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viernes, 5 de septiembre de 2014

SAÚL GODOY GÓMEZ, EPA, GIORDANO… ¡GRACIAS!,

Cuando el Rey de Egipto Ptolomeo Filadelfo decide, allá por el siglo II antes de Cristo, hacer traducir la Biblia judía del hebreo al griego, con el propósito de dar a conocer los fundamentos de esa religión en una de las colonias más grandes de judíos de la diáspora, que vivían en Alejandría, no se imaginaba que le estaba dando a la futura secta de los cristianos, sobre todo a los Padres Fundadores, la oportunidad y los materiales para iniciar una de las discusiones más importantes sobre el origen del universo y la naturaleza de Dios.

Cuando se hace la traducción, en el gran Museo de Alejandría la llamaron la LXX y la conocemos como la Septuaginta, ya que no era una traducción literal del hebreo, sino que estaba pasada por el tamiz de la cultura helenística que imperaba en aquella majestuosa ciudad; los traductores aplicaron la misma hermenéutica que les había servido a los estoicos y pitagóricos para  interpretar los textos homéricos y de Hesíodo.
Fue de esta manera como los traductores, para hacer inteligible aquellos libros de la revelación de la Tribu de Israel, tuvieron que recurrir a conceptos, vocablos, ideas homéricas, platónicas y aristotélicas, que fueron enhebrando en el texto para poder explicar toda una cultura de milagros, de hechos extraordinarios de un pueblo que había sido sometido por tanto tiempo y posteriormente huido de Egipto, cuyos profetas sostenía una relación personal con Dios, relación ésta de hijos a padre y que se manifestaba en voces y tablas de la Ley, para anunciar grandes castigos o hechos tan extraordinarios como que lloviera el maná en el desierto.
El resultado final fue una versión griega de los cinco libros del  Pentateuco, diferente al original en hebreo, entre otros muchos libros traducidos, que posteriormente servirían para que estudiosos como Filón de Alejandría y Flavio Josefo, grandes comentaristas y exegetas de las revelaciones, pudieran explicar por medio de sus escritos estos antiguos libros a los primeros cristianos, obras que posteriormente sirvieron para las primeras evangelizaciones. 
Debo hacer una acotación, ya los griegos, desde los filósofos presocráticos, habían discutido tanto en profundidad como en abundancia todo lo referente a la naturaleza del ser, de la causa última, de la naturaleza de la divinidad y de la existencia del universo; habían explorado la esencia de la espiritualidad pero con una gran diferencia con la cultura hebrea, mientras para los judíos la revelación era un evento extraordinario, milagroso y portentoso, que tenía su origen en la palabra escuchada, para los griegos, el logos era más una visión, razonada, estructurada… estaba claro que unos basaban sus percepciones en el oído y los otros en la vista.
Con aquella traducción de los antiguos libros proféticos, se dio inicio a una serie de correcciones, adiciones, mejoras en el estilo, nuevas traducciones, que hicieron que los textos estuvieran en continuo cambio; entre ellos se dio un vuelco fundamental, en el sentido que para conocer a Dios los griegos lo transformaron en Ser, que es un concepto que los hebreos no conocían y que necesariamente necesitaba de la contemplación. Según Aristóteles, la visión de los ojos es lo más hermoso de los sentidos, Dios es el ser más alto en la escala de todos los seres y la única manera de acercarnos a él es por medio de los ojos del alma.
Tanto Platón como Aristóteles se convierten en una influencia importante en el pensamiento de los primeros padres de la iglesia cristiana; casi toda la patrística lleva el sello del helenismo, tanto como de la tradición hebraica, de modo que llega la Edad Media y, para bien o para mal, la cosmología aristotélica y la ptolemaica se había vaciado dentro de la doctrina de la iglesia. La idea de un universo finito y un Dios infinito eran parte fundamental de este ensamblaje, y cuando aparece Giordano Bruno en escena, ya había suficiente material disponible para los eruditos que aseveraba que muchas cosas en las que Aristóteles creía, estaban equivocadas.
