tal vez ahora no seamos tan ingenuos como los distraídos burgueses que disfrutaban las delicias de la “Belle Époque”, en la Europa de comienzos del siglo XX; no obstante, todavía se comete a diestra y siniestra el más pernicioso de los errores politicos, que consiste en confiar demasiado en la racionalidad humana.
Impresiona constatar que antes del estallido de la guerra en 1914, aparecieron sesudos libros que aseguraban que la guerra era “imposible”, pues sería demasiado costosa en términos económicos y empujaría contra la corriente de los intereses financieros de los participantes. E impresiona constatar que antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial en 1939, analistas del tema internacional y estudiosos de los avances en las técnicas y estrategias militares de ese tiempo, estaban convencidos que el poder de los bombarderos y explosivos para el momento existentes serían suficientes para destruir ciudades enteras, como Londres, París y Berlin, y por lo tanto, debido al miedo a la aniquilación mutua, ninguna de las potencias se atrevería a desatar una conflagración que al final también la arrastraría.
¡Quimeras e ilusiones que jamás cesan! Gratos sueños de paz perpetua que, insisto, se nutren de una miope sobrestimación de nuestra razón, y de la tendencia a minimizar el peso de nuestros instintos y pasiones.
Anibal Romero
aromeroarticulos@yahoo.com

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