En la abadía de Westminster, está enterrado un obispo anglicano,
cuya tumba tiene la siguiente inscripción: “Cuando era joven y libre, y mi
imaginación no tenía límites, soñaba con cambiar al mundo. Al hacerme mayor y
más sabio, descubrí que no se podía y me resigné a cambiar a mi país. También
resultó imposible. En mis últimos años, intenté desesperadamente cambiar al
menos a mi familia más cercana, pero fue igualmente inútil. Ahora en mi lecho
de muerte, caigo en la cuenta de que, si simplemente hubiera cambiado yo mismo
en primer lugar, mi ejemplo habría transformado a mi familia. Con su
inspiración y su apoyo, habría podido mejorar mi país y, ¿quién sabe?, tal vez
habría cambiado el mundo”.
Todos piensan en cambiar el mundo, pero nadie piensa en cambiarse
a sí mismo. ¡Todos quisiéramos una Venezuela mejor, pero no queremos ser un
venezolano mejor! Que cambie el gobierno, que cambie la oposición, que cambien
todo, ¡menos yo! ¿Cómo vamos a tener otros resultados, si estamos haciendo
siempre lo mismo? ¡Un mundo diferente, no puede ser construido por personas
indiferentes!
Podemos pasar toda la vida, echándole la culpa al pasado o al
presente, pero lamentablemente lo que tenemos por vivir es el futuro. Lo que no
fuimos, ya no lo seremos. Pero lo que queremos ser, todavía puede ser posible,
si cada uno trata de ser, lo que queremos que el país sea.
Jamás me permitiré criticar a los que se fueron, o a los que se
quedan, porque las razones de cada uno son difíciles de entender en el contexto
de otro, y cada uno sabe de su propio dolor y de sus renuncias. A los que se
fueron (siendo yo un hijo de emigrantes), entiendo y admiro su valentía, su
tristeza, su soledad y sus añoranzas, y estoy seguro de que muchas veces, como
solía hacer mi madre, “lloran en silencio”, lejos de su gente, lejos de
Venezuela.
A ellos, sólo les pido, sean honestos, trabajen duro,
sacrifíquense, logren un futuro y cuando eso suceda, porque sucederá si ustedes
quieren que así sea, levántense con el orgullo de ser venezolanos; ese
venezolano que es buena gente, alegre, espontáneo, trabajador, familiar, pacífico,
decente y noble. Alcen la verdadera bandera de nuestro país, esa forjada por
gente que dio ejemplo de trabajo, visión, sacrificio; y sobre todo de
honestidad en la lucha por sus principios y creencias.
Ese día será un gran día y se sentirán orgullosos de ustedes
mismos, y de ser venezolanos. Ese día, nada ni nadie los puede parar. Ustedes
pasarán a ser el mejor ejemplo de que el trabajo de Simón Bolívar no fue en
vano, y el verdadero testimonio de Venezuela en el mundo.
Yo me disculpo, ¡pero me quedo en Venezuela! Siento que tengo una
gran deuda con el país. ¡Me ha dado todo lo que soy! Yo no la elegí, ella me
eligió a mí, pero con el tiempo aprendí a quererla. ¡Siento que la
traicionaría! Venezuela me tocó en el corazón, y las cosas más bellas del mundo
no pueden verse, ni siquiera tocarse. ¡Sólo se sienten en el corazón!
Mi padre solía decirme: “Carlos, la única forma de predicar es con
el ejemplo”. Cómo podría yo, un muchacho criado en una pensión en la zona de El
Cementerio, mirar a los ojos a mis empleados (más de dos mil) y decirles: “me
voy, porque Venezuela no está bien”.
“Lo que la oruga llama el fin del mundo, el maestro lo llama
mariposa”, solía decirme mi madre. Yo moriré tratando de que algún día, con mi
trabajo, mis sueños y mi sacrificio; en el vuelo de esa mariposa llamada
Venezuela, esté también dibujada mi sonrisa, mi entusiasmo y mi ejemplo.
Carlos Dorado
cdoradof@hotmail.com
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