La investigadora Laura Benítez nos dice: “En efecto, la filosofía y también la teología cristianas rechazaban de plano tanto la infinitud y eternidad del universo como su homogeneidad, por haber hecho suyo el modelo aristotélico-ptolemaico y sobre todo por su doctrina de la centralidad cósmica de la Tierra y de sus pobladores humanos. Las Iglesias cristianas, tanto la católica como las protestantes, defendían tenazmente esta doctrina por considerarla esencial para apuntalar los dogmas del pecado original, de la encarnación, y de la redención del género humano que Dios había colocado en el centro de un universo perfecto, creado especialmente para los seres humanos”.
Debemos una explicación, ya para la Edad Media, los libros que conformaban el llamado Antiguo Testamento estaban casi listos tal como hoy los conocemos, el trabajo que ahora enfrentaban los escolásticos era la selección y depuración de los Evangelios, la vida de Jesús contada por los apóstoles, hacer estas traducciones y sus interpretaciones requirieron de la mayor atención del cristianismo temprano, que estuvo influenciado por la corriente del pensamiento neoplatónico, gracias a los trabajos de Plotinio y de Dionisio el Areopagita (ex-discípulo de San Pablo), pero sobre todo de San Agustín.
Fue en el siglo XIII cuando el aristotelismo se introduce en Europa por la vía de la dominación árabe, sobre todo gracias a la síntesis que hace Averroes del mismo; no fue fácil, las ideas de Aristóteles planteaban algunas contradicciones dogmaticas y no pocas rayaban en la herejía, éste fue el trabajo de Tomas Aquino, dominar esas ideas y convertirlas al dogma.
Las ideas tomistas se amoldaron a la cosmología vigente en la época, que era la ptolemaica, fundadas en las obras de Claudius Ptolomeus, el mayor astrónomo de Alejandría en el siglo II dc., quien recopiló los trabajos de los grandes astrónomos de la antigüedad, principalmente de Hiparcus,  cuya base fundamental era la teoría geocéntrica: la tierra es inamovible y ocupa el centro del universo; igual que Aristóteles, creía Hiparcus que en el cielo había varias esferas cristalinas donde estaban ubicadas las estrellas, siendo la última de esas esferas donde estaban las estrellas fijas, unas complicadas matemáticas explicaban el movimiento observable de los astros.
El llamado sistema tolemaico sobrevivió intacto por más de 1.300 años, hasta que las evidencias de observaciones y cálculos independientes lo hicieron insostenible; es por ello que el año de 1543 fue suplantado por el sistema heliocéntrico, que sostiene que los planetas giran alrededor del sol, propuesto por el astrónomo polaco Nicolás Copérnico.
En el año de 1548 nace Giordano Bruno.
Giordano Bruno,
 mártir de las ideas heliocéntricas.
El profesor de filosofía venezolano Teodoro Isarría, nos ubica: “El Renacimiento comprende los siglos XV y XVI, o sea de 1400 a 1600. A guisa de ayuda memoria, observemos que Nicolás de Cusa, tenido por el primer filosofo renacentista, nace en 1401, y que Giordano Bruno muere quemado en la hoguera el año 1600”.
Cuando nace Giordano, la Iglesia católica se encuentra sumergida en movimientos reformistas, en ataques y divisiones, la civilización occidental ha empezado a acelerarse, el descubrimiento de América ha transformado la visión del mundo de mucha gente, el conocimiento fluye sin cortapisas en varias ciudades europeas produciéndose el choque contra los dogmas establecidos… una época problemática, especialmente para quienes pretenden discutir con la Iglesia su supremacía en materia espiritual, al punto que ya ha mostrado las garras y los dientes por intermedio del Santo Oficio.
Pero la Iglesia católica perdió rápidamente terreno, la Reforma, iniciada por Martin Lutero con la publicación de sus Noventa y Cinco Tesis, en 1517, le arrebató una importante feligresía; Francia se encontraba en medio de profundos conflictos, que posteriormente desembocarían en la Guerra de los Treinta Años; Europa ya no era un conjunto de reinos cristianos en alianza con el papado.
