Buena
parte de la sociedad observa el patético espectáculo del clientelismo político
con sorpresa, espanto y estupor. Reprueba esas prácticas con vehemencia,
incriminando a quienes la implementan y planteando su indignación por la
creciente influencia que ejerce en los comicios.
Esta
humillante dinámica, que intenta someter la voluntad de los votantes a los
designios de los dirigentes políticos tiene muchos responsables. No son solo
los corruptos de siempre, ni tampoco los pícaros que han montado una industria
a partir de este instrumento, para aprovechar la ocasión.
Amenazar
a un empleado estatal con reducir sus ingresos, a un beneficiario de un
programa social con quitarle esa ayuda o, simplemente, ofrecer un intercambio
de votos por dinero, mercaderías o la promesa de un empleo, es una brutal
canallada. Habla muy mal de quien utiliza estas circunstancias de necesidad del
ciudadano para coartar su decisión a la hora de sufragar.
No
se puede responsabilizar de estas manipulaciones a las víctimas. Una persona
condicionada por su situación de pobreza puede ser un blanco fácil de estos
pésimos hábitos de la política contemporánea, aunque es clave identificar que
no todos son mártires, ya que muchos se han profesionalizado y aprendieron a
maximizar el momento electoral.
Los
personajes de la política que recurren a esta modalidad como rutina no merecen
defensa alguna. Ellos tienen una responsabilidad enorme y es muy evidente que
no son capaces de seducir a los ciudadanos con su carisma, sus discursos y,
mucho menos, con sus limitadas capacidades intelectuales. Si esos atributos
estuvieran presentes ganarían elecciones sin necesidad de apelar a estos
métodos tan denigrantes y despreciables.
Pero
ellos son solo la punta del iceberg, lo que se ve, lo que aparece en la
superficie. Las verdaderas causas de este fenómeno que aumenta de un modo
escandaloso radican en otro ámbito menos visible. Sus verdaderos causantes, los
que han permitido su nacimiento y luego su desarrollo en una especie de espiral
de perfeccionamiento y sofisticación inagotable, son los mismos ciudadanos que
hoy se horrorizan frente a cada anécdota.
Cada
hecho tiene sus causas y sus efectos. Casi nunca lo perceptible explica
realmente lo que ocurre. Para comprender los mecanismos hay que sumergirse un
poco, a veces bastante, y encontrar allí las raíces del asunto.
Nada
cambiará si no se va hasta el fondo, para entender primero las insondables
causas y operar sobre ellas de un modo decidido. Atacar las consecuencias es
como pretender curar una enfermedad disminuyendo la fiebre y suponiendo que
ella es el problema, cuando en realidad es solo un aviso, de que algo está muy
mal y merece una rápida atención.
Ignorar
este esquema tan sencillo y frecuente, el mismo que los individuos siguen para
resolver sus cuestiones domésticas, personales y profesionales, es también
parte del problema y explica, en buena medida, porque estas prácticas perversas
no encuentran techo. Es probable que no se haya invertido suficiente tiempo en
buscar las causas reales y, mucho menos, en actuar en esa dirección. La queja
retórica no modifica nada, si no va acompañada de una actitud consistente que
logre alinear discurso y acción.
Los
políticos que han hecho del clientelismo una de sus herramientas preferidas no
podrían hacerlo sin una doble complicidad ciudadana. La más indisimulable tiene
que ver con el funcional silencio de una sociedad que contempla como sus
valores se degradan y hace poco al respecto.
El
clientelismo forma parte de lo cotidiano, sin embargo las denuncias no abundan
y quedan en la nada casi siempre. Ni siquiera existe el esperable castigo
moral, un objetivo poco ambicioso pero totalmente necesario.
Es
que se han naturalizado estas inadecuadas costumbres. Pareciera que la sociedad
solo las describe como parte del paisaje, y si bien las critica, tampoco
convierte esos reclamos en algo superior. Al mismo tiempo se justifica a quien
recibe un favor a cambio del apoyo político, validando entonces este presente
de un modo muy preocupante.
Tal
vez la raíz profunda de la cuestión esté relacionada con la visión ideológica
que prevalece entre los ciudadanos, que cree en la idea de un Estado grande,
con muchos recursos económicos disponibles y encargado de resolverle a la
sociedad la totalidad de sus problemas.
Un
Estado omnipresente precisa de gran cantidad de dinero, recauda impuestos, se
endeuda y hasta emite moneda para financiar su desbordado gasto, ese que la
sociedad avala desde lo argumental aduciendo que debe ocuparse de casi todo
para que los ciudadanos sean felices y prósperos.
Esta
pérfida mirada es la que permite que los gobiernos, conducidos por los
políticos de turno, accedan a abundantes presupuestos que dilapidan
arbitrariamente. El combo se completa con la ausente vocación cívica de
demandar transparencia en el gasto estatal, y así el clientelismo consigue su
principal aliado, su socio más preciado.
Una
ciudadanía que hace una apología de ese Estado gigantesco, que debe hacerse
cargo de todo, solo promueve la creación de una casta de políticos que sueñan
con administrar mucho dinero discrecionalmente y sin rendir cuenta alguna. Sin
ese ingrediente vital, el clientelismo estaría absolutamente limitado, su
existencia sería marginal y de escasa incidencia electoral, empujando entonces
a los políticos a esmerarse un poco más para cautivar a los electores con
ideas, programas y proyectos.
La
próxima vez que se intente analizar un suceso político que venga de la mano de
estas prácticas inmorales, valdrá la pena reflexionar acerca de quiénes son, en
realidad, los culpables del clientelismo.
Alberto
Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com
@amedinamendez
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