Hay una fábula que
cuenta la historia de un incendio en la selva. Los animales todos huían
despavoridos; hasta el inmenso elefante corría a toda prisa en dirección
contraria a las llamas. El mono, cual Tarzán, saltaba de árbol en árbol
agarrándose de las lianas. Con mejor visión panorámica, observó a un pequeño
colibrí que volaba a un lago cercano, recogía el agua que podía en su piquito y
regresaba hacia el incendio. En uno de los viajes de vuelta, el mono detuvo al
colibrí para increparlo por su extraña actitud: –Pero bueno, piazo e colibrí…
CUMPLIENDO CON MI DEBER |
¿Tú crees que con esa
ñinguita de agua que cabe en tu minúsculo piquito vas a apagar el incendio de
la selva? Y el colibrí respondió (no sé muy bien cómo podía hablar con el
piquito lleno de agua, pero la fábula es así): –Es verdad; quizá no pueda
apagar el incendio, pero mi única opción es cumplir con mi deber.
Venezuela vive una de
las horas más tristes de su historia; el símil del incendio le pega. El nuestro
es, además, provocado, con premeditación y alevosía. Encima los incendiarios
acusan a los animales de una “guerra piromaníaca” al más puro estilo
orwelliano. Seguramente Boves tampoco entendió, en otro año 14 nefasto, que
destruía la incipiente civilización venezolana.
La imagen que uno
tiene a veces de nuestra patria es la de una nación que sobrevive a pesar de
los múltiples destructores con los que le ha tocado lidiar.
Uno siente que, como
decía Cabrujas, Venezuela todavía está por fundarse; que merecemos un destino
mejor; que somos la raza buena de Gallegos, que aún “ama, sufre y espera”; que
valemos la pena; que solo la cultura puede salvarnos, porque quien dijo que “un
pueblo ignorante es instrumento ciego de su propia destrucción” sabía de lo que
hablaba.
En medio de esta
historia de fondos sucesivos, de crisis permanente, de corrupción, indolencia,
autoritarismo y muerte, Venezuela ha progresado y progresará. A pesar de los
gobiernos, a pesar de los caudillos destructores y bandidos (en general), uno
ve el alma bonita nuestra y sabe que el incendio amainará algún día porque hay
miles de colibríes, muchos de ellos anónimos, haciendo su trabajo. Son los
héroes de la edificación de la idea de la Venezuela que nos merecemos, que
quizá no andan por allí elaborando discursos ni en cargos de figuración, pero
que, gracias a ellos, cada vez que el sol se pone en nuestra hermosa tierra,
somos un país mejor: ese médico que, sin insumos, con la pura fuerza de su
alma, salva la vida de una persona en el hospital; el agricultor que sigue
sembrando café que alguien libre beberá; el funcionario que no se robó aquello
que podía robarse y gracias al cual alguien consiguió un medicamento que salvó
su vida; esa vecina que en un barrio comparte su azúcar con otra y alivia una
amargura; ese niño que, a pesar de estudiar en un colegio precario, saldrá
adelante y será bueno y escribirá poemas que nos harán llorar; ese juez que, a
pesar de las presiones, decidió hacer justicia y salvó la esperanza de un
hombre bueno; el que no se vendió; el que no negoció el destino de Venezuela;
el que no se robó un dinero que podía robarse; y todo aquel que, en medio de
este enfrentamiento entre la civilización y la barbarie que Gallegos
consideraba atávico de nuestro destino, tomó partido por la civilización, por
el respeto al otro, por la democracia, por el trabajo honesto; el que siguió
siendo académico en una universidad acorralada y mal pagada; el que levantó una
familia vendiendo chicha.
Este incendio no va a
parar. La verdad es que, con todas las limitaciones, el único tiempo de
progreso, civilizado, sostenido, que ha tenido el país es el que comenzó en
1958 con el Pacto de Puntofijo. Un breve período en el que las llamas
estuvieron bajo control. Alguien pretendió apagar el fuego con gasolina y así
hemos llegado a esta trágica coyuntura. Uno se siente triste, desesperado,
impotente…
Pero, en medio del
desastre, uno siempre puede escoger, en vez de ser un lanzallamas, ser un
colibrí.
Laureano Márquez
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