El padre me preguntó si yo era ateo, en
realidad el hermano, así se llaman los consagrados a la fe con votos de
celibato, pobreza y castidad sin ser sacerdotes, que nos impartía clases de
religión en educación media, cuando ya comenzábamos a asomarnos a algo más del
catecismo de la Iglesia católica y se adentraban en la Doctrina Social de la
Iglesia, ética y moral cristiana. No supe qué contestarle en ese momento,
tampoco veía relación con la pregunta que le hice.
Él nos explicaba la dignidad
de la mujer, el respeto que se debía sentir hacia ese templo que es el cuerpo
humano, los fines del matrimonio, el compromiso que se adquiría al formar una
familia, con la sociedad, y por allí se iba hasta llegar a los diferentes
métodos anticonceptivos permitidos por la Iglesia. El único aceptado era el
biorritmo, el método del ritmo u Ogino-Knaus, basado en el ciclo menstrual de
la mujer. Los demás no estaban permitidos al católico.
Y mi pregunta o cuestionamiento del momento
fue que ese método era tan pecado como cualquier otro que se utilizara, pues el
fin era el mismo: impedir la reproducción de la especie, que la mujer saliera
embarazada.
Sus contraargumentos jamás me convencieron, y
opté por relacionarme con mi fe, como siempre he hecho, estableciendo una
relación directa con el Creador, saltándome lo de los hombres y yendo
directamente a la Palabra. Por esa búsqueda de maduración de mi religión fue
que terminé haciendo estudios de teología, porque si no hubiera optado por el
budismo, que en esencia es el mismo contenido cristiano, apartando la fe en un
Dios creador.
Décadas después me topo en Venezuela, otra
vez, con el ritmo; con algo llamado el capta huellas o sistema biométrico de
identificación, que el régimen de Nicolás
Maduro intenta imponer con el fin de controlar quien, cuánto y con qué
regularidad un ciudadano compra alimentos en los supermercados, abastos o
ventorrillos; desde una libra de café, un pack de cervezas, desodorante,
pastillas anticonceptivas, antigripales o una tableta de chocolate.
Lo primero que nos preguntamos es, por
ejemplo, ¿por qué el gobierno debe saber cuántas cervezas se debe tomar un
ciudadano presenciando un juego de fútbol, o cuantas pupusas puede uno comerse
sin que se considere acaparamiento, gula o desviación ideológica burguesa?
Luego recordé las famosas máquinas Smarmatic compradas por Chavez para los procesos electorales electrónicos (que se trataron de introducir en El Salvador) y, sin emitir juicio sobre la honestidad de la empresa o funcionarios contratantes, si se pudo comprobar que el presidente del Consejo Supremo Electoral de aquel entonces, el siquiatra Jorge Rodríguez, militante del Psuv, se pasó un fin de semana en un Spa de Boca Ratón, Florida, con los gastos pagados por Smarmatic, y que el primer contrato otorgado a dicha empresa pasó de los $150 millones.
Así que fue inevitable pensar en ¿Quién será
el afortunado que obtendrá el contrato para instalar en cada supermercado,
tienda o ventorrillos del país, un capta huellas biométrico? ¿Se imagina usted
amigo lector, no en Wall Mark de Antiguo Cuscatlán haciendo cola para pagar
tres pollos, una libra de arroz, dos de café, un litro de aceite, tres cartones
de leche y ocho bananos en cada una de
las cajas registradoras; o en San Sebastián de los Reyes, en la pulpería de la
esquina pagando un sorbete, seis tamales y una libra de queso, luego de colocar
el índice en el sistema biométrico, para saber si se aprueba su compra?
Aparte del contrato calculado en unos $500
millones, en un país donde no se hacen licitaciones desde 1999 sino que los
contratos estatales se otorgan por designación, hay que determinar lo que hay
detrás de todo ese despropósito, que no es otro que la intención del control
total de la sociedad, ya no de los poderes públicos, medios de comunicación y
libre circulación que lo tiene, sino de
cuánto, qué y cuándo debe comer, beber o medicarse el venezolano.
Si hay que hacer largas filas y no hay
medicinas, sueros o catéteres, pues que se aguante el ciudadano, porque primero
está el socialismo y la revolución. Y una manera de lograrlo es imponiendo la
cartilla de racionamiento, no de cartón como en Cuba, sino por el sistema
biométrico de identificación. Y si se debe importar crudo liviano de Argelia
para extraer el pesado de los llanos venezolanos, para cumplir la cuota
internacional, tal como han declarado, pues que se le compre.
Todo esto sucede en la actual Venezuela, la
del Comandante eterno, la del Socialismo del Siglo XXI y Petrocaribe. Aunque
usted no lo crea.
Juan
Jose Monsant Aristimuño
jjmonsant@gmail.com
@jjmonsant
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