AMÉRICO MARTÍN |
Era un monstruo gris, una tumba al acecho que
se erigió mediante un brusco arrebato en agosto de 1961 para desplomarse casi
en sana paz en noviembre de 1989.
Por el azar del conflicto, Berlín había
quedado dentro de la República Democrática Alemana (RDA), zona ocupada por los
soviéticos al final de la guerra mundial. En rigor se situó en los dominios de
Stalin porque el ejército rojo llegó primero al reducto hitleriano, en señal de
lo cual izó su bandera sobre el Reichstag. Pero los occidentales se plantaron
frente al duro Djugasvili Stalin, quien hubo de aceptar la repartición de la
ciudad.
Los tres de la alianza antinazi (además de
Francia, coleada por la fastidiosa tenacidad de De Gaulle) cuadricularon la
torta berlinesa. Pero los occidentales unieron sus partes, dejando a los
soviéticos con un cuarto de ciudad.
Para Stalin y el líder comunista teutón
Walter Ulbrich, la jugada podía aceptarse, habida cuenta que Berlín como un
todo seguía situado muy dentro de la RDA y muy lejos de la RFA.
En las cabezas de Stalin y más tarde de su
sucesor Jruschov y de Erich Honecker –el sustituto de Ulbrich– seguía metida
como un clavo la creencia en la superioridad del socialismo real sobre el
capitalismo, que el evangelio leninista colocaba al borde de la crisis general
y definitiva. Sería cosa de esperar un poco para presenciar su colapso
inevitable.
“Sus nietos serán comunistas”, le espetó el
locuaz Nikita a los gobernantes gringos en una visita a EEUU.
Como predicaba clamorosamente la coexistencia
pacífica rompiendo con Mao, y había destruido la idolatría hacia el feroz
georgiano, los aludidos tomaron aquellas jactancias como una boutadede un
comunista simpático.
En el XXII Congreso de su partido, Jruschov
—en alarde febril— anunció que la URSS pronto superaría a EEUU en producción
bruta y seguidamente en producción per cápita. ¿Estando tan cerca del “mar de
la felicidad” a qué regatear los estertores de los occidentales en territorio
berlinés?
¡Ah, la clásica ilusión de los poderosos! El rústico ucraniano sentiríase en la cúpula del universo hablándole de tú a tú a imperialistas de leyenda, muy consciente de encabezar la segunda potencia militar. Adicionalmente, en el Libro de la Revolución constaba que el sistema leninista usufructuaría el porvenir de la Humanidad. ¿Con tantos factores a favor cómo imaginar que los vencidos alemanes, divididos y ocupados, terminarían envenenando los sueños de grandeza de los blindados países del Pacto de Varsovia? ¿Cómo sospechar que aquel ominoso muro arrastraría hacia la perdición al socialismo y a todos sus monarcas?
El ejército de la RDA era uno de los más
poderosos del planeta. La Stasi, una de las mejores y más crueles policías de
inteligencia; en el bloque soviético se tenía a la RDA como la economía más
fuerte del socialismo. Sin embargo, el modelo no funcionaba. No servía en
Alemania ni en ninguna parte. Al final, de los escombros del muro derribado
saldría el hundimiento del sistema revolucionario sin que ninguno de sus
misiles saliera de su nicho, ni sus implacables tropas rociaran de proyectiles
el paisaje.
La construcción del Muro demostraría que el pretencioso bloque oriental disfrazaba de avance su derrota. La célebre edificación quería impedir el flujo de alemanes hacia Occidente en busca de ambientes libres y estimulantes. Desde 1949 a 1961 más de tres millones huyeron. Los mejores cerebros y ciudadanos de todas las categorías preferían la democracia (con las fallas que quieran) a aquella mentira “igualitaria” estratificada y administrada con puño de hierro por dictadores vitalicios.
“Son maniobras imperialistas —me decía un
antiguo amigo— empeñadas en socavar la obra de Lenin.
“Lo que no cuadra es por qué van de allá para
acá y no de aquí para allá. Como los balseros de hoy: escapan de la Isla hacia
cualquier parte y nunca de cualquier parte hacia la Isla. No necesitan Muro”.
“Tampoco los alemanes. Su Muro era más de
valores y afectos que de concreto armado.
Honeker se fue a Chile en prueba de que las
dictaduras sí pueden salir pacíficamente”.
“De nacer otra vez no hubiera sido
comunista”, respondió a un reportero.
Egon Kretz asume el poder, mira ansiosamente
a todos lados, pero su destino está escrito. Con voz temblorosa clama:
“El Muro está abierto”.
“¿Cuándo?”
“Inmediatamente”.
Centenares de miles se volcaron a abrazarse
con sus hermanos del otro lado. Aparecieron las picas para destruir la infamia.
Una fiesta indescriptible, una emoción supurando lo mejor del ser humano.
Cientos de grandes artistas fueron invitados a decorar 1,315 metros dejados
como recuerdo de la tenebrosa era.
El muro cayó doblemente. Quedó destruida la diabólica estructura de concreto. Quedó destruido el falaz modelo que la mano de acero quiso imponer a hombres y mujeres libres.
Americo Martin
amermart@yahoo.com
@AmericoMartin
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