¨El que más sabe debe enseñar al que sabe menos y nosotros sabemos menos que tú...¨ Marcos 4:1-9
¨Aquel
día salió Jesús de la casa y se sentó junto al mar. Y se le juntó mucha gente; y entrando él en
la barca, se sentó, y toda la gente estaba en la playa. Y les habló muchas
cosas por parábolas, diciendo:
He
aquí, el sembrador salió a sembrar. Y mientras sembraba, parte de la semilla
cayó junto al camino; y vinieron las aves y la comieron. Parte cayó en
pedregales, donde no había mucha tierra; y brotó pronto, porque no tenía profundidad
de tierra; pero salido el sol, se quemó;
y porque no tenía raíz, se secó. Y parte
cayó entre espinos; y los espinos crecieron, y la ahogaron. Pero parte cayó en buena tierra, y dio fruto,
cuál a ciento, cuál a sesenta, y cuál a treinta por uno. El que tiene oídos para oír, oiga¨.
Jovencito
cursaba el último año de mi carrera de médico en el Hospital
Vargas
de Caracas, mi querencia por cerca de cincuenta y tres años; nos hacía compañía
un viejo médico español que mezclado con la vocinglería juvenil hacía con
nosotros la reválida de su título profesional. Cabello blanco y ralo,
incipiente giba de antiguos pesares y abandonos, tez blanca surcada por profundos
y anfractuosos caminitos que hablaban de sufrimientos de una guerra entre
hermanos y quizá el deseo de olvidar viejos dolores y de echar raíces en la
nueva tierra de gracia que había escogido como bondadoso refugio; zapatos de
goma Keds blancos con protuberancias que daban cuenta de los juanetes y callos
gestados en caminos pedregosos, una humilde bata blanca amarrada con un nudo
delante de una panza añosa y un bastón a la diestra con el que siempre
amenazaba en bromas a un maracucho impertinente, nuestro compañero de curso,
que hacía bromas a su costa.
Ya
la semiología, la ciencia de la interpretación de los síntomas y signos me
había cautivado y aprendía con fruición y asombrada expectativa todo aquello
que me permitiera extraer del interior del enfermo las verdades que la piel
opaca ocultaban.
Pues
no somos como las ranas que muestran su corazón latiendo. El
Creador
no nos lo hizo todo tan sencillito, pero nos dotó de inteligencia y decisión
para que hiciéramos el resto por nuestra cuenta, laboriosos,
ladrillo
a ladrillo. El examen del fondo ocular fue un amor a primera vista desde mi
tercer año de medicina en 1957, dos años antes de mi encuentro con el viejo de
hablar pausado y sabio. Armado del maravilloso instrumento llamado
oftalmoscopio intentaba aprender sus secretos, vencer la umbra de la pupila y
robarle los secretos a la retina, mujer veleidosa y difícil, que muestra poco
pero dice mucho, que oculta esos decidores signos de profundos conflictos del
alma que trasluce la enfermedad somática, y entusiasta comentaba con mis
compañeros mis hallazgos y descubrimientos.
En
una de tantas, con ese español gutural que al pronunciar ¨naranjja¨ lo dice
todo, me dijo un día: -¨Muci, ¿por qué no nos da un curso de fondo del ojo? Me mostré
sorprendido y le respondí, -¨¿Cómo? Si sé muy poco... soy apenas un bachiller
de 6º año¨; su respuesta, dardo sincero, se clavó en mi corazón:
-¨El
que más sabe debe enseñar al que sabe menos y nosotros sabemos menos que tú...¨
Y
así fue como desde ese día, su palabra me graduó de maestro de pueblo, ese que
sin muchos recursos pero armado de convencimiento y amor me lanzó por los
caminos de la enseñanza apertrechado de buenas intenciones y mejores semillas.
Por más de medio siglo, siguiendo aquel mandato he tratado de serle fiel y
nunca le olvido. Es verdad que cincuenta y tres años enseñando no es mucho;
como Graciela mi mujer, el enseñar se ha hecho carne de mi carne, y aunque he
sido un maestro de primaria exigente, he tratado de ser como el dador feliz:
aquel que da y da sin esperar nada a cambio.
Además,
siempre me he atenido al precepto orteguiano: ¨Siempre que enseñes, enseña a la
vez a dudar de los enseñes¨. Mis alumnos -buena tierra-, me han retribuido con
su afecto, obligándome a estudiar más con sus estimulantes preguntas y por
esto, me siento muy orgulloso y reconocido con ellos, los excelentes y los
regulares, y cada vez que relleno una pequeña laguna de ignorancia en mis
lóbulos temporales, esos que almacenan recuerdos, alegrías, tristezas y
conocimientos, a su lado se abre un océano de insipiencia, invitándome a
continuar llenándolo, a no flejar, a seguir, lo que hago con el mayor
deleite... Por ello, les digo que dejen
espacio para la ignorancia y así, toda la vida estarán rellenando recónditos
circuitos neuronales que al influjo del deseo y la constancia se irán
multiplicando, atesorando más y más conocimientos que sirvan para entregarlos a
otros, a quienes los necesitan; a los que menos saben, sin reservas, con desprendimiento,
para que a su vez, ellos enseñen y ayuden a otros.
Suelo
decirles:
¨No
se crean, en el mar de la ignorancia estamos todos
totalmente
sumergidos, la diferencia entre unos y otros, es sólo cuestión de profundidad¨.
Hoy
ya viejo pero nunca vencido, cargado de experiencias, buenas y malas, tristes y
alegres, anécdotas simpáticas y amargas, síntomas, signos, un talego repleto
para compartir y enseñar, me pregunto, ¿Cómo ha podido esta revolución de
mentiras acabar con los sembradores de buena simiente, maestros de escuela que
aún quedamos regados por cientos en los hospitales públicos del país?, ¿Qué
migaja de pan duro les han dado a cambio al país y al sufriente?, ¿Quizá algo
para ser imitado...?, ¿Quizá saberes interesados, inservibles y
fraudulentos...? Nos han hecho la vida imposible con ese desprecio que se le da
al gusano, tildándonos de materialistas, maltratándonos con miserables sueldos,
acosándonos con inseguridad personal y
frustración al no poder hacer lo que con tanto esfuerzo pudimos aprender a hacer,
cortándonos las alas: jubilándonos antes de tiempo, con egoísmo, saña
y
sin consideración, impidiéndonos hacer nuestro oficio con dignidad.
¡Déjennos
seguir esparciendo la simiente, déjennos seguir enseñando...!
No
mis camaradas comunistas de cerebro chiquito, mezquino, trasnochado y rancio, una computadora no
puede reemplazar a un maestro de escuela; una computadora carece de vocación,
de sentimientos, de la pericia del buen clínico recorriendo el cuerpo anhelante
del enfermo con sus manos perceptivas; auscultando con la fineza de su oído
atento y erudito; apoyando con el bálsamo de su verbo bondadoso, comprensivo y
sanador; y cuando se enseña medicina con un fin político, queriendo destruir e
inventar sin ingenio ni luces, se destruye irremisiblemente el fin y el corazón
del oficio, al maestro y al alumno condenándolo a la ignorancia de la sombras,
a ser un chapucero con ínfulas de doctor... Tal vez el mayor pecado por el cual
deberán pagar dentro muy de poco... de lo contrario... dará susto leer la
admonición de Antonio Machado (1875-1939) con la graciosa ocurrencia de Lázaro
Carreter.
La
embídia de la birtúd, izo a Kaín kriminál. ¡Glória a Kaín! Oy el bizio
es
lo que se embídia más...
Rafael
Muci Mendoza
rafaelmuci@gmail.com
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