A Gudrun Ensslin y Bernward Vesper, in memoriam
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ANTONIO SÁNCHEZ GARCÍA |
Almorzábamos
con un matrimonio amigo en El Campanero, de Caracas, un entrañable restorán de
carnes desgraciadamente desaparecido en el turbión castrochavista, cuando de
pronto surgió el tema de las guerrillas venezolanas, en el que por entonces yo
trabajaba redactando las memorias de uno de los comandantes de la invasión
cubano venezolana por Machurucuto, Héctor, “el macho” Pérez Marcano. Me preguntó
mi amigo si sabía el nombre del oficial de los boinas verdes bolivianos que
había apresado al Ché Guevara el 8 de octubre de 1967 en la quebrada del Yuro,
en Valle Grande. “Gary Prado” – le respondí al instante. “¿Lo conoces?” – me
preguntó. Desde luego que no lo conocía ni seguramente jamás lo haría, le
respondí. Se sacó del bolsillo el celular, marcó un número, esperó unos
instantes y le oí decir: “Hola, tío, qué gusto de hablarte. Quiero que saludes
a un amigo”. Me pasó el teléfono y ante mi extrañeza me dijo: “Es Gary Prado”.
Sostuvimos
una inesperada, larga y entretenida conversación. Debí salir a la Avda.
principal de Las Mercedes para facilitar la comunicación, si bien el ruido del
tráfago caraqueño también la dificultaba. Me pareció un hombre educado, afable,
de ideas políticas claras, liberales, sostenidas con convicción y seguridad.
Pero sobre todo me llamó la atención la absoluta imparcialidad y hasta simpatía
con que se refirió a los sucesos que conmovieran al mundo, por ese entonces
hacía ya larguísimos cuarenta años. “Si viene a La Paz no deje de visitarme. Me
encantará invitarlo a almorzar a casa” – me dijo cuando nos despedíamos. No he
ido, seguramente no iré y me iré de este mundo sin estrecharle la mano al
hombre que recibió la orden presidencial de acorralar al Ché Guevara en las
quebradas a las que fuera a enterrarse en busca de una inútil, absurda y
desesperada epopeya. Y le transmitiera la orden de fusilarlo con un escueto
mensaje en clave que decía “llegó papá”.
Cerraba
con esa conversación, inopinadamente, un ciclo de mi vida. La mañana del lunes
9 de octubre de 1967, cuando escuchamos la noticia de su muerte en combate por
la emisora Sender Freies Berlin, nos encontrábamos preparando un viaje a
Frankfurt para participar en la Feria del Libro. Era una mañana fría y brumosa,
que había impedido que un familiar cercano, un importante pintor chileno que
vivía con nosotros en la casona de la Albert Strasse, en Lichterfelde West,
terminara de pintar la mitad del Ford Taunus – la bañera, le llamaban los
alemanes a ese modelo - que le había correspondido. Una clásica locura de los
tiempos que corrían: ilustrar el destartalado carro color celeste con flores y
arabescos multicolores, en el más puro estilo pop art, faena compartida con un
amigo pintor berlinés, cediendo al capricho hippie de los tiempos de Yellow
Submarine.
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Trabajaba
por entonces junto a Bernward Vesper, lector jefe de Wagenbach Verlag, la
editora de Klaus Wagenbach, de Berlín, en diversos proyectos editoriales.
Todos, naturalmente de izquierda. Y decidimos viajar en mi bañera pop art en
representación de la editorial a participar de la Frankfurter Buchmesse con
Bernward, su esposa Gudrun Ensslin y Felix, el recién nacido hijo de ambos. De
ida a Frankfurt pasaríamos un par de días en la finca de la anciana madre de
Bernward, en Triangel, un pequeño poblado de la baja Sajonia, en el norte de
Alemania, que no nos desviaba de la ruta. El padre, un afamado poeta y escritor
nazi del que su hijo sentía una profunda vergüenza, ya fallecido, seguía
presente. Así fuera en el profundo rencor que animaba a su heredero.
Nos
sentíamos abrumados. Nadie representó de manera más cabal y perfecta los
anhelos revolucionarios de nuestra generación que el Ché Guevara. Y no sólo de
nuestra generación. Muchos años después, viviendo en Caracas con mi esposa
Soledad Bravo, recibimos en nuestra casa de Oripoto, en las alturas de El
Hatillo, la visita de su entrañable
amiga Sofía Imber, acompañada por dos grandes artistas: el holandés avecindado
en Caracas Cornelis Zitman y el gran escultor norteamericano George Segal, del
que Sofía estaba presentando una espléndida exposición en su Museo de Arte
Contemporáneo. Caracas era, por entonces, una gran ciudad democrática y
mundana, absolutamente al día, sin duda la más ilustrada del Caribe y podía
permitirse esos lujos a pesar de que el petróleo se cotizaba a $9 el barril.
Luego de los postres y para nuestra inmensa sorpresa, Segal, de quien
pensábamos no tenía la más mínima idea de quién era Soledad, tomándola de la
mano le rogó le cantara una de sus canciones preferidas: el himno al Ché
Guevara de Carlos Puebla, que ella grabara en uno de sus primeros discos.
Soledad, que hacía años había dejado de cantarla – el mito ya se nos había
deshecho entre los dedos y el héroe había descendido a su muy cuestionable y
arenoso tamaño natural – cogió la guitarra y la interpretó como en los tiempos
de sus correrías universitarias. Todos lloramos.
Pues
la muerte del Ché Guevara representó, de algún modo difuso y especular, la
muerte de los anhelos utópicos y revolucionarios que animaron a la sociedad
occidental, la caída en los abismos de la desilusión y el totalitarismo de las
mejores aspiraciones humanitarias de la pos guerra. La búsqueda desesperada de
sentido en una sociedad extenuada por el conformismo, alienada por el consumo,
el materialismo, el acatamiento, el burocratismo. Como la retratara con
fidelidad Herbert Marcuse en El hombre unidimensional. Ni Cuba yacía postrada,
exangüe en manos de dos ancianos maquiavélicos e inhumanos, ambiciosos y
crueles, ni las guerrillas latinoamericanas se habían degradado al comercio
indiscriminado del narcotráfico y el terrorismo. China se sacudía de los
estereotipos con un último estertor, la revolución cultural, que terminaría
convertida en un gigantesco charco de sangre. Última estación de la Larga
Marcha. La muerte del Ché representaba, en rigor, la muerte de la revolución.
Para nosotros, el fin de la utopía.
El
hiato entre la ficción y la realidad se cerró inexorablemente, como era lógico,
y el desencanto ante la descarnada verdad del horror dictatorial que en
realidad animaba al “guerrillero heroico” vino a sepultar, posiblemente para
siempre, la nostalgia revolucionaria encarnada en la promesa de redención
acribillada en una escuelita perdida en las selvas bolivianas. El Ché Guevara,
que descubriera en la Sierra Maestra, como se lo confesara en un rasgo de
sinceridad a su padre, auténtica fascinación por asesinar a sus semejantes,
caía en su ley. Ametrallado sin misericordia en donde nada se le había perdido.
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Para
terminar de cerrar el ciclo, leo El hombre que mató al Ché, -
http://www.elmundo.es/cronica/2014/11/23/54704b50268e3eaf7e8b456c.html -
una entrevista hecha por un periodista de El Mundo, de España, a Mario Terán,
el sargento que le disparó dos ráfagas de fusil ametralladora a un postrado y
seguramente conmovido Ernesto Guevara Lynch, enfrentado en una cruenta pero
buscada jugada del destino a la misma suerte de aquellos a quienes les disparó
un tiro en la sien sin sentir el menor remordimiento.
El
mito travestía una infamia. El semidiós tenía los pies de barro. ¿Cuántos
heroicos capítulos de la historia universal se han salvado de develarnos su
ominosa verdad gracias al poder inconmensurable del olvido? Como también el olvido se ha llevado el
desgraciado final de mis dos entrañables amigos berlineses, con los que
hiciéramos el viaje acongojados por el duelo de nuestro ángel exterminador
nacido en Rosario, Argentina, vagabundo motorizado y aventurero como de
película de Tarantino. Gudrun Ensslin, una estudiante de germanística que
conociera en las manifestaciones que por entonces se sucedían a diario en el
Berlín de la revuelta estudiantil, una rubia alta, delgada, de intensos ojos
azules y largo cabello pajizo, con una cara de esfinge nórdica que acentuaba
sus marcados y huesudos rasgos con pesadas capas de maquillaje, se enamoró por
esos días perdidamente de otro vagabundo desesperado, escapado de un orfelinato
y atraído al Berlín revolucionario por el olor de la pólvora y los
enfrentamientos cotidianos con la policía, abandonando a Bernward y a Felix
para irse a hacer la revolución de verdad, la de bombas incendiarias, asaltos a
bancos, secuestros de aviones y asesinatos de empresarios. Como que la Rote
Armée Fraktion, la banda terrorista que Gudrun organizara junto a sus camaradas
secuestraría a los miembros de la OPEP en Viena protagonizando uno de los
hechos más notables del terrorismo del siglo XX.
El
vagabundo, suerte de representación real de Pierrot Le Fou, el personaje del
filme de Jean Luc Godard del mismo nombre, se llamaba Andreas Baader. Junto a
Gudrun y un par de amigos del submundo universitario berlinés, desencantados de
partidos y movimientos contestatarios condenados a la impotencia, cumplió el
sueño de formar su propio grupo revolucionario, al que la prensa
sensacionalista alemana bautizó luego como Baader Meinhoff Bande, pues además
de Gudrun, Andreas tenía por amante a una afamada periodista de izquierdas
llamada Ullrike Meinhoff, que lo liberó de una primera prisión. En una primera excursión a la que me
invitaron, que rehusé sin dudarlo dos veces aunque sin tener la menor idea de
su verdadero propósito, pusieron una bomba en una importante tienda por
departamentos de Frankfurt. Dando inicio a su carrera de desastres.
Siguieron
una senda de crímenes absurdos hasta terminar condenados a perpetuidad en una
cárcel de alta seguridad, en Stammheim, cerca de Stuttgart, construida
especialmente para ellos, en donde todos se suicidaron. Temprana consecuencia
de todos estos sucesos luctuosos, Bernward, triste y desesperado, terminó en
una clínica psiquiátrica, escribió una estremecedora novela llamada Die Reise,
el viaje, y se suicidó en 1971. Gudrun se ahorcó en su celda en octubre de 1977.
Felix, entonces de diez años, se convirtió en una sobresaliente figura de la
cultura, la academia y la escena alemanas: es filósofo, ensayista, dramaturgo,
director de teatro, actor y curador. Vive en Stuttgart, en cuya Universidad es
profesor de estética. Escogió llevar el apellido de su madre: Ensslin.
Antonio
Sanchez Garcia
sanchezgarciacaracas@gmail.com
@Sangarccs
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