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martes, 15 de septiembre de 2015

JUAN JOSÉ MONSANT ARISTIMUÑO, EL GRITO, DESDE EL SALVADOR

Todo en una semana o en un día. No importa el tiempo, el grito está allí, con la misma expresión ante lo inaudito de la naturaleza humana.

Cuando el cuadro desapareció, me intrigó la alarma general que se multiplicó en los medios de comunicación. De modo que decidí escudriñarlo a fondo, en los detalles; las copias, por supuesto. En una primera impresión detuvo mi atención los colores subidos de tono y sus contrastes, como las pinturas de Vicente Van Gogh a las que estamos acostumbrados ver desde las aulas de secundaria, los girasoles, autorretratos atormentados, molinos holandeses, y luego, aquella genial interpretación que de él hizo Kirk Douglas en un filme de Vicente Minnelli,

Un loco de pelo rojo, que nos dejó la impresión que el pintor realmente no se encontraba siempre en sus cabales. Así que a través de Van Gogh, llegué al famoso cuadro robado en un museo de Oslo en el 2006, El grito, pintado por Edvard Munch. Los intensos colores de un cielo rojo y amarillo, el puente, el mar en pinceladas de añil y una figura fantasmal, más parecida a un alienígena que a un humano, con sus manos apretándose el cráneo mientras profería un grito entre desesperación, impotencia y asombro, nos dio la explicación de su trascendencia y significado.

Fue la imagen que vino a mi mente, El grito, no otra, cuando observé las fotografías de aquellos seres humanos atravesando un menguado río, cargando una cocina de gas, un sofá, gallinas atadas de sus patas a una barra de madera, un niño agarrando su camión de plástico en una mano, mientras que atada a su cabeza colgaba una cesta de mimbre con sus modestas posesiones. Entre todas las fotos y vídeos, incluyendo los tractores aplastando paredes, puertas, techos, de precarias casas marcadas previamente con una D, no se sabe si de destruir o deportar, sobresale la de una joven alta, delgada, de un largo pelo negro que intentó ser recogido alrededor de su cráneo, pero que le caía sin forma alrededor de su cuello, mientras sus brazos sostienen al hijo que amamanta, y su mirada perdida hacia ninguna parte que solo transmite impotencia, resignación y perplejidad.

Esas filas de colombianos sacados a media noche, con sus bienes destruidos, maltratados, humillados, perplejos, rodeados de impacientes soldados, hizo que viniera a mi memoria la lectura del genocidio perpetrado por el gobierno de los Jóvenes Turcos, contra la población armenia a la cual deportaban. Y más reciente, en 1982, en la llamada Navidad Roja cuando los sandinistas iniciaron el despoblamiento, traslado forzado, de los indios miskitos asentados en la ribera nicaragüense del Rio Coco, fronterizo con Honduras, a tierras interioranas bajo la excusa de protegerlos de la Contra; previa destrucción de sus bohíos y sembradíos.

Aparte de los colombianos deportados en forma compulsiva y desconsiderada, que hace sospechar escondidos delitos, Nicolás Maduro, el dictador ignaro de Venezuela, decidió que la etnia Wayú, habitantes de la Guajira antes de la llegada de Colón al Nuevo Mundo, no podían circular libremente por su milenario territorio.

Un niño atraviesa la vaguada con su tesoro a cuestas, un hombre salva sus gallinas, otro carga un sofá, una abuela protege a su nieta de la alambrada y las botas, una madre amamanta en una improvisada tienda de campaña, y una guajira se detiene frente a una alcabala mirando hacia donde siempre iba. Un bebé inmigrante aparece ahogado en una playa del Mediterráneo, y una reportera húngara patea a un padre con su hija en brazos. Todo en una semana o en un día. No importa el tiempo, El grito está allí, con la misma expresión ante lo inaudito de la naturaleza humana.

Juan Jose Monsant Aristimuño
jjmonsant@gmail.com
@jjmonsant

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