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martes, 18 de noviembre de 2014

AMÉRICO MARTÍN, DOBLE CAÍDA


AMÉRICO MARTÍN
No hubo, no pudo haber un hecho con mayor fuerza sugestiva que la caída del Muro “antifascista” —así llamado por Moscú y las capitales del Pacto de Varsovia— o “de la vergüenza”, conforme al decir de las potencias occidentales y la comunidad democrática internacional. No obstante las dos aceras alemanas compartían algo fundamental. En correspondencia con el sentimiento universal de los amantes de la libertad y los derechos del hombre, el conjunto del pueblo alemán odiaba profundamente aquella intimidante estructura de hormigón, alambre de púas y minas soterradas extendida como una gigantesca serpiente a lo largo de 120 kilómetros. Fue edificada en agosto de 1961 por la cruel burocracia comunista, furiosa y aterrada ante la creciente presión a favor de la unidad de aquel gran país.

Era un monstruo gris, una tumba al acecho que se erigió mediante un brusco arrebato en agosto de 1961 para desplomarse casi en sana paz en noviembre de 1989.

Por el azar del conflicto, Berlín había quedado dentro de la República Democrática Alemana (RDA), zona ocupada por los soviéticos al final de la guerra mundial. En rigor se situó en los dominios de Stalin porque el ejército rojo llegó primero al reducto hitleriano, en señal de lo cual izó su bandera sobre el Reichstag. Pero los occidentales se plantaron frente al duro Djugasvili Stalin, quien hubo de aceptar la repartición de la ciudad.

Los tres de la alianza antinazi (además de Francia, coleada por la fastidiosa tenacidad de De Gaulle) cuadricularon la torta berlinesa. Pero los occidentales unieron sus partes, dejando a los soviéticos con un cuarto de ciudad.

Para Stalin y el líder comunista teutón Walter Ulbrich, la jugada podía aceptarse, habida cuenta que Berlín como un todo seguía situado muy dentro de la RDA y muy lejos de la RFA.

En las cabezas de Stalin y más tarde de su sucesor Jruschov y de Erich Honecker –el sustituto de Ulbrich– seguía metida como un clavo la creencia en la superioridad del socialismo real sobre el capitalismo, que el evangelio leninista colocaba al borde de la crisis general y definitiva. Sería cosa de esperar un poco para presenciar su colapso inevitable.

“Sus nietos serán comunistas”, le espetó el locuaz Nikita a los gobernantes gringos en una visita a EEUU.

Como predicaba clamorosamente la coexistencia pacífica rompiendo con Mao, y había destruido la idolatría hacia el feroz georgiano, los aludidos tomaron aquellas jactancias como una boutadede un comunista simpático.

En el XXII Congreso de su partido, Jruschov —en alarde febril— anunció que la URSS pronto superaría a EEUU en producción bruta y seguidamente en producción per cápita. ¿Estando tan cerca del “mar de la felicidad” a qué regatear los estertores de los occidentales en territorio berlinés?

¡Ah, la clásica ilusión de los poderosos! El rústico ucraniano sentiríase en la cúpula del universo hablándole de tú a tú a imperialistas de leyenda, muy consciente de encabezar la segunda potencia militar. Adicionalmente, en el Libro de la Revolución constaba que el sistema leninista usufructuaría el porvenir de la Humanidad. ¿Con tantos factores a favor cómo imaginar que los vencidos alemanes, divididos y ocupados, terminarían envenenando los sueños de grandeza de los blindados países del Pacto de Varsovia? ¿Cómo sospechar que aquel ominoso muro arrastraría hacia la perdición al socialismo y a todos sus monarcas?

El ejército de la RDA era uno de los más poderosos del planeta. La Stasi, una de las mejores y más crueles policías de inteligencia; en el bloque soviético se tenía a la RDA como la economía más fuerte del socialismo. Sin embargo, el modelo no funcionaba. No servía en Alemania ni en ninguna parte. Al final, de los escombros del muro derribado saldría el hundimiento del sistema revolucionario sin que ninguno de sus misiles saliera de su nicho, ni sus implacables tropas rociaran de proyectiles el paisaje.

La construcción del Muro demostraría que el pretencioso bloque oriental disfrazaba de avance su derrota. La célebre edificación quería impedir el flujo de alemanes hacia Occidente en busca de ambientes libres y estimulantes. Desde 1949 a 1961 más de tres millones huyeron. Los mejores cerebros y ciudadanos de todas las categorías preferían la democracia (con las fallas que quieran) a aquella mentira “igualitaria” estratificada y administrada con puño de hierro por dictadores vitalicios.

“Son maniobras imperialistas —me decía un antiguo amigo— empeñadas en socavar la obra de Lenin.

“Lo que no cuadra es por qué van de allá para acá y no de aquí para allá. Como los balseros de hoy: escapan de la Isla hacia cualquier parte y nunca de cualquier parte hacia la Isla. No necesitan Muro”.

“Tampoco los alemanes. Su Muro era más de valores y afectos que de concreto armado.

Honeker se fue a Chile en prueba de que las dictaduras sí pueden salir pacíficamente”.

“De nacer otra vez no hubiera sido comunista”, respondió a un reportero.

Egon Kretz asume el poder, mira ansiosamente a todos lados, pero su destino está escrito. Con voz temblorosa clama:

“El Muro está abierto”.

“¿Cuándo?”

“Inmediatamente”.

Centenares de miles se volcaron a abrazarse con sus hermanos del otro lado. Aparecieron las picas para destruir la infamia. Una fiesta indescriptible, una emoción supurando lo mejor del ser humano. Cientos de grandes artistas fueron invitados a decorar 1,315 metros dejados como recuerdo de la tenebrosa era.

El muro cayó doblemente. Quedó destruida la diabólica estructura de concreto. Quedó destruido el falaz modelo que la mano de acero quiso imponer a hombres y mujeres libres.

Americo Martin
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