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martes, 13 de octubre de 2015

JUAN JOSÉ MONSANT ARISTIMUÑO, NUEVOS RETOS, NUEVAS RESPUESTAS

Crear una Comisión internacional contra la impunidad sería impensable en la Venezuela actual. No hay manera tan siquiera de plantearse, por dos realidades, entre otras muchas:

1) un régimen estatista como el nuestro, manejado por un estamento cívico militar constituido en Estado Forajido, no podría aceptar una instancia internacional superior a las nacionales. Se rasgarían las vestiduras y apelarían al decadente concepto de soberanía, nacionalismo, patria; muy en consonancia con las posturas atrincheradas que se tocan: la extrema derecha y la extrema izquierda

2) Un organismo internacional contra la impunidad, tutelado por las Naciones Unidas tendría que actuar dentro de un régimen democrático, para juzgar con libertad y justeza; y en Venezuela no existen tales condiciones, porque el Estado mismo es el delincuente, serían sus administradores los imputados en la comisión de delitos de lesa humanidad (delitos que ofenden a la humanidad), tal como lo prevén los artículos 5 y 6 del Estatuto de Roma (Corte Penal Internacional).
                                                                                                       
En la actualidad existen dos instancias internacionales para dilucidar estos delitos contra la humanidad (no solo es el genocidio), la Corte Penal Internacional y, la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala – CICIG – creada a petición de propio gobierno guatemalteco bajo la presidencia de Oscar Berger el 12 de diciembre de 2006 bajo la asesoría, apoyo y custodia de las Naciones Unidas. En un principio fue para investigar los crímenes, desapariciones, torturas originadas en los organismos de seguridad, para luego ir ampliando sus facultades hasta llegar a los acontecimientos que todos conocemos iniciados con la investigación e imputación de graves delitos contra la cosa pública; primero, a la vicepresidenta Roxana Baldetti y luego al propio presidente Otto Pérez Molina.
                                                                                                       
La corrupción, en puridad, la impunidad, se está llevando por delante los pocos vestigios de democracia que sobreviven en nuestra región, incluso en la Europa latina. Y nuestra región no escapa a ese flagelo de debilidad humana convertido en crimen contra la humanidad, contra su propio pueblo. Cada dólar, euro, bolívar, quetzal, lempira o libra esterlina que enriquece al funcionario, se lo birlan a la ciudadanía, y de ella, al que más sufre: el débil; e introduce un desvalor agregado, la pérdida de confianza en las instituciones, los partidos políticos, los parlamentarios, en definitiva, en la democracia. De allí que hay que ser implacable a la hora de juzgar estos delitos, manifestados no solo en el robo directo, que lo hay, sino en las comisiones, sobrevaloración,  compra y utilización de materiales de inferior calidad,  viajes indebidos y el uso de los bienes públicos para fines particulares. Por otra parte, hay que tener presente que por cada funcionario corrupto, hay un particular que corrompe.
                                                                                                       
Ante la magnitud de este flagelo, la creación de Comisiones Internacionales contra la impunidad es una opción; se trata de salvar  un modo de vida, la nación, la libertad. Sería un gesto de desprendimiento y trascendencia de esta generación a la posteridad. Si se apela a la soberanía, entonces no hay como justificar, por ejemplo, la detención de Pinochet procesada por un juez español (Garzón) y ejecutada por un juez inglés. Nuevos retos reclaman, nuevas actitudes y respuestas.
                                                                                                                         
Juan Jose Monsant Aristimuño
jjmonsant@gmail.com
@jjmonsant

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