El famoso Concilio de Trento (1545-63) adoptó unas rígidas líneas en un intento por detener la temida Contrarreforma, otorgándole más poder al Papa y cerrando cuadros en torno al dogma, de modo que un libre pensador como Giordano llega en el peor momento posible.
El escritor inglés Michael White, ex director de estudios científicos del Overbroeck College de Oxford, en su libro, Giordano Bruno el hereje impertinente, resume magistralmente su vida: “Bruno fue conocido desde muy joven como «el Nolano» porque había nacido en Nola, un pueblo del sur de Italia, cerca de Nápoles. Empezó su vida adulta como simple sacerdote, pero dejó su orden y fue excomulgado por considerársele sospechoso de herejía. Pasó el resto de su existencia recorriendo Europa, enseñando y escribiendo. Nunca permaneció más de dos años en el mismo lugar, pero aun así escribió docenas de libros y opúsculos y gozó del favor de algunas de las figuras más poderosas de su época, Enrique III e Isabel I de Inglaterra entre ellas. Durante un breve período actuó como espía dentro de la corte inglesa y conoció personalmente a muchos de los más célebres (y a menudo notorios) alquimistas, cabalistas y místicos de su tiempo. Era un hombre de trato difícil, apasionado y siempre dispuesto a discutir; ciertamente valeroso, pero también abrasivo. Después de casi un cuarto de siglo de vida errante, decidió regresar a Italia. En cuestión de meses fue arrestado por la Inquisición y juzgado como hereje. Finalmente, después de padecer casi ocho años de encarcelamiento y repetidas torturas a manos de los cardenales, fue quemado vivo en Roma.”
¿Qué fue lo que pensó, escribió, dijo y defendió este extraordinario hombre, que obligó a la institución eclesiástica a asesinarlo de la manera en que lo hizo?
El profesor Francis Yates, en su obra Giordano Bruno and the Hermmetic Tradition, asocia a Bruno con el conocimiento secreto de Hermes Trismegistus, a quien se le atribuye un cuerpo de nociones esotéricas elaboradas con retazos de sabiduría egipcia, griega, hebrea y persa, que trataba, entre otras cosas, sobre el ascenso del alma humana a través de una serie de esferas planetarias, que liberan el espíritu de las cadenas materiales y lo llenan de virtudes y poderes; sus ritos tienen mucho que ver con la astrología, la magia, con los poderes secretos de ciertas plantas y piedras, con la fabricación de talismanes para concentrar el poder de las estrellas; durante el Renacimiento se le asoció a la Cábala y se creía que Hermes había sido un gran mago de la antigüedad, no había filosofo gnóstico del renacimiento que no se preciara de ser un estudioso de ese saber secreto, una de las causas por las que Bruno fue perseguido por la Iglesia.
En cuanto a su filosofía, recordemos que Aristóteles había desarrollado toda una argumentación sobre el origen de las cosas en la naturaleza que desembocaron en la conceptualización de una Primera Causa que no necesariamente la relacionaba con Dios, ese fue un trabajo de la escolástica, que bautizó como Dios a esa Primera Causa; pero Bruno lo llamaba “el Uno”, ese Uno bruniano era principio y causa, contenía lo múltiple al referirse a todo lo material que existe en el universo. Dios, para Bruno, no podía concebirse sin el universo, pero siempre entendiendo que no se le debería confundir con ninguno de sus componentes.
Veamos esto por partes: para Bruno existe Dios y el universo, ambos son infinitos, pero una de las propiedades del infinito es que no hay diferencias entre las partes y la unidad; como decía Nicolás de Cusa: “el infinito anula toda diferencia”, por lo que el universo que contiene partes finitas (las estrellas, el mundo, el hombre) no es “totalmente infinito”, pues es infinito en su conjunto, pero no en cada una de sus partes, que es lo que impide la identificación Dios-mundo.
Con sus tesis sobre el infinito, Bruno llega a definir a un Dios y a una naturaleza infinitos; de alguna manera, este pensador del siglo XVI, logró concebir una infinitud de mundos que giraban en torno a una infinidad de soles y muchos de estos mundos pudieran estar habitados, incluso, por vida que no fuera humana, un pensamiento “normal” para cualquier persona informada en el siglo XXI, pero una total locura para su tiempo.
Esta visión conlleva a una metafísica totalmente diferente a la aristotélica y la elaborada por Santo Tomas, donde se habla de una unidad del universo, es decir, la naturaleza toda es una manera de manifestarse de la divinidad, lo que lleva a un vinculo de Dios no sólo con las criaturas que puedan existir en el universo, sino con todo lo material, desde un partícula de polvo cósmico hasta un planeta gigante, como Júpiter.
Como bien lo expone María Jesús Soto Bruna, en su acucioso ensayo La Metafísica del Infinito de Giordano Bruno: “La naturaleza es ahora un gran organismo vivo, animado en cada una de sus partes por el alma del mundo, que es la potencia divina, la cual está presente en cada uno de los seres”.
Bruno se convierte de esta manera en el precursor del panteísmo y en el gran antecesor de Spinoza.
Cuando el largo brazo del Santo Oficio logra finalmente capturarlo, llevarlo a prisión y someterlo a juicio, trata de hacerlo abjurar de muchos de sus argumentos y casi lo logra, pero entra en la escena el tenebroso Cardenal Bellarmino, quien tomó control del juicio y le hizo ocho proposiciones para que las renegara, entre ellas su concepción del universo y su relación con la divinidad, el movimiento de la tierra, la interpretación que hacía de los ángeles como astros o mundos del universo, su idea del alma universal y la metamorfosis.
Encerrado por más de siete años, sometido a interrogatorios y tortura, el hombre estaba a punto de quebrarse; narra White, dramatizando aquellos momentos: “la atmósfera era tensa y Bruno estaba
muy nervioso (...) mientras hablaba le temblaba la voz y movía las manos gesticulando. Bruno había pasado seis días solo en su diminuta celda pensando en su destino, y ahora se daba cuenta por primera vez de la gravedad de la situación. Quizás oyó el lejano crujir de las llamas y olió el tenue hedor de su propia carne quemándose. Ahora sabía que aquello no era ninguna broma”.
El tribunal le exigía a Giordano que reconociera la superioridad de la teología por encima de la filosofía, una claudicación total de su pensamiento ante la autoridad absoluta del Papa. Bruno se negó.
La corte lo encontró culpable, declarándolo “hereje impertinente”, y buscó una pena que no le diera la muerte ni hubiera que mutilarlo, por lo que decidieron quemarlo; para que sus gritos de dolor no fueran escuchados, ordenaron le pusieran “la lingua in giova”, que consistía en introducirle un hierro hasta la garganta a manera de mordaza.
La sentencia se ejecutó el 17 de Febrero en Campo di Fiori, en Roma, donde hoy existe una famosa estatua que lo recuerda.
Michael White nos dice al final de su narración: “Las cenizas de Bruno fueron cayendo sobre las cornisas y los campos cercanos. Allí la lluvia infiltró en el suelo moléculas que antes habían formado parte de su cuerpo. Con el paso del tiempo, las moléculas fueron disueltas y las plantas absorbieron sus átomos. Las plantas fueron comidas por animales, y algunos de ellos terminaron llegando a las mesas de Roma y otros lugares. Otros elementos de Bruno cayeron al agua y fueron reciclados para mojar las caras de los bañistas y en vasos y copas. Y así, quizá, al menos en un nivel atómico, el Papa terminó fundiéndose con el hereje después de todo.”
Este corto escrito pretende hacerle un breve homenaje al gran Bruno, no sólo por su valentía al hacer valer su libertad personal ante el poder de la autoridad totalitaria, sino sobre todo, por sus ideas, unas ideas harto arriesgadas, de un vuelo sin precedentes para su época, y de alcance universal. –
Saul Godoy Gomez
saulgodoy@gmail.com